La vieja verde. Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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tomo á mi servicio.

      – Muy bien, señora; pero querria que usted me dijese las razones que tiene para tratarme de este modo.

      – La razon sencillísima de que eres un tunante; de que estás á la cuarta pregunta y de que eres valiente, ó por lo ménos, de buen estómago y madrugon.

      – Muchas gracias, cariño, – la respondí: – obligado.

      Y me dirigí resueltamente á ella.

      – ¡Eh! ¿Qué confianzas son esas? – me dijo.

      – Usted perdone, señora, – respondí retrocediendo.

      – Siéntate y escúchame; vamos á concluir muy pronto; tengo sueño; estoy además enamorada y necesito recogerme para pensar en el que amo, para soñar con él.

      – ¡Pues el chasco que me he llevado es menudo! – dije yo.

      – ¿Qué quieres hijo? todos los dias son dias de aprender. ¿Has comprendido tú á don Bruno?

      – Perfectamente. Usted le tiene miedo y él abusa.

      – Me ha estropeado ya tres amores y no me atrevo á amar á nadie de miedo de que don Bruno me lo espante.

      – Pues yo me encargo.

      – Lo creo bien.

      – Mañana reviento á ese tio.

      – No tanto, hijo, no tanto; dale una vuelta; él no ha creido lo del sobrino; yo he procurado evitar un escándalo; él te dijo algo al salir.

      – Que partiéramos la vaca, y yo voy á echarle el toro.

      – Bien hecho; yo te nombro mi mayordomo.

      – Muchas gracias, señora.

      – Róbame cuanto quieras, pero sírveme bien.

      – Una palabra, señora.

      – ¿Qué?

      – ¿Se ofenderá usted si la digo que estoy chiflado por usted desde que la ví?

      – Tú tambien me gustas mucho, mucho, muchísimo, pero no estás en circunstancias.

      – Yo soy de buena familia.

      – Me gusta el otro más que tú.

      – ¿Y quién es el otro?

      – Ya le conocerás.

      – Vamos claros; ¿para cuántas cosas voy á servir en esta casa?

      – Para todo.

      – Eso es muy vago.

      – Tengo sueño, buenas noches; puedes dormir en una butaca, otras veces habrás dormido peor.

      Y se fué por una puerta de escape.

      La cerró por dentro.

      La otra puerta del gabinete, que daba al salon, habia quedado abierta.

      Yo no sabia qué pensar de la aventura en que me encontraba metido.

      En fin, yo iba ganando.

      Pero me habia enamorado de doña Emerenciana.

      De los hoyitos de sus mejillas, de su boca tan graciosa y tan fresca.

      Noté que la puerta de escape, que no era muy alta, tenia por ajustar mal en su parte superior, una rendija, un movimiento de las maderas.

      Fuí poco delicado.

      Me propuse sorprender el misterio del dormitorio de aquella buena hembra, que de tal manera me habia cogido la voluntad, y que tan complaciente á veces, tan reservada otras, se habia mostrado conmigo.

      El gabinete estaba alfombrado.

      Esto me permitia andar sin producir ruido.

      Me acerqué silenciosamente á la puerta del gabinete.

      Coloqué sin ruido la silla, subí en ella y miré.

      ¡Oh, carísimo lector, ó si se quiere, querida lectora!

      Ví..

      Aquella magnífica cabellera negra, rizada, sedosa, habia cambiado de lugar.

      Estaba sobre un velador.

      Doña Emerenciana arreglaba su gorra de dormir.

      Su cabeza amelonada estaba completamente calva.

      Algunos asquerosos mechones de cabellos canos, de un blanco sucio, se veian en su parte superior.

      Entonces aquella mujer parecia horrible.

      Yo me crispé, sentí frio.

      Junto á la peluca habia dos grandes reenchidos redondos.

      Sobre un sillon otros dos mayores.

      Eran el seno y las caderas.

      Despues de haberse puesto la gorra de dormir, aquella arpía se llevó la mano á la boca.

      Se sacó de ella una caja completa, que puso sobre el velador.

      Sólo los ojos eran los mismos.

      Grandes, negros, resplandecientes, poderosos, jóvenes, pero por su misma hermosura determinaban con las fealdades un contraste horrible.

      Don Bruno no habia exagerado.

      Podia asegurarse que doña Emerenciana estaba en sus sesenta años.

      Yo me retiré espantado, de mi acechadero.

      Cuando me bajé de la silla, me encontré delante de mí una preciosa rubia de diez y ocho ó veinte años.

      Era Micaela, la doncella de aquel horrible vestiglo.

      Una compensacion.

      La muchacha se puso un dedo en la boca, como imponiéndome silencio, y me dijo que la siguiera.

      Yo la seguí.

      CAPITULO IV

      En que doy al lector algunos datos acerca de mí mismo

      Para mí era completamente desconocida Micaela.

      Y sin embargo, habia un no se qué en la manera con que me miraba, que parecia indicarme que éramos antiguos conocidos.

      Era una chica alta, esbelta, rubia y resplandeciente de juventud y, al parecer, de pureza.

      Pero resuelta y viva, y de todo punto espiritual.

      Su traje de casa era elegante.

      Más que una criada, parecia una señorita.

      Me llevó á su cuarto.

      Su mueblaje se reducia á una cama de hierro modesta, pero cómoda, á una mesa de noche, á una pequeña mesa de pino y á dos sillas.

      En un rincon habia un baul.

      Sobre la mesa algunos libros, al parecer novelas, y un tintero.

      Sobre la mesa pendia de la pared un espejo ordinario.

      En otra pared, y tambien colgados, se veian algunos trajes.

      Micaela continuaba mirándome como se mira á un antiguo conocido.

      Más aún.

      A un conocido que nos debe algo que estamos resueltos á reclamarle.

      – ¡Oh amigo mio, – me dijo, – las montañas son las que no se encuentran! ¿Con que no ha quedado usted ya para otra cosa que para vivir de viejas verdes?

      – ¿Qué me importa á mí cuando para desengrasar de la vieja conozco á una jóven como tú?

      – ¿Qué es eso de tú? No tenemos la menor confianza, ni estamos en el baile de la Infantil: un poco más de respeto, caballero, á una, señorita decente.

      – ¡Ah! – exclamé, – nos hemos conocido en el baile; ¿y cuándo?

      – Nos hablamos hace ocho noches y usted no ha vuelto. ¿Y mi brazalete?

      – ¡Ah! ¡El dominó azul y blanco! – exclamé. –