Acceder a estos derechos tiene un costo económico y su ejercicio es diferenciable según el estrato social al que se pertenezca, aunque ellos ocupen un amplio espacio en las normas constitucionales o en los tratados internacionales sobre derechos humanos. Los derechos sociales que componen a la migración han sufrido a lo largo del tiempo el problema de ser considerados como meras declaraciones de buenas intenciones, como compromisos políticos, e incluso como simples promesas, como por ejemplo la Convención del Estatuto de los Refugiados de 1951, basado en la Declaración de los Derechos Humanos. Se ha cuestionado si son en realidad auténticas normas jurídicas, a pesar de que se encuentran incluidas en normatividades internas, tratados internacionales y leyes de los Estados, pero el principal argumento y discusión es que no son susceptibles de ser exigidas judicialmente (Abramovich y Courtis, 2002, p. 19).
Sin embargo, los derechos sociales marcan la diferencia entre el Estado liberal de derecho y el Estado social de derecho, pues en el primer caso se trata de las garantías liberales negativas, esto es, deberes públicos negativos, caracterizados porque la base de su legitimación es impedir el empeoramiento de las condiciones de vida de los ciudadanos, mientras que en el segundo caso se trata de garantías sociales positivas, que involucran deberes públicos positivos, prestaciones positivas, definidas como derechos sociales, que tienen su base de legitimación en la eficacia del mejoramiento de las condiciones de vida a través de la educación, la salud, la vivienda, la recreación o el trabajo.
Lo anterior significa que si tales prestaciones no son satisfechas, gracias a las garantías de tales derechos, deslegitiman los poderes del Estado, e invalidan sus acciones o sus omisiones. El análisis de las formas de esta deslegitimación constituye el principal problema teórico de la ciencia jurídica garantista (Ferrajoli, 1989, pp. 862-869). La crisis de legitimidad en el Estado moderno se evidencia cuando se observa que no bastan las actuaciones ajustadas a la legalidad, sino que es necesaria la realización efectiva de los fines sociales del Estado y el objetivo fundamental de su actividad en la solución de las necesidades insatisfechas, que no son otra cosa sino el eficaz ejercicio de los aquí llamados derechos sociales, es decir, la educación, la salud, la vivienda y las condiciones de vida acordes con la dignidad de la persona humana, que como prestaciones positivas propias del Estado social de derecho determinan su ilegitimidad (Rodríguez, 1998, pp. 83-94).
La aplicación de los derechos humanos para el caso de los migrantes demanda la aplicación de una política de discriminación positiva. “La migración forzosa es una tragedia de la humanidad y una consecuencia del desamparo del desarrollo económico, social y político. Huir y querer preservar la vida no es un lujo, ni solamente un instinto” (González, 2016). Tanto en el derecho internacional como en las legislaciones nacionales, la discriminación positiva resulta ser un instrumento clave en la consolidación de una política para la reducción de las desigualdades, particularmente entre los diferentes grupos sociales históricamente discriminados. Esta se caracteriza por la aplicación de cualquier regla selectiva; dichas reglas consagran y garantizan determinados privilegios, dando más a los que tienen menos, generando así una situación de discriminación en beneficio de la igualdad.
