La vieja verde. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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estómago se me hacia sentir más de lo que yo hubiera querido.

      El tasajo habia sido insuficiente.

      Me habia hecho daño.

      Me habia producido un flato insoportable.

      – ¿Han tomado ustedes ya? – dijo don Bruno.

      – Aún no; esperábamos á que usted viniera.

      – Usted es muy amable, amiga mia, – dijo don Bruno, – se interesa usted extraordinariamente por los amigos; ¡siempre tan obsequiosa!

      – Usted lo merece, don Bruno; ¿y luego, para qué soy rica sino para procurar á mis amigos los mayores goces posibles?

      – Exceptuando siempre el amor, ¿eh?

      – Dispénseme usted, don Bruno, – dijo doña Emerenciana. – Yo no puedo estimar á usted más que como á un buen amigo. Ni convienen nuestras edades, ni nuestros gustos.

      – Los gustos podria ser, ¡pero las edades, señora!

      – Dejémonos de eso.

      – No importa que hablemos puesto que el sobrino es sordo.

      – ¿Y qué le importa á mi sobrino que yo sea jóven ó vieja? – dijo doña Emerenciana; – él me quiere tal cual soy, el pobrecillo…

      Y me tocó con la rodilla, con una rodilla mórbida, fenomenal.

      – Pues yo insisto en mi tema, señora, – dijo don Bruno; – si usted no es mia, no lo será de otro: afortunadamente este jóven es su sobrino de usted, no tengo duda de ello; además de que es sordo y mudo tiene todo el aire de familia de usted; de otro modo, si yo hubiera podido suponer, aunque hubiera sido mínimamente, que este caballerete soliviantaba la menor fibra amorosa del empedernido corazon de usted para mí, le acogoto.

      Comprendí al fin.

      El coronel retirado, don Bruno, era uno de estos temerarios busca vidas que se imponen á las personas débiles y viven de su espanto explotándolas.

      Yo veia que doña Emerenciana pretendia en vano ocultar la violencia que se hacia hablando con don Bruno y el miedo que le causaba.

      Don Bruno tenia á lo ménos setenta años; pero estaba avellanado y parecia fuerte; sobre todo, arrojado y audaz.

      Llamó.

      Doña Emerenciana pidió riñones.

      Pidió para mí lo mismo.

      Doña Rufa tres huevos pasados por agua.

      Don Bruno un entre cótte con muchas patatas.

      Además dos botellas de vino de Valdepeñas de las lacradas.

      Terminados estos platos se sirvió merluza frita para todos.

      Despues queso de Gruyére.

      Luego café con leche y copa.

      Una verdadera cena de Baltasar.

      Durante la cena se habló de cosas indiferentes.

      Del último drama que alborotaba.

      A don Bruno le parecia inmoral.

      Doña Emerenciana decia que solamente era un poco vivo.

      Doña Rufa tragaba y callaba.

      Don Bruno vaciaba una botella y pedia en seguida otra.

      De improviso sentí posarse una mano sobre mi muslo.

      Aquella mano se acercó con disimulo á la mia.

      Aquella preciosa mano me dió una moneda, que por el tacto conocí era de cien reales.

      Ya comprendí.

      Cuando mi tia llamó al mozo, dí á éste el doblon.

      – No, no, de ninguna manera, – me dijo por señas doña Emerenciana; – tú eres muy generoso; no debemos quitar á don Bruno el placer de obsequiarnos.

      Don Bruno entonces llevó torpemente la mano debajo de las mesas, la sacó, dió al mozo otro doblon de á cien reales, y el mozo me devolvió el mio.

      Yo hice admirablemente, y con gran gusto, mi papel; sonreí lo más candorosamente del mundo á mi tia y á nuestro amigo, y me guardé el doblon.

      A don Bruno le sobró de la cuenta un duro, que se guardó gentilmente.

      Despues salimos, era la una de la madrugada.

      Las señoras salieron las primeras; nos quedamos don Bruno y yo á la puerta algo á retaguardia.

      – Oye, tú, sordo, – me dijo rápidamente al oido; – somos dos para el negocio; tú llevas la mejor parte; pero si no partes conmigo la vaca, te reviento.

      – Ya hablaremos, – le dije con un acento indefinible.

      – Vaya, don Bruno, – le dijo doña Emerenciana, – muchas gracias por el ratito y por el obsequio; usted seria muy amable si acompañara á doña Rufa; ya sabe usted que vivimos en barrios diametralmente opuestos.

      – Con mucho gusto, señora, – dijo don Bruno; – sabe usted que yo no he nacido más que para servirla en cuanto mande: beso á usted los piés; mis cumplimientos á su sobrino; hasta mañana; ¿pero dónde?

      – En Puerto-Rico.

      – Pues en Puerto-Rico me tiene usted á las once en punto; adios.

      – Adios.

      Y se llevó á doña Rufa.

      Doña Emerenciana se agarró á mi brazo.

      – ¡Ah, hijo mio! – dijo, – al fin nos hemos quitado de encima esa calamidad; es mi sombra, mi castigo, mi sanguijuela.

      – Yo le reventaré. – la dije.

      – ¡Para que yo me equivocara! – exclamó, – vamos cuanto antes á casa, tenemos que hablar mucho; pára ese coche que pasa.

      Hice parar el carruaje.

      Entramos.

      Doña Emerenciana dió las señas al cochero.

      Yo iba en mis glorias.

      Habia encontrado una Niove; aquella Niove se habia enamorado de mí.

      No podia desear más.

      Pero como me habia sentado en el coche demasiado ceñido á ella, me dijo:

      – ¡Eh, cuidado, caballerito, no se equivoque usted, que puede perderlo todo!

      Estas palabras, de la manera tan rotunda con que fueron pronunciadas, me pusieron en respeto.

      Doña Emerenciana se mantuvo reservada.

      – Llegamos al fin.

      Bajamos.

      Doña Emerenciana pagó al cochero.

      El sereno habia acudido y habia abierto.

      Subimos alumbrados por el sereno hasta el cuarto principal.

      Abrió una hermosa muchacha.

      – Acuéstate, Micaela, – la dijo doña Emerenciana.

      La muchacha me miró con atencion.

      Nos dió las buenas noches.

      Se fué.

      Doña Emerenciana se entró conmigo en un gabinete que estaba alumbrado por una lámpara puesta sobre una chimenea encendida.

      CAPITULO III

      Lo que va de la verdad á la mentira

      Doña Emerenciana se quitó el abrigo, dejándome ver por completo la gallardía de su persona.

      Se sentó en una butaca junto á la chimenea, y me dijo:

      – Echa leña.

      Me mandaba como á un criado.

      El acento era imperativo.

      Habia