En este sentido, resulta ilógico, a nuestro juicio, encasillar en tipos ideales los parámetros de la estructura social que ha de presentar todo grupo humano incorporado a la era postindustrial. Hacer una abstracción en tal dirección, puede inducir a una simplificación equivocada de una realidad mucho más compleja. No debe, por ende, identificarse al nuevo paradigma global, basado en las nuevas tecnologías, con el paso automático de la producción de bienes a la realización de servicios49. Pues, aunque esta reformulación de la estructura social del trabajo sea aplicable a países capitalistas avanzados, no coincide con la realidad de los denominados países en “vías de desarrollo”, que también poco a poco abren sus mercados a la competencia global y a las innovaciones tecnológicas50. En este contexto, entonces, cabe dejar claro que una cosa es el advenimiento de un nuevo paradigma socioeconómico, en cuyo nombre se transforman todas las actividades sociales y económicas del mundo, y otra muy distinta es la recepción concreta de aquel paradigma en una determinada sociedad51. Así, las estructuras sociales serán el producto del proceso de acoplamiento de las nuevas tecnologías de la información en una economía globalizada o, lo que es lo mismo, el resultado de la incorporación de políticas flexibles, a las circunstancias específicas de cada sociedad.
Ahora bien, si de lo que se ha tratado hasta aquí es de derrumbar el mito de la sociedad de servicios como única expresión de la era postindustrial, ello no es suficiente para hacer lo mismo con la idea generalizada de que nos acercamos a una sociedad donde las ocupaciones ejecutivas, profesionales y técnicas desplacen completamente a los trabajadores no cualificados del núcleo de la nueva estructura ocupacional. Sin duda, en países como EE.UU., Japón, Reino Unido y Francia, donde los índices porcentuales de distribución del empleo indican una prevalencia del sector servicios frente al industrial (manteniendo una correlación a comienzos de la década de los 90 de 71,2% a 24,7%; de 58,4% a 33,7%; de 71,6% a 26,3%, y de 64,1% a 29,5%, respectivamente52), es obvio que se asiste a una transformación del trabajador típico, cuya cualificación resultaba irrelevante en el ámbito de la fábrica taylorista, pues la dinamicidad de este sector, su permanente necesidad de adaptación a las circunstancias cambiantes tanto del mercado como de los sistemas tecnológicos, la variedad de los servicios prestados, etc., otorga mayor significación al trabajo intelectual53. No obstante, cabe preguntarse si la emergencia de un nuevo prototipo de trabajador está condicionada a la centralidad del sector servicios dentro del mercado de trabajo o no. Esta disección, por lo demás, tiene importancia, en tanto que, como ya se ha dicho, la relevancia de las actividades de servicios en clave cuantitativa está restringida a ciertos países.
El tema no es fácil, porque como se ha razonado, al instituirse un paradigma de discontinuidad histórica, basado en una competencia ilimitada, la necesidad de flexibilidad en la producción debería alimentar la importancia del trabajador cualificado, al margen de la consolidación del sector terciario en cualquier economía. Salvando supuestos en los que el modelo de organización flexible apunte a objetivos específicos de producción y mercado, manteniendo las prácticas y principios tradicionales (recuérdese, la llamada “dimensión reducida de las series”), la introducción de nuevas tecnologías implicaría una revaloración de la autonomía del trabajador, traducible en una mayor responsabilidad y organización independiente de su propio trabajo. Por tanto, el compromiso directo de los trabajadores con el resultado de su actividad parece ser la meta de la gerencia laboral actual, en evidente contradicción con las concepciones anteriores del trabajador taylorista. Sin embargo, esta última conclusión, defendida por la escuela clásica del postindustrialismo, que bien podría asumirse como una “línea de tendencia” antes que como una verdad absoluta54, requiere por lo menos de algunos matices que relativizan su carácter imperativo55. En primer lugar, no toda afiliación a un sistema tecnológico “punta”, conlleva la eliminación de una organización del trabajo de tipo taylorista56. Por el contrario, aunque este tema lo trataremos inmediatamente, dependerá más de la estructura de los puestos de trabajo o de la idea que la dirección organizativa empresarial tiene respecto de estos. En segundo lugar, por tratarse de una “cualificación requerida”, para distinguirla de otra “adquirida” por el individuo a través de la experiencia acumulada, el tema de los recursos humanos resulta capital. Por ello, aun cuando se extienda a todo el globo el uso de tecnologías de la información, y con ellas, las corrientes flexibles, la transición a un prototipo de trabajador cualificado en países en “vías de desarrollo”, donde el acceso al conocimiento es más limitado, será más lenta. Finalmente, cabe agregar que dentro del mismo sector servicios, cada vez aumentan más las ocupaciones de los llamados servicios inferiores o de baja cualificación57.
