La segunda imagen es la de un tablero cubierto con pintura blanca en la que alguien decide hacer una sencilla pero significativa inscripción: “Lo bonito es estar vivo”. Tal inscripción es casi imperceptible a primera vista, es necesario detener la mirada en el tablero para advertir su relieve, lo cual se convierte en un aspecto bastante significativo en el trabajo creativo de Echavarría: la capacidad de observar, la potencia de la mirada, poder mirar más allá de las ruinas y de las implicaciones evidentes de las huellas de la violencia, encontrar, como advertía Benjamin, en esas ruinas las claves del pasado, la violencia de lo sucedido.
Estas dos imágenes se convierten en la motivación inicial de Echavarría para recorrer alrededor de sesenta veredas en Montes de María y otras zonas del país, como Caquetá y Chocó, fotografiando ruinas, tableros de escuelas abandonadas, como una forma de registrar algunos de los vestigios de la guerra. Tales espacios se convierten a partir de la incursión de la violencia en lugares de paso y refugio para los combatientes, en albergues provisionales para quienes resultaron desplazados por las dinámicas de la guerra, en ruinas que poco a poco van dejando que la maleza, las raíces de los árboles y la vegetación de la zona invadan, o mejor, recuperen, con su paso constante y vivo, su lugar. Sobre esto, Echavarría confiesa:
A través del proceso, de lo que me he dado cuenta es que lo importante es el camino, no solo el tablero. Porque allí oigo yo historias, entro a veces a casas campesinas, converso con ellos, veo el fogón de leña, veo sus chivos, sus gallinas, me siento con ellos, les escucho alguna historia, me brindan un tinto. La mayoría de las veces he sentido una enorme hospitalidad y todo eso me va oxigenando ese camino hasta llegar a la escuela y tomar la foto de ese tablero. Esos caminos me dejan ver la geografía de la guerra. Entonces es llegar al tablero y es haber escuchado muchas historias y conocer esa geografía, caminar esa geografía.31
De esta suerte, cada imagen final, la fotografía de cada tablero, lleva también impresas las huellas del tránsito por el camino que conduce a él. Cada fotografía lleva en sí misma un relato previo, un paisaje que le da contexto, una ruta escarpada, una serie de relatos que permiten dimensionar la inscripción de las huellas de la violencia en esta zona del país. De nuevo, Echavarría comenta:
Yo creo que esos tableros son testigos; detrás de ese tablero está la muerte, la masacre de campesinos, está el desplazamiento forzado de familias enteras. Ese tablero nos habla de la educación cortada, fracturada por la violencia de la población más vulnerable. […] pienso que cada tablero, cada una de esas aulas, también es el corazón de las tinieblas.32
Además de las ruinas que señalan indicios de las dinámicas colectivas que alguna vez tuvieron lugar en algún espacio geográfico, también los objetos y su disposición en los espacios domésticos hacen referencia a una forma y una materialidad inmersa en las relaciones particulares de una trayectoria de vida. Contienen en su desgaste el paso del tiempo, la intensidad de su uso, el tiempo acumulado que alguien dedica a relacionarse con las cosas, a determinados oficios y acciones que configuran el sentido de la cotidianidad.
Esta valoración de los objetos como huellas e indicios de una vida cobra especial dramatismo y expresividad en el trabajo artístico denominado Relicarios de Erika Diettes.33
La obra, presentada por primera vez en noviembre de 2016 en el Museo de Antioquia, consiste en la instalación de 165 recuadros de tripolímero de caucho de 30 x 30 centímetros, los cuales contienen y permiten ver, dada su textura translúcida, distintos objetos que pertenecieron a víctimas de distintas formas de violencia en el marco del conflicto armado y que fueron donados a la artista por sus familiares. Cada recuadro está separado del suelo por un soporte de madera negro y se encuentra contenido en una urna de vidrio.
La producción y realización de este trabajo artístico implicó para Diettes un proceso que se extendió por alrededor de seis años, pues no estuvo limitado a la recolección y posterior posproducción de los objetos donados, sino que, además, se ocupó de establecer con cada una de las familias un vínculo, un diálogo prolongado alrededor no solo de la experiencia de la violencia, sino del sentido y significado que para cada una de ellas tenían los objetos entregados.
De este modo, aparecen en el espacio de la sala, distribuidos en seis hileras que invitan al recorrido, objetos como una máquina de afeitar, un cepillo de dientes, un peine, algunas prendas de vestir que alguna vez hicieron parte del acontecer silencioso y rutinario de la cotidianidad, en la cual justamente se configura la singularidad de las personas. Aparecen también cartas escritas a puño y letra, fotografías, herramientas, que nos hablan también de un rol, un trabajo, una forma particular de “haber sido” en el mundo y que van tejiendo ese vínculo entre la ausencia y la presencia, entre la vida y la muerte.
Antes de la apertura de la exposición, Diettes y su equipo de trabajo se reúnen por primera vez con la totalidad de las familias que donaron sus objetos, recorren la sala y se reencuentran con los objetos previamente donados, ahora ubicados al lado de los objetos de otras familias, dispuestos además en una forma que remite a una condición fúnebre, pero también a la posibilidad de una especie de conmemoración colectiva. De este modo, cada relicario es, al mismo tiempo, particular, íntimo, específico, pero también colectivo y universal, representa, más allá de un recordatorio, una ligazón con una vida que tuvo presencia.
Esta alusión a los objetos como huellas que contienen las marcas de una forma de vida está presente también como eje central del trabajo artístico denominado ¿De qué sirve una taza? de Juan Manuel Echavarría en colaboración con Fernando Grisalez.34
La obra consiste en una serie de fotografías, dispuestas sobre cajas de luz en las que pueden verse objetos abandonados en medio de hojarascas y vegetación. Este trabajo se presentó por primera vez en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, en el marco de la exposición “Ríos y Silencios”, entre octubre de 2017 y enero de 2018, que reunió las obras correspondientes a los últimos veinte años del trabajo artístico de Echavarría.
Las fotografías que componen la serie fueron realizadas en un lapso de tres años, en los cuales Echavarría y su equipo de trabajo hicieron recorridos por distintas zonas montañosas de Montes de María, en inmediaciones de los departamentos de Bolívar y Sucre, en las que se albergaron en años anteriores 18 campamentos de las Farc que fueron bombardeados por las Fuerzas Armadas en el marco de operaciones militares adelantadas en esta zona geográfica.
De este modo, pueden verse en las imágenes botas y zapatos cubiertos de musgo, en cuyo interior van creciendo pequeñas plantas y helechos; pocillos, cucharas y platos esparcidos por el espacio, deteriorados por la humedad y el paso del tiempo; brazaletes, camuflados y carpas con nombres o seudónimos bordados y hasta un vestido de niña con detalles también bordados con hilos de color.
Estos objetos contienen las trazas y las huellas del tiempo, el deterioro de pasar los días a la intemperie, invadidos por la vegetación que los va convirtiendo en parte del paisaje. Al mismo tiempo, tales objetos representan vestigios, residuos inscritos en las dinámicas de la confrontación armada. Sin embargo, parecerían expresarnos, más allá de la crudeza y la crueldad de la guerra, una suerte de uso doméstico e incluso afectivo del espacio y de las cosas; parecen hablarnos de un tiempo dedicado a tareas ordinarias como comer, bordar, peinarse, maquillarse; nos dicen y advierten que incluso el combatiente, en su permanente estado de alerta y supervivencia, no puede renunciar a su condición de humanidad, a sus prácticas estéticas de habitar afectivamente un espacio y realizar tareas