Ahora bien, este esquema de planificación sistémica de la producción, nacido a finales del siglo XIX, resulta más coherente todavía en la lógica de libertad que representaba el Estado liberal de la época. La idea de que la sociedad, con sus propias exigencias, y no la autoridad del Estado, debía guiar el progreso, sirvió de marco a la difusión del modelo taylorista, sin embargo, encontró en el intervencionismo destacado líneas arriba, un obstáculo a los excesos cometidos en aquel contexto liberal. Este intervencionismo, impulsado desde el llamado Estado social, vino a imprimir una funcionalidad distinta a la derivada de los fines fundados en la libertad, puesto que, primero, desde una legislación protectora en el ámbito de la actividad industrial y, luego, desde reglas sometidas al Derecho del Trabajo, en tanto rama autónoma del ordenamiento jurídico, lo que pretende es asumir una tarea racionalizadora de la fuerza de trabajo dentro de un sistema capitalista de producción15. Así, el orden jurídico busca integrar a los trabajadores al sistema imperante, a cambio de garantizar condiciones mínimas de trabajo, aunque se mantiene la exclusión del trabajador del proceso cognoscitivo y decisional, instituido en la división del trabajo taylorista. Desde este prisma, la función del ordenamiento laboral obedece a una doble exigencia de racionalización jurídica en la regulación de las relaciones sociales: facilitar el funcionamiento de la economía y asegurar la mejora de las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores16. Se pretende, en suma, conciliar el principio de conservación y rendimiento empresarial, con el principio de protección del trabajador.
Esta situación, por lo demás, no hace otra cosa que explicar el “carácter ambiguo” del Derecho del Trabajo desde sus orígenes, ya que al tiempo que es consecuencia de las reivindicaciones sociales, instituye un sistema que permite canalizar las necesidades del modelo de producción capitalista. Es decir, limita el propio sistema económico con la finalidad última de que, superado el conflicto, aquel se reproduzca17. Claro está, que, si se mira bien, en el fondo, esta finalidad “estabilizadora” y “pacificadora” del orden social de convivencia, es propia de todo el derecho y no solo del Derecho del Trabajo. Es verdad, pues la regulación laboral, como parte, no podría tener características genéricas contrarias al derecho, como todo; pero, también cabe resaltar que los márgenes de actuación de la función de aquella son más restringidos que los existentes en otras ramas del ordenamiento jurídico. A saber, el funcionamiento de la norma de derecho común, e incluso de la norma penal, no está condicionado a las cualidades concretas de un sistema social de convivencia; lo mismo es si se trata de un sistema comunista, capitalista o anarquista, mientras la norma laboral reduce su ámbito de operatividad al sistema que presente la interrelación de capital y trabajo en un régimen de libertad. Por eso, la superación del conflicto en la sociedad capitalista aparece para las normas laborales de finales del siglo XIX y comienzos del XX como un elemento esencial de su funcionalidad, esto es, tiñe con una intensidad mayor la función del Derecho del Trabajo, que la función genérica de los demás ordenamientos18.
En definitiva, de admitir que el fin de la norma laboral constituye la defensa de la seguridad y estabilidad del régimen social capitalista, no se puede negar que la materialización de dicho fin está condicionada a un análisis espacial y temporal del conflicto. La continua adecuación del Derecho del Trabajo a las complejas tensiones sociales existentes para responder a su funcionalidad genérica, hacen del mismo un ordenamiento de finalidad concreta variable, pues dependerá del estado del conflicto y de la correlación de fuerzas sociales en cada espacio y tiempo históricos. Digamos, en consecuencia, que el Derecho del Trabajo “no es un derecho de esencias, sino de existencias”19. De ahí que, debido a la gran tensión social provocada por el modelo de producción taylorista, la reacción histórica del intervencionismo también haya sido absoluta, es decir, en términos de una cerrada protección al trabajador. La consolidación del Derecho del Trabajo trae consigo una regulación estatal que se caracteriza por una muy fuerte protección del trabajador, como parte que se presupone en situación de debilidad contractual para imponer condiciones de trabajo mínimas al empleador20. Era lógico, por lo demás, un trabajador despersonalizado e intercambiable por otro, cuya cualificación o capacidad es indiferente para el cumplimiento de su labor, no tiene ni tenía mayor margen de negociación.
