Durante algun tiempo permaneció inmóvil en su benévola contemplacion; luego adelantó y fué á sentarse silenciosamente en el mismo divan en que estaba replegada Bekralbayda, pero á cierta distancia.
Entonces la jóven pareció despertar de un sueño, se estremeció, levantó la cabeza, fijó una mirada ansiosa en el rey Nazar, y cruzando la manos, esclamó:
– ¡Ah, señor!
– ¡Yo te amo! dijo negligentemente el rey Nazar.
Bekralbayda se puso de pie, mas pálida aun que lo que estaba, aterida, muda, como aniquilada; guardó durante algunos momentos silencio, y luego esclamó:
– ¡Pero yo no puedo amarte… no!.. ¡no puedo amarte como tú quieres que te ame… no! ¡Allah, el grande, el poderoso Allah lo sabe: no puedo amarte así!
– Cuando te confesé mi amor, dijo reposadamente el rey Nazar, tú me contestaste…
– ¡Mentí! ¡mentí! esclamó toda asustada Bekralbayda.
– Cuando te confesé mi amor, continuó impasible el rey, me dijiste, quiero ser sultana.
– ¡Ah, misericordioso Dios! ¡Mentí!
– Yo te dije: en buen hora sea: Dios te ha dado en sus bondades una hermosura superior á la de las mugeres de la tierra; eres una hurí que el Altísimo ha permitido aliente en las entrañas de una muger: digna eres de ser sultana: mi esposa la sultana Wadah, ha enloquecido… está apartada de mí: tú ocuparás el lugar de la sultana Wadah, que por su locura se la puede considerar muerta.
– ¡Ah, poderoso señor!
– Tú sabes que la locura de la sultana Wadah es verdad.
– La sultana Wadah es muy desdichada: la sultana Wadah llora una hija perdida.
– ¡Una hija! esclamó, levantándose aterrado, trémulo, herido como por un rayo por aquella terrible revelacion, el rey Nazar. ¿Quién te ha dicho que la sultana Wadah ha perdido una hija?
– ¡Qué! ¿no has perdido tú tambien tu hija, poderoso señor? esclamó aterrada por su imprudencia Bekralbayda.
– Yo no he tenido de la sultana Wadah mas que un hijo: el príncipe Juzef, contestó con voz cavernosa el rey Nazar.
– ¡Oh! ¡yo me he engañado! ¡yo me he engañado! esclamó trémula la jóven.
– Tú no sabes mentir: dijo severamente el rey.
– ¡Ah, señor!
– Tú eres cándida y pura como la azucena de los valles.
– Yo me he engañado.
– Pero… ¿por qué te has engañado?
– Yo he visto á la sultana buscar una rosa blanca.
– ¡Ah!
– Yo la he escuchado decir…
– ¡Oh! ¿qué has escuchado?..
– ¡Mi rosa blanca! ¡la rosa de mis entrañas!
– ¿Y no has escuchado mas?
– ¿Y á qué puede llamar una muger la flor de sus entrañas, sino á su hija? esclamó cubriéndose de un vivísimo rubor Bekralbayda.
– Sí, sí, te has engañado, dijo el rey Nazar reprimiéndose, volviendo á la tranquila y benévola espresion de su semblante, y sentándose de nuevo en el divan: ¡la rosa blanca! esa es una manía de la sultana.
– ¡Infeliz! murmuró Bekralbayda.
– La locura de la sultana Wadah me obliga á tomar otra esposa, te dije: puesto que quieres ser sultana, lo serás.
– ¡Yo mentia! repitió Bekralbayda.
– Luego, continuó el rey, añadiste: no me basta ser sultana: yo quiero que me dés un alcázar tan hermoso como no le hayan visto ojos humanos: cuando me dés ese alcázar seré tuya.
– ¡Ah! ¡no! ¡no!
– Yo he mandado fabricar este alcázar, una de cuyas pequeñísimas partes es la que ocupamos…
– ¡Pues bien! acaba ese alcázar, señor… y entonces…
– Este alcázar, que será la maravilla de las gentes, no puedo terminarlo yo, ni lo verá terminado mi hijo ni mi nieto; si para cuando esté terminado este alcázar has de darme tus amores… seria preciso que Dios parase para nosotros solos el tiempo y que le apresurase para los demás.
– Pero lo que yo te he prometido no me obliga hasta que hayas cumplido tu promesa: hasta que hayas terminado el Palacio-de-Rubíes: si para entonces hemos muerto, la culpa no es mia.
– ¡Cuán mal parece la mentira en boca tan hermosa! dijo el rey Nazar.
Ruborizóse Bekralbayda.
– ¡Ah señor! si yo miento, esclamó arrojándose á sus pies, es porque la mentira es la única arma que tengo para defenderme de tí.
El rey Nazar la levantó dulcemente y la sentó junto á sí.
– ¿Piensas, la dijo, que si yo quisiera te podrias defender de mí?
– El generoso, el grande, el vencedor, el magnífico Nazar, no puede ni debe amar á una desdichada que no puede amarle.
– Y… ¿por qué no puedes amarme?
– ¡Porque amo á otro! esclamó con desesperacion Bekralbayda, ¡porque mi alma está en la suya! ¡porque llevo en mis entrañas la flor de mis amores!
Y Bekralbayda se cubrió el rostro con las manos y rompió á llorar.
El rey Nazar sintió que sus ojos se arrasaban: se dominó, apartó las manos de la jóven de su rostro, y no pudiendo contenerse, inflamado de un amor inmenso, no á la muger, sino á la madre de su nieto, la atrajo á sí y la estrechó entre sus brazos esclamando conmovido:
– ¡Ah! ¡hija mia! ¡hija de mi alma!
Y luego, como pesaroso de haberse dejado arrastrar de su corazon, separó de sí á Bekralbayda, compuso su semblante, recobró su impasibilidad, aunque aparente, y dijo:
– ¿Amas á un hombre y eres madre?
– Tú me has llamado hija, señor; esclamó con ansiedad Bekralbayda.
– ¡Yo! ¡que yo te he llamado hija! ¡no sabes que te quiero para esposa!
– ¡Y serias tú, poderoso sultan de los creyentes, esposo de una muger que ama á otro hombre, que ha sido suya, y que es madre!
– Yo te amo sobre todas las cosas: no importa que ames, si morando en mi alcázar no vuelves á ver al hombre á quien amas, no importa que seas madre… porque todos creerán que ese hijo es mio: eres mi esclava.
– ¡Me matarás! ¡puedes matarme! ¡pero no puedes hacer que yo olvide mi amor, que yo le ofenda! ¡no! ¡no! esclamó Bekralbayda desesperada.
– Escucha, dijo el rey: te cubriré de oro y perlas: te daré esclavas á millares: te rodearé de cuanta grandeza puede disponer un rey tan poderoso como yo.
– ¡No! esclamó con energía Bekralbayda.
– No volverás á ver á ese hombre.
– Pero le guardaré su amor, mi pureza dentro de mi alma como en un santuario.
– Yo buscaré á ese hombre y le mataré.
– El querrá morir mejor que verme en tus brazos.
– Cuando nazca tu hijo te lo quitaré.
– Me volveré loca como la sultana Wadah, y llamaré en mi delirio á la flor de mis amores, pero no seré tuya.
El rey Nazar se estremeció.
– ¿Y si