Los llamados derechos sociales han sido elevados al carácter de derechos fundamentales, como un derecho de la persona y como un servicio público con función social y se ha dicho que todos los derechos constitucionales son fundamentales porque involucran los valores que los constituyentes quisieron elevar democráticamente a la categoría de bienes especialmente protegidos por la Constitución, sin tener en cuenta su dudosa universalidad, su accesibilidad, su justiciabilidad1 y, sobre todo, la disponibilidad presupuestal para su ejercicio. Sobre el particular, la jurisprudencia constitucional ha evidenciado no pocas contradicciones, pues siempre ha propugnado la primacía de los derechos de la persona y la imprescriptibilidad de los derechos fundamentales, aplicando el principio de la inmediatez, pero ignorando su protección judicial y dejando en manos de la tutela la incertidumbre de unos derechos que el Estado no está en capacidad de satisfacer.
La extensión conceptual de los derechos sociales al carácter de los derechos fundamentales como derechos universales participa en la determinación de los componentes de su legitimidad. La legitimidad y la eficacia en la protección de los derechos sociales, al igual que los principios rectores y la legalidad, son abordados por Luis Prieto Sanchís (1990, p. 12), con fundamento en la información desalentadora que proporciona la realidad política y jurídica, fundamentalmente por la evidencia del notable deterioro de la legitimidad, su ineficacia, su función social y el sustento filosófico que le atañe.
Los derechos sociales tuvieron su origen en las características institucionales de los programas del Estado de bienestar, como parte de las políticas de protección social, para que tales derechos no dependieran de las fuerzas del mercado; es decir, que a veces en el beneficio de un interés propio puede beneficiar a un grupo, “teoría de la mano invisible”. En realidad, lo que hoy se denomina derechos sociales no son otra cosa que la expansión de los servicios del Estado de bienestar en el contexto de la posguerra, como una respuesta al problema del desempleo, la estratificación social, las políticas de solidaridad social y el creciente poder de clase trabajadora y las organizaciones de trabajadores.
Al principio, funcionaron como acuerdos sociales, buscando soluciones distributivas, propias de la social democracia, que involucra servicios sociales, como educación, salud, recreación y vivienda, como respuesta a las necesidades de los asalariados y de los cambios en la familia y en la reproducción familiar, propios de la sociedad industrial, al igual que las nuevas relaciones de consumo y producción, que dan lugar a servicios personales, en el marco de la creación de nuevos empleos. Tales servicios crecieron vertiginosamente, las economías domésticas se enriquecieron y dieron lugar a una maduración del Estado de bienestar (Gosta Esping, 1993, pp. 16-51).
Dichos servicios sociales, que en la actualidad han sido elevados a la categoría de derechos sociales, propios del capitalismo de bienestar social, han logrado el compromiso del Estado para su expansión y su mejoramiento en el campo de la salud, la educación, la recreación y el empleo, abriendo una amplia participación a las mujeres y a las minorías desfavorecidas, buscando prevenir potenciales conflictos sociales, derivados de la estratificación social y de la reducción del mercado de trabajo, aunque las diferencias de clase se reproduzcan dentro de tales grupos.
Por todo lo anterior, los denominados derechos sociales no tienen la universalidad que se les pretende atribuir, sino que son el resultado de la evolución social y política, en la lucha por la redistribución, el reconocimiento y la autonomía personal, en un largo proceso histórico de marchas y contramarchas, que se han transformado en doctrina y plataforma del Estado democrático de derecho, enlazados con el constitucionalismo social y que no son otra cosa que una creación occidental. Si se toma en cuenta su eficacia, los derechos sociales no son más que puras entelequias, a las que se les asigna una dimensión humana e histórica, como resultado de una lenta afirmación, incesante expansión y evidente relativismo, que se hacen depender de una disponibilidad presupuestal.
