Al no considerarse un derecho sino una función, la ley podía libremente fijar las condiciones de su ejercicio, pudiendo concederlo con mayor o menor amplitud o sujetarlo a requisitos más o menos exigentes, de acuerdo con el señalado propósito de garantizar la elección de una representación competente, apta para desempeñar las funciones gubernativas. Es bajo este criterio, que la Constitución francesa de 1791, formuló una distinción entre ciudadanos “pasivos” y “activos”, correspondiendo solo a estos últimos ejercer el sufragio. Entre los ciudadanos “pasivos”, a quienes no se atribuía la función de sufragar, se contaban los jóvenes entre 21 y 25 años, la servidumbre, los no domiciliados y los no contribuyentes74.
El criterio central que se adoptó para conceder la función de sufragar a los ciudadanos “activos”, fue el de la propiedad. La condición de propietario fue, así, erigida en criterio legitimador para el ejercicio de la función electoral, en la medida que se consideraba que esta acreditaba la solvencia económica y moral del elector, así como su independencia y buen juicio. Uno de los más firmes defensores de esta posición fue Benjamín Constant, quien la explicaba en la siguiente forma:
No quiero ser injusto con la clase trabajadora. Esta clase es tan patriota como las otras. Casi siempre está dispuesta a los más heroicos sacrificios y su entrega es tanto más admirable cuanto que no se ve recompensada ni con la fortuna ni con la gloria. Pero una cosa es, creo yo, el patriotismo que da el valor necesario para morir por su país, y otra el que le hace a uno capaz de conocer bien sus intereses. Hace falta, pues, otra condición además del nacimiento y de la edad prescrita por la ley. Esa condición es el ocio indispensable para adquirir ilustración y rectitud de juicio. Sólo la propiedad hace a los hombres capaces para el ejercicio de los derechos políticos75.
Este exponente del constitucionalismo liberal del siglo XIX, consideraba un riesgo que los no propietarios llegaran al poder, porque siendo su meta la de adquirir la propiedad, utilizarían los derechos políticos para conseguirla por cualquier medio: “(...) esos derechos en manos de un gran número, servirán infaliblemente para invadir la propiedad. Marcharán por este camino irregular, en lugar de seguir la ruta natural, el trabajo, y será una fuente de corrupción para ellos y de desórdenes para el Estado”76.
En los Estados Unidos, el gobernador Morris opinaba que el requisito de tener una propiedad para poder votar era indispensable, porque la gente carente de ella era especialmente vulnerable a la corrupción por parte de los ricos y se convertirían en instrumentos de estos. Por su parte, Madison expresó que “Contemplando el asunto sólo por sus méritos los propietarios de este país serían los más seguros depositarios de las libertades republicanas”77.
Esta concepción condujo directamente al sufragio “censitario”, el cual estaba basado en la propiedad de la tierra, considerando como electores únicamente a quienes figuraban en el “censo” de los contribuyentes del impuesto que se aplicaba a dichas propiedades. Por consiguiente, la lista de contribuyentes hacía las veces de los modernos padrones electorales, que registran a todos los ciudadanos con independencia de sus propiedades, rentas, profesión o actividad 78.
Sin embargo, liberales como Constant abogaba por requisitos aún más restrictivos, ya que consideraba que no basta tener la condición de propietario, sino que está deba producir una renta elevada. Sostiene, al respecto lo siguiente:
Una propiedad puede ser tan restringida, que quien la posea sólo será propietario en apariencia. Quien no reciba en renta territorial, dice un escritor que ha trabajado perfectamente esta cuestión), la suma suficiente para mantenerse durante un año, sin necesidad de trabajar para otro, no es realmente un propietario. Se encuentra en la clase de los asalariados, en tanto que le falta una porción de propiedad. Los propietarios son dueños de su existencia, le pueden negar el trabajo. El que posee la renta necesaria para mantenerse independiente de cualquier voluntad ajena, es el único que puede ejercer los derechos de ciudadanía. Una condición de propiedad inferior a ésta es ilusoria, una más elevada sería injusta79.