Atendiendo a esta constatación, la doctrina también ha reconocido a la compensación de la debilidad contractual del trabajador, la condición de finalidad institucional del Derecho del Trabajo21. Es más, no se puede negar que, desde una perspectiva histórica, la finalidad compensadora ha marcado el paso de la configuración y desarrollo de la normativa laboral. Y en esta perspectiva, hay que recordar que la protección al trabajador —contratante débil— se ha articulado desde varios frentes: la legislación de condiciones mínimas, la intervención protectora de la administración o la aplicación de un favor interpretativo hasta la instauración de medios de autotutela o autodefensa colectivas (derechos de huelga y de negociación colectiva)22. Incluso a estas manifestaciones de la llamada funcionalidad compensadora, se puede sumar el fenómeno de “equiparación laboral” que extendió el ámbito subjetivo de la protección dispensada por el Derecho del Trabajo, a personas que realizaban sus labores por cuenta propia y en régimen de autonomía. Como se sabe, partiendo de la idea de que la normativa laboral debe proteger al económicamente débil que vive meramente de su trabajo, se busca su aplicación a personas en una situación social o, mejor dicho, socioeconómica, muy similar a la de los trabajadores dependientes23.
Sin embargo, no ha sido esta la única función sobre la cual se ha sustentado el principio de protección del trabajador. Se ha dicho, además, que la implicación personal en el acto de trabajo da cuenta de la necesidad de poner límites sustantivos o de contenido a los actos de intercambio que tiene por objeto este recurso (fuerza de trabajo)24. Nótese, que en este aspecto se protege al trabajador no tanto por su mayor o menor fuerza contractual, sino por el hecho de ser persona humana. Condición esta, que puede verse afectada cuando aquel se involucra en una relación subordinada como lo es la relación jurídica de trabajo. Ahora bien, aun cuando en los orígenes de la regulación laboral se prestó atención, efectivamente, a diversos intereses personales del trabajador, sobre todo en lo referido a la protección de la salud25, cabe agregar que esta función de tutela absoluta de la persona humana en la empresa ha presentado un déficit bastante conocido. Dicho de otro modo, más allá de ciertas prohibiciones al poder de dirección empresarial, basadas en el hecho de que la persona del trabajador esté intrínsecamente implicada en el intercambio contractual, hasta no hace mucho prevaleció la exclusión de los derechos fundamentales en el ámbito de las relaciones privadas laborales. En efecto, la extendida concepción que proclamó en su día la ineficacia de los derechos constitucionales frente a un sujeto privado como es el empleador, puesto que ellos se reservaban solo al poder político (entiéndase, relaciones verticales o de Derecho Público)26, convirtió por mucho tiempo a la empresa, en palabras de Baylos Grau, en “una zona franca y segregada de la sociedad civil, en la que los derechos ciudadanos no tendrían recepción”27.
En consecuencia, lejos de cualquier valoración que se haga respecto de la funcionalidad del Derecho del Trabajo, lo cierto es que este breve análisis histórico sirve para reafirmar la existencia, al menos en su origen, de una funcionalidad doble y contradictoria: la función protectora del trabajador y la función de encauzar el conflicto entre capital y trabajo a efectos de conservar el orden social establecido. No obstante, el hecho de reconocer a ambas como parte de la funcionalidad intrínseca de la regulación laboral, implica indirectamente que no podrá considerarse al Derecho del Trabajo solo como un derecho unilateralmente favorable a la persona del trabajador28. No podría serlo, además, porque eso lo obligaría a convertirse en un derecho atemporal y ahistórico, cuando bien se sabe que la protección del trabajador se inscribe en la lógica conflictual que alienta el mantenimiento del régimen económico capitalista. Es decir, aunque en su día la normativa laboral instrumentalizó al principio de protección como “llave maestra” de la superación del conflicto de intereses sociales, atendiendo a determinadas circunstancias