Su desarrollo constitucional y legal se identifica, como ya se dijo, con el nacimiento y evolución del Estado moderno de bienestar, cuya legitimidad depende de su eficiencia, si se les pretende encontrar una sustentación, pues en las democracias de Occidente no son más que expectativas, cargadas de grandes contradicciones, pues requieren de estructuras organizativas de carácter administrativo no siempre viables desde el punto de vista económico, social, normativo y político. Así pues, los llamados derechos sociales no son más que demandas de la población civil al sistema administrativo, que se responden con la prestación de servicios dentro del Estado de bienestar y cuyo mayor reto lo constituye su disponibilidad económica y la eficacia de su funcionamiento (Mejía y Giraldo, 2008, pp. 176-179).
El Estado, como proveedor de tales servicios sociales, tiene que disponer de mecanismos regulatorios esenciales e insumos fiscales, cuyo objeto es satisfacer expectativas sociales, procesos que otorgan su legitimidad en términos de su eficacia, por tratarse de la satisfacción de necesidades. Cuando esto no es posible, la crisis del Estado de bienestar da lugar a la búsqueda de nuevas alternativas, casi siempre en el sector privado, mediante una mercantilización creciente, que desvirtúa en últimas el carácter de derechos sociales, objeto de esta discusión (Gosta Esping, 1993, pp. 283-293).
Muchos autores enmarcan los derechos sociales más bien como obligaciones y deberes del Estado dentro de las cuales se enumeran: i) obligaciones de respetar, ii) obligaciones de proteger, iii) obligaciones de garantizar, y iv) obligaciones de promover el derecho en cuestión. Las obligaciones de respetar consisten en que el Estado no interfiera, no obstaculice o impida el acceso al goce del derecho; las obligaciones de proteger consisten en impedir que terceros interfieran, impidan u obstaculicen el goce del derecho o efecto horizontal frente a particulares; las obligaciones de garantizar, tanto a particulares como a privados, suponen asegurar que el titular del derecho acceda al bien cuando no pueda hacerlo por sí mismo; y, por último, las obligaciones de promover se caracterizan por la obligación de crear condiciones para que los titulares del derecho accedan a él.
La justiciabilidad o exigibilidad de los derechos sociales se clarifica dentro de la temática del derecho y la justicia en la globalización a partir de la obra de Víctor Abramovich y Christian Curtis (2002), quienes elaboran en el plano teórico un concepto que denominan garantismo social. Se llena un vacío, en una cultura jurídica que no ha tomado los derechos en serio, como lo sugiere Ronald Dworkin, según Vidal (1999, pp. 1-6). Se abandonan las discusiones abstractas sobre la estructura de los derechos y se documentan empíricamente las técnicas y estrategias que pueden garantizar la eficacia de los diferentes tipos de garantías y derechos sociales en los tribunales de justicia y los numerosos obstáculos que interfieren en dichas garantías, tales como el problema lingüístico de su indeterminación, la ausencia de mecanismos jurisdiccionales adecuados y la falta de una tradición jurídica orientada a su justiciabilidad
La legitimidad, y los derechos sociales, como ya se dijo, son los dos componentes de más amplio cuestionamiento en el derecho contemporáneo, por cuanto son muchos los autores que consideran los derechos sociales como simples declaraciones de buenas intenciones o de compromiso político negándoles todo valor jurídico, a pesar de tener el carácter de normas constitucionales o formar parte de tratados internacionales, dado que no resultan exigibles judicialmente. Los derechos solo pueden volverse socialmente eficaces en la medida en que los afectados estén suficientemente informados y puedan ejercer la protección jurídica garantizada por los derechos fundamentales relativos a la administración de justicia. La teoría discursiva del derecho explica la legitimidad del derecho con ayuda de procedimientos y presupuestos comunicativos, institucionalizados jurídicamente, bajo la presunción de que los procesos de producción y aplicación del derecho conducen a resultados racionales (Habermas, 1989, pp. 544-545).
Los derechos humanos desempeñan una función limitadora del poder, es decir, de las decisiones de la mayoría. Los derechos humanos aparecen como derechos morales, en otras palabras, como exigencias éticas, que en consecuencia son derechos que los seres humanos tienen, por el hecho de ser humanos y, por lo tanto, con un derecho igual a su reconocimiento, protección y garantía por parte del poder político y del derecho (Prieto Sanchís, 1990, pp. 65-68).