La propiedad, en esta visión, es una garantía de independencia, pues al no depender la existencia de los propietarios de otros, como en el caso de los asalariados, estos no pueden influir en sus decisiones, las cuales, por ello, serán realmente libres. Por ello, a los electores se les exigía, como lo afirmaba Barnave, “tres medios de libertad”, que eran los siguientes; inteligencia, independencia de fortuna e interés en la cosa pública80. Pero, en realidad, parece ser que la mera condición de propietario era suficiente para presumir las virtudes, inteligencia, educación e interés en la sociedad que debía reunir todo ciudadano “activo”, esto es, elector. El discurso de Boissy d’Anglas en la Convención lo expresa así:
Los mejores —dice— son los más instruidos y los más interesados en el mantenimiento de las leyes: ahora bien, salvo algunas cuantas excepciones, sólo se encontrarán semejantes hombres entre quienes, poseyendo una propiedad, estén apegados al país que la contiene, a las leyes que la protegen, a la tranquilidad que la conserva, y que deban a esa propiedad y a la holgura que proporciona la educación que les permitió ser propios para discutir con sagacidad y justicia las ventajas y los inconvenientes de las leyes que fijan la suerte de la patria81.
Son estas las razones por las cuales al erigir la propiedad en condición para ser elector se excluía del cuerpo electoral a todas aquellas personas a quienes se consideraba, por el hecho de ser dependientes de otros, carentes de una voluntad independiente y de auténtica libertad. La “voluntad general” debía constituirse a partir de la expresión de voluntades individuales independientes e iguales, lo que obliga a excluir a quienes se encontrasen en situación de dependencia social o moral, como los menores de edad, las mujeres, la servidumbre, los monjes, los vagabundos y los indigentes, además de quienes, como los extranjeros y los condenados y quebrados, se consideraban separados de la comunidad nacional82.
Bajo estas premisas, la Constitución francesa de 1791 estableció, en el artículo 2 de la Sección II del Título III, que para tener la condición de ciudadano activo y, por tanto, poder sufragar, había que pagar una contribución directa igual, por lo menos, al valor de tres jornadas de trabajo y no ser criado doméstico83. El bajo nivel de la contribución exigida ha llevado a sostener que la restricción del sufragio en ese período inicial de la Revolución francesa no fue extrema, pues, según se estima, el cuerpo electoral quedó constituido por 4’400.000 ciudadanos activos, cifra ésta muy superior a las registradas después de la restauración borbónica, cuando el nivel de las contribuciones se elevó considerablemente, en virtud a lo cual el cuerpo electoral se redujo a 90,000 electores en 1817 y no llegaba a 200,000 tras la ley del 10 de abril de 183184. En Gran Bretaña, antes de la reforma electoral de 1832, que redujo la contribución al pago de un alquiler de diez libras, el electorado apenas representaba un 4 por ciento de la población, es decir, aproximadamente 400,000 electores y tras dicha reforma se duplicó. Una nueva reforma efectuada en 1867, que volvió a rebajar el censo, supuso elevar el número de electores a dos millones85.
Cabe tener en cuenta, sin embargo, que la restricción del sufragio no dependía únicamente de los requisitos limitativos impuestos para ser ciudadano activo, sino del hecho de que, en ese período, la elección de los representantes era indirecta, es decir mediante colegios electorales, cuyos miembros eran elegidos por los ciudadanos con capacidad de sufragar. Estos, por consiguiente, no elegían a dichos representantes, sino solamente a quienes debían elegir a estos. Las normas de la época imponían requisitos adicionales, más estrictos, para ser miembro del Colegio Electoral o “elector”: tener una propiedad con una renta igual a doscientas jornadas de trabajo en ciudades con más de seis mil almas, o igual a ciento cincuenta jornadas en ciudades con menos de seis mil almas o en el campo. El efecto reduccionista del derecho a elegir a los representantes lo ilustra el hecho de que, en Francia, en 1791, sobre un cuerpo electoral de más de 4 millones de ciudadanos “activos”, los “electores” eran apenas 43,000.
B.