En suma, dado que lo anterior solo confirma la complejidad de la realidad social contemporánea, así como la relatividad de los mitos construidos en torno a la flexibilidad y al nuevo paradigma económico-social, en el sentido de construir estructuras sociales y ocupacionales homogéneas, resta evaluar el impacto del que hemos denominado “nuevo modelo de producción en expansión” tanto sobre la organización de la producción empresarial, como sobre el diseño del puesto de trabajo. Precisamente, como se ha venido repitiendo, a esa necesidad nos conduce la crisis de la producción en serie y la emergencia con carácter estructural de un mercado global más competitivo, basado en las tecnologías de la información.
3.2.2. Las nuevas estructuras empresariales
El modelo organizativo-empresarial sobre el que se ha construido el Derecho del Trabajo está en crisis. El prototipo de empresa jerárquica y centralizada, de mediana o grandes dimensiones, por lo demás funcional para las necesidades de la producción en serie taylorista, identifica cada vez menos el ámbito en que la relación jurídica de trabajo despliega sus efectos. Ahora bien, en este contexto, y como signo de los tiempos flexibles, emergen nuevas formas de estructurar la actividad empresarial, cuya mayor virtud está en su sensibilidad para adaptarse a los cambios acelerados de un mercado turbulento y diversificado. Desde estas nuevas pautas técnico-organizativas, el fenómeno de la descentralización productiva constituye una técnica clave. Ya que, precisamente, como propone Cruz Villalón, “la descentralización productiva consiste en una forma de organización del proceso de elaboración de bienes o de prestación de servicios para el mercado final de consumo, en virtud del cual una empresa decide no realizar directamente a través de sus medios materiales y personales ciertas fases o actividades precisas para alcanzar el bien final de consumo, optando en su lugar por desplazarlas a otras empresas o personas individuales, con quienes establece acuerdos de cooperación de muy diverso tipo”58.
Con ello, queda claro, la tradicional rigidez de la unidad empresarial transmuta a formas fragmentadas, que bien pueden dividir el ciclo productivo o bien pueden trasladar a terceros actividades complementarias de este59. No obstante esta constatación, por lo que interesa al presente estudio, cabe resaltar la complejidad de la descentralización como fenómeno económico-social, desde dos líneas de análisis: la pluralidad de causas y la diversidad de manifestaciones. En primer lugar, si se parte del supuesto de que la causa determinante de la fragmentación sea la búsqueda de flexibilidad, tanto en su vertiente de “producto” como de “proceso”, la descentralización aparece como el instrumento ideal para adecuarse a las alteraciones del mercado y a las innovaciones tecnológicas. Pues, como es lógico, las unidades productivas de menor dimensión cuentan con mayor versatilidad y maleabilidad60. Es más, sin caer en un determinismo tecnológico, se puede admitir que las innovaciones en el campo de la comunicación e información también cumplen un papel promotor en la división del trabajo entre empresas y en la exteriorización de determinadas funciones antes centralizadas, puesto que aquellas reducen los gastos de transacción y los posibles errores que conlleva el hecho de desplazar hacia fuera parte del proceso de producción61. De este modo, lo que no se puede ocultar es que tras de ambos aspectos, el de innovación y el de reducidos gastos de estructura, se esconde la exigencia de competencia como elemento fundamental del paradigma económico global. Resulta difícil,