Estado del arte
La migración es aquella posibilidad de movilización de la población a través de las fronteras de un Estado. Según la teoría neoclásica y Ceballos Medina este fenómeno es un producto de la estructura de oferta y demanda, estrechamente ligado a factores económicos, por el cual los migrantes se desvinculan de su lugar de origen y su entorno social (Ceballos, 2010, pp. 1-212). Los migrantes deciden “emigrar después de un cálculo de costo-beneficio que los lleva a esperar que este desplazamiento internacional les produzca beneficios netos, generalmente monetarios” (Massey, Durand y Malone, 2009, p. 16). La migración, en palabras de la Real Academia de la Lengua (2018), es un fenómeno cambiante y dinámico de desplazamiento geográfico de individuos o grupos colectivos, que responde a los desafíos políticos, sociales, religiosos, económicos y culturales del contexto de los migrantes. En esta concepción, el fenómeno migratorio se presenta como algo restrictivo, desconoce una serie de elementos fundamentales propios en la dinámica de vida del ser humano y sus contextos históricos, sociales y culturales, verbo y gracia, el modelo clásico de atracción-expulsión (push-pull):
La teoría push-pull cumple con esta perspectiva, los trabajadores responden a las señales del mercado empujados o estimulados por condiciones adversas en el país de origen —inestabilidad política, desigualdades económicas, recesión, desempleo— y deciden migrar hacia los centros industrializados donde la demanda de mano de obra crece y las condiciones favorables funcionan como factores de atracción —mayores oportunidades laborales, mejor distribución de los ingresos, salarios más altos—. (Ceballos Medina, 2010, p. 22)
Estas teorías clásicas condicionaron las causas de la migración a la economía; la teoría asimilacionista, por su parte, refleja el interés del inmigrante en la adopción de modos de vida, prácticas y costumbres del país de acogida intentándose en la sociedad reflectora. A este modelo contemporáneo de la migración, se le suma el de las redes migratorias. Esta teoría evidencia “la existencia de diversos vínculos que conectan a migrantes, antiguos migrantes y no migrantes en su área de origen y de destino a través de los lazos de parentesco, amistad y comunidad de origen compartida” (García, 2001, p. 1). Hay una condición de adaptabilidad. Estas teorías desconocen por completo otro tipo de factores, fundamentales en el fenómeno de migración. Se debe aclarar que, a su vez, dicha “problemática”, en función a la causa que origina la movilización, puede connotar en una concepción diferente, aterrizando en el plano de otra problemática, que, aunque inherente al proceso de desplazamiento de un lugar a otro por parte del individuo, se denomina con otro nombre, tal es el caso de los refugiados o desplazados.
La legislación internacional no es ajena a los postulados clásicos en la materia. Asociado el fenómeno a la búsqueda de empleo y el mejoramiento de la calidad de vida, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha elaborado una serie de instrumentos tendientes a regular dicho fenómeno, como el Convenio relativo a los trabajadores migrantes (No. 97), el Convenio sobre las migraciones en condiciones abusivas y la promoción de la igualdad de oportunidades y de trato de los trabajadores migrantes (No. 143), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 86), la Recomendación sobre los trabajadores migrantes (No. 151), el Convenio relativo al trabajo forzoso u obligatorio (No. 29), el Convenio relativo a la abolición del trabajo forzoso (No. 105) y, finalmente, la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares. No obstante, debe señalarse que dichas prerrogativas, aunque en la órbita del trabajo, garantizan los postulados esenciales de la condición humana. El artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma el derecho a la libertad de circulación y residencia.
Se calcula en la actualidad, según datos de Naciones Unidas, que 244 millones de personas viven fuera de sus países de origen emigrando por diversos motivos. Los migrantes suelen vivir y trabajar clandestinamente, privados de derechos y libertades, cualquiera sea su condición (desplazados o refugiados). Son, por mucho, individuos más vulnerables que el resto de la población, con lo cual la búsqueda de protección y de oportunidades se entrelaza de manera indisociable. Las vulneraciones de los derechos humanos de los migrantes son un hecho innegable, significan un reto de política pública nacional e internacional.
Por su parte, Ferrajoli (2020, pp. 28-30) señala que la mayor parte de tales derechos carecen jurídicamente de técnicas de garantía tan eficaces como las establecidas para los derechos de libertad, lo cual depende en su concepto de un retraso de las ciencias jurídicas y políticas, que hasta la fecha no han teorizado ni diseñado un Estado social de derecho equiparable al viejo Estado de derecho liberal, y han permitido que el Estado social consista en una simple ampliación de los espacios de discrecionalidad de los aparatos administrativos, y el juego no reglado