Hay que aclarar que la tendencia a la diversificación provocada por los cambios estructurales mencionados se ha visto complementada también por un fuerte cambio social impulsado desde el desarrollo actual del sistema democrático. Es decir, a las nuevas formas de organización empresarial como a las nuevas formas de organizar el trabajo auspiciadas por la producción flexible, se suma, como elemento de segmentación, un contexto de mayor apertura social. Por ejemplo, la incorporación masiva de la mujer o de un gran contingente de estudiantes al mercado de trabajo87, ha venido a inyectar nuevos intereses laborales específicos, cuyo resultado no es otro que el de fragmentar aún más la figura del trabajador. De este modo, entiéndase, la fragmentación actual de la clase trabajadora, como proceso tendencialmente opuesto a su tradicional concepción homogénea, no solo supone una diversificación meramente subjetiva, sino también la emergencia de intereses colectivos específicos y demandas diferenciadas. Por ello, este fenómeno de cambio estructural en la conformación de la fuerza de trabajo ocasiona una gran dificultad de agregación de intereses y reivindicaciones, siendo posiblemente uno de los motivos de la crisis del sindicalismo en la actualidad88.
Es cierto que ello no implica que la realidad social del mercado de trabajo presentó siempre una homogeneidad absoluta, pues tras la naturaleza laboral de una prestación podían esconderse multitud de singularidades y, por ende, de intereses. A la inversa, la diversidad en orden a los sujetos, al objeto o al modo de cumplir la prestación (trabajo de mujeres, menores, deportistas profesionales, extranjeros, de servicio doméstico, artistas, etc.) es inherente a la realidad social materia de regulación jurídico-laboral, sin embargo, ella configuraba en el pasado la regla de excepción89. La mejor prueba de esta constatación son las legislaciones de Derecho del Trabajo que, hasta ahora, se construyen sobre la base de una regulación bipartita: de un lado, regulación común y, de otro, regulaciones especiales, que por sus peculiaridades demandan tratamientos específicos. No obstante la eficiencia de este esquema en un modelo de producción en serie, propio de la era industrial, se ha visto cuestionado con el advenimiento de un nuevo modelo productivo. Como se ha reiterado, la producción flexible, las nuevas tecnologías, el nuevo tejido social, entre otros fenómenos, ha provocado la inversión de la regla general mediante la emergencia y proliferación de formas de empleo específicas que devienen en formas periféricas o marginales, entre las cuales destacan los trabajadores excluidos del núcleo productivo por la vía de fórmulas “atípicas”, en cuanto se apartan del prototipo de trabajador industrial, subordinado y por cuenta ajena, contratado a tiempo completo así como a plazo indefinido90. Es decir, en este contexto, se acentúa la segmentación de la figura del trabajador, convirtiendo la excepción en regla general.
Ahora bien, no solo la realidad social y sus fuerzas son las que han generado tales consecuencias, pues también ha de imputarse la disgregación actual de la figura del trabajador a las opciones político-organizativas de la denominada “normativa laboral flexible”. El correlato de la producción flexible en la legislación sea laboral, mercantil o civil, ha sido el de crear y/o reactualizar mecanismos jurídicos de naturaleza “atípica” (léase, contratos temporales, a tiempo parcial, teletrabajo, trabajo a domicilio, subcontratación, relaciones triangulares de empleo, etc.), dispensando al sujeto prestador del servicio, a lo más una protección atenuada respecto de la prestación típica de trabajo91. En esta lógica, lo atípico se ha entendido precario92, poniendo en serio riesgo el desarrollo equilibrado entre el principio de acumulación y el de mejora de las condiciones de trabajo. La superación del conflicto de intereses de los sujetos laborales, en tanto funcionalidad intrínseca e histórica del Derecho del Trabajo, se ha visto zanjada por la preeminencia del principio de rendimiento empresarial, a través de medidas de flexibilidad a bajo costo. Por eso, la funcionalidad actual del Derecho del Trabajo parece estar en la pacificación del conflicto social entre capital-trabajo, ya no desde el principio de protección del trabajador, sino desde una perspectiva meramente económica, por cuanto tiende a lo que se ha dado en llamar “naturalización de la economía”93. Ello, por lo demás, aparte de fragmentar aún más en términos reales a la clase trabajadora, retrasa la flexibilidad en el proceso, entendido en su vertiente de diseñar puestos de trabajo adaptables a las innovaciones tecnológicas. La estrategia de aumentar la rentabilidad del capital a corto plazo, como ya se dijo, enfatiza el papel de los costos del factor trabajo y la facilidad en el ajuste de plantillas (flexibilidad en el producto)94, en detrimento de políticas de formación, motivación y cooperación de los agentes laborales implicados (signos de la flexibilidad en el proceso).
La función original del Derecho del Trabajo, decíamos al iniciar este trabajo, fue una función doble por suponer al mismo tiempo la función protectora del trabajador y la función de racionalizar el conflicto entre capital y trabajo a efectos de conservar el orden social establecido. Sin embargo, como también se dijo, el acento en la función protectora como mecanismo de pacificación del conflicto, fue una opción político-organizativa en un determinado espacio y tiempo históricos. Ahora bien, en atención a los cambios ocurridos en la realidad social subyacente al derecho, resulta imposible mantener una postura funcional de corte unilateral que proteja los intereses, de los trabajadores o bien de los empleadores. En todo caso, más allá de tratamientos asimétricos que evadan el sentido dialéctico del Derecho del Trabajo, debe reafirmarse su funcionalidad desde una lógica conciliadora entre el principio de conservación y rendimiento empresarial y el de protección de las condiciones de empleo del trabajador. Es bien sabido, en este sentido, que el principio protector, esto es, la necesidad de compensar la lógica debilidad del trabajador frente al empleador, como único instrumento de superación del conflicto, está en crisis95, por lo que habrá que indagar otras formas de solución de este. Digamos, en suma, que el principio de protección no puede desaparecer, en la medida que el conflicto de intereses capitalistas persista, pero también es cierto que habrá de matizarse con el principio de rendimiento.
Ahora bien, la función transaccional o conciliadora de intereses que se reconoce al Derecho del Trabajo en un nuevo contexto socioeconómico nos conduce al gran problema de su “imparcialidad”. ¿Es imparcial el legislador laboral cuando legisla alguna institución jurídica? ¿Son imparciales las partes sociales cuando suscriben convenios colectivos? Este, diríamos, es el quid de la cuestión. Y lamentablemente, el Derecho del Trabajo pierde imparcialidad frente a dos fenómenos concretos: 1) Los fines o principios que organizan un orden jurídico y 2) La presión de los poderes sociales y políticos. En este análisis, converge la sociología y la filosofía jurídica.
Sin duda, la integración social de todos aquellos que presten servicios a otros (subordinados y autónomos) debe ser la función del Derecho del Trabajo. Sin embargo, alcanzar esta finalidad supone que el legislador entienda que la finalidad del sistema jurídico peruano es alcanzar la libertad de la persona o la dignidad de esta (artículo 1 de la Constitución) y, además, que el legislador cumpla su rol integrador sin que los poderes sociales y políticos lo condicionen. Por lo demás, las mismas partes cuando negocian sus intereses