Dignificar el dolor implica, además, no solo la búsqueda de su reconocimiento colectivo, sino aquello a lo que Veena Das hace referencia cuando piensa en que quien se ve obligado a presenciar la violencia debe volver a “aprender a habitar el mundo, o habitarlo de nuevo en un gesto de duelo”.19
Así, frente a las valoraciones que ven en Sudarios una escenificación artificial del dolor, resulta pertinente el planteamiento de Rancière, haciendo referencia a la imagen fotográfica en Alfredo Jaar:
La acusación de “estetizar el horror” es demasiado confortable, ignora demasiado la compleja intrincación entre la intensidad estética de la situación de excepción capturada por la mirada y la preocupación estética o política por dar testimonio de una realidad que nadie se preocupa de ver.20
En este mismo sentido, podríamos afirmar que tanto en Bocas de ceniza como en Sudarios la potencialidad expresiva del arte no solo tiene que ver con el contenido de los testimonios, en tanto reconstrucción de hechos sobre la violencia, incluso, su lugar de enunciación no se configura solo en la construcción metafórica de las letras de las canciones o en la composición de los retratos, sino en la reunión de todos estos aspectos en una expresión performativa, en la que también el cuerpo, la gestualidad del rostro, contiene y proyecta significado en sí mismo, pues, tal como advierte Emmanuel Levinas, la interacción, el contacto visual con el rostro del otro, es el inicio, el punto de despliegue de una relación ética, pues instala no solo la posibilidad de percibir al otro, sino que permite la proyección de su exterioridad, su carácter expuesto, su condición de vulnerabilidad. Tal vez, por esta razón Levinas afirme que: “El rostro está siempre expuesto, amenazado, como invitándonos a un acto de violencia. Pero, al mismo tiempo, el rostro es lo que nos impide matar”.21
El rostro, entonces, es apertura y cierre, está expuesto ante el otro y su expresividad se dirige a él, pero su significación establece también un límite, una frontera. Los testigos-sobrevivientes que configuran estos dos trabajos creativos no solo dan cuenta de su experiencia de la violencia, sino que proponen a través de la gestualidad de sus rostros y de su expresión performativa una duración, un diálogo que exige interlocutores, que reclama la presencia de los otros, los convoca y al mismo tiempo los confronta.
Renombrar, ritualizar
Según lo señalado por investigadores sociales y por el Centro de Memoria Histórica, Puerto Berrío, municipio situado en el Magdalena Medio, en el departamento de Antioquia, ha tenido históricamente una relación profunda con la violencia política. Su ubicación geográfica lo hace un territorio estratégico para las Fuerzas Armadas y los grupos armados ilegales, lo cual se ha manifestado en el nivel de confrontación y en las formas de represión y violencia sobre la población civil. Según cifras aportadas por el Registro Único de Víctimas, de aproximadamente 46 000 víctimas de desaparición forzada por el conflicto armado en Colombia, 1 442 se registran en el municipio de Puerto Berrío.
Al ser un municipio ubicado en la rivera del río Magdalena, los remolinos y la corriente permitían que de forma periódica llegaran a la orilla cuerpos anónimos, que eran sepultados en la zona del cementerio destinada para los NN.
Distintos investigadores sociales han relatado cómo los pobladores se apropian de las sepulturas de los NN, iniciando una suerte de intercambio. El “ritual de acogida”, como podríamos llamar a esta práctica, inicia con la acción de marcar la sepultura con la palabra “escogido”; luego, en los días siguientes, realizar visitas periódicas, en las que se saluda tocando la piedra de la sepultura para despertar a las animas, como tocando una puerta que permita el ingreso por medio de rezos y solicitudes a la realización de favores o milagros. Si el ánima del NN los cumple, recibe como retribución un nombre, flores y cuidados para su sepultura y, finalmente, la inclusión de sus restos en el osario familiar, o dentro de uno individual pagado por quien ofrenda como retribución por el favor recibido.
Este es el contexto en el que se inscribe el proyecto artístico Requiem NN de Juan Manuel Echavarría en colaboración con Fernando Grisalez.22 El proyecto está compuesto por tres obras. En primer lugar, una serie fotográfica, realizada entre 2006 y 2015; su recurso lenticular permite hacer visible el tránsito y las variaciones en el tiempo que se van incorporando en la pared del cementerio de Puerto Berrío que está destinada para esos cuerpos anónimos, sin dolientes, cuyas identidades fueron arrebatadas y cuyos cuerpos fueron lanzados al río como intento de ocultar su propia muerte. En este tránsito pueden verse las formas de escoger las sepulturas, los nombres puestos por los solicitantes a los cuerpos, las flores, las decoraciones allí dispuestas y los agradecimientos por los favores recibidos.
En segundo lugar, una serie de doce videos titulada “Novenarios en espera” (2012), cuyo contenido refleja el mismo tránsito, pero ahora como imagen en movimiento y haciendo énfasis en el detalle de sepulturas concretas. Y, por último, un documental realizado en 2013, de un poco más de una hora de duración, en el que se presentan entrevistas y relatos de los pobladores, así como algunos de los imaginarios, creencias y significados relacionados con las prácticas que tienen lugar con los NN.
Según Maria Victoria Uribe, “Puerto Berrío es un pueblo de testigos y sobrevivientes”,23 un pueblo que, si se nos permite la relación, guarda cierta semejanza con ese pueblo costero ficcionado por García Márquez en el que las olas del mar arrastraron el cuerpo sin vida de un hombre: “El ahogado más hermoso del mundo”.
García Márquez relata que, si bien en aquel pueblo no era la primera vez que las olas del mar arrastraban un cuerpo hasta sus orillas, esta vez se trataba de un cuerpo diferente, dado su tamaño, su expresión y su belleza. Narra cómo las mujeres decidieron acogerlo, darle un nombre, hacerle ropa, imaginarlo con vida en situaciones cotidianas: “Andaban extraviados por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: Tiene cara de llamarse Esteban”.24
Si bien la narración de García Márquez sucede en otro contexto geográfico, sin una referencia directa a la violencia política, hay algo común entre las prácticas de las personas de ese pueblo ficcionado y Puerto Berrío. La acción de acoger y renombrar un cuerpo anónimo se configura aquí en un punto de convergencia entre creencias culturales y religiosas, y formas particulares de relación con la muerte, entre las que se manifiesta una especie de obligación moral de enterrar a los muertos y, al mismo tiempo, ver en este acto la posibilidad de acceder a favores con la mediación de las ánimas de los difuntos, los cuales además, por el hecho de haber muerto en condiciones violentas, parecen reclamar de los vivos, de forma apremiante, oraciones e intermediaciones.
Esta práctica se inscribe, entonces, entre la voluntad de devolverle al difunto algo de humanidad, de integrarlo a un grupo, incluso poniéndole el apellido familiar o el nombre de un ser querido desaparecido, de sepultarlo como merecería cualquiera y, al mismo tiempo, de resolver su enigmática presencia y prevenir el riesgo de dejar su ánima deambulando entre los vivos. Volviendo a García Márquez:
Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre