Fueron los estudiantes por medio de sus organizaciones quienes se inventaron (o reinventaron) la conferencia; fueron ellos los convocantes. Gracias a las conferencias se estableció un diálogo intergeneracional. Fue la oportunidad de los viejos para compartir sus experiencias, de los jóvenes para escuchar a los viejos y asaltar los espacios públicos con sus voces y sus reivindicaciones. Era, además, el punto de contacto entre el recién egresado y quienes continuaban en las aulas. En la conferencia, además, se aprendía a comunicar, se aprendía de los superiores. Los invitados tenían el don de la palabra, el arte del buen decir, de la amenidad y el hacer de la comunicación científica un goce. Así lo planteaba el joven Gaitán respecto de uno de sus invitados:
[…] pocos los que como él reúnen el ideal de un verdadero pedagogo: llevar hasta los más áridos conocimientos por un camino de deliciosa amenidad. Oír a Julio Manrique no solo es adquirir un fuerte caudal de conocimientos, sino pasar un rato de íntimo goce, de exquisito placer.5
Los estudiantes no eran los únicos en percibir que el principal problema de la época era el de la salubridad. El diario El Tiempo había montado toda una campaña, y a los implicados en la cruzada de higienización, la Dirección Nacional de Higiene6, la oficina de higiene y salubridad municipal, la Junta de saneamiento, la Junta de socorro, las sociedades de beneficencia, el concejo municipal, etc., les prestaba su apoyo. Y ahora se sumaba el dinamismo estudiantil que había entendido que sobrevivir a las enfermedades del trópico, combatir las enfermedades infectocontagiosas y sobre todo superar el pesimismo ante el futuro era urgente.
Bogotá, la capital de la república, era una ciudad malsana. Se hablaba de los cuatro jinetes del apocalipsis: la anemia, la tisis, la sífilis y la lepra. La ciudad estaba infectada de tifoidea y disentería al comenzar la década de 1920. Estas enfermedades infectocontagiosas tenían su origen en el agua contaminada que consumían sus habitantes. Apenas medio alcanzaban los presupuestos para desinfectar el acueducto con cloro líquido, cuya consecución y logro era dispendioso y caro. Era, además, una ciudad llena de basura. Para resolver el problema se dio paso a la incineración. En el Concejo de Bogotá, en junio de 1920, avanzaba la discusión de un proyecto de acuerdo mediante el cual se disponía de la canalización inmediata de los ríos San Francisco y San Agustín, y la construcción de hornos de cremación de basuras7.
Justo en 1920 empezó el combate oficial contra la comercialización de la chicha. A la larga no era en contra de la chicha la persecución —porque bien elaborada podía competir con la buena cerveza—, era en contra de la mala fabricación, que la convertía en una bebida nociva para la salud. La persecución cobijó también a la maizola, que le competía.
Y como siempre, la salvación vendría de arriba. En el tren de la tarde del 3 de junio de 1920 arribó a Bogotá F. E. Miller, médico norteamericano enviado por la Fundación Rockefeller a dirigir una campaña contra la anemia tropical. Según el contrato celebrado con el gobierno colombiano, permanecería en el país cinco años dirigiendo y organizando la campaña. Así presentó El Tiempo al ilustre recién llegado:
Trae el doctor Miller la representación del más generoso centro humanitario del mundo y viene, sin que su trabajo cueste un centavo a la República, en una misión absolutamente desinteresada, a traernos el concurso de su saber y el apoyo de la poderosa institución que representa, y tiene derecho, no solo a nuestra gratitud, sino sobre todo a nuestro apoyo decidido; viene a ayudarnos a combatir uno de los más graves males, a librarnos del tremendo flagelo.8
Existía, por un lado, la Federación de Estudiantes, que lideraba las convocatorias a las conferencias sobre problemas de salud pública; y por otro, el Centro de Extensión Universitaria (CEU), que ampliaba el espectro de las temáticas. Una y otra eran iniciativas estudiantiles. La Federación quería debate y El Tiempo buscaba cómo posicionar sus tesis ideológicas de tal modo que le sirvieran para combatir con altura a la hegemonía conservadora. Y como el más sentido de los problemas era el de la higienización de Bogotá y del país, ambas partes decidieron programar conferencias públicas a cargo de los eminentes científicos de entonces, conferencias ideológicas y políticas. A través de ellas se jugaban el futuro los miembros del elenco del poder por venir. De hecho, se trataba de contribuir a la educación y formación de la futura nueva clase política.
Interesante diálogo intergeneracional entre centenaristas y nuevos; entre estos y los estudiantes; entre todos y el gobierno. Fue como la emergencia de la ciencia social, de la sociología, que sin existir como disciplina se asomaba en los análisis. Fue, además, una muestra del avance de la ciencia en el país y una oportunidad para continuar el balance del primer centenario de la Independencia, que había empezado en 1910.
Todo parecía estar calculado: quién debería empezar y quién debería cerrar. A la conferencia de Miguel Jiménez López seguiría una a cargo del penalista Rafael Escallón sobre la propagación de la criminalidad; luego vendría el médico Julio Manrique, quien trataría el tema de la degeneración de la raza desde los remotos tiempos indígenas hasta la actualidad. Intervino también Calixto Torres Umaña. Entre los oponentes a estas tesis, que se conocieron bajo la consigna de degeneración de las razas, intervendrían Jorge Bejarano, que venía controvirtiendo a Jiménez con un estudio suyo sobre “el porvenir de nuestra raza”. Sobre el estado de la juventud hablaría el reconocido profesor Simón Araújo; continuaron Luis López de Mesa y Lucas Caballero. El primero hablaría sobre aspectos sociológicos y sicológicos del estado de la población colombiana de entonces, y el segundo lo haría sobre los aspectos sociológicos y económicos de la problemática planteada. Cerraría el ciclo una segunda conferencia de Miguel Jiménez López.
Así, el primero de los sabios convocado por los estudiantes fue el médico Miguel Jiménez López, famoso y prestigioso por la promoción que hacía de su obra sobre la degeneración de la raza9. El ingreso a ese placer de escuchar tenía un costo de 20 centavos la boleta, que se compraba en las más conocidas librerías de la ciudad, entre ellas, la librería Santa Fe, la librería Colombiana; en las cigarrerías Unión y Santa Fe, y en las taquillas del Teatro Municipal. Y en caso de no tener con qué, en las oficinas de El Tiempo y El Espectador se repartían boletos gratuitamente.
Miguel Jiménez López
Fuente: El Gráfico, 19 de mayo de 1923, 693.
Días antes, en la Facultad de Medicina, el joven médico Jorge Bejarano ya había abordado la temática desvirtuando, como para calentar el ambiente, la tesis de Jiménez. Para Bejarano, a quien el futuro le abría las puertas de par en par, la geografía, el clima y el medio colombianos ya estaban domesticados, y ya el hombre colombiano estaba adaptado a las distintas regiones, y esto lo hacía más resistente a la adquisición de las enfermedades tropicales. Apoyándose en naturalistas reconocidos anotaba: “Sólo bajo el Ecuador podrá la raza perfecta del porvenir alcanzar el goce completo de la bella herencia del hombre: la tierra”10.
El viernes 21 de mayo Miguel Jiménez López inauguró el ciclo de conferencias. Mucha gente se quedó sin poder entrar. Lo más selecto de la sociedad bogotana se hizo presente sumándose a la muchachada de universidades y colegios. A las nueve se levantó el telón y comparecieron ante la multitud el conferenciante y los delegados estudiantiles Carlos Azuero, Alfonso Araújo y Alejandro Bernate. Jiménez sostuvo sus tesis sobre