La maratoniana. Kathrine Switzer. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Kathrine Switzer
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412277630
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      Todo empezó de manera inocente, cuando un chico muy simpático de la oficina de relaciones con la comunidad de la universidad vino al entrenamiento de atletismo y me sacó un par de fotos para pasárselas a los periódicos de Lynchburg y darle publicidad al campeonato. De repente, era toda una noticia a nivel local. ¡Una chica iba a correr en el equipo de hombres! ¡Y la milla, nada menos! Como si correr una milla fuera subir al Everest. Hasta me citaron en los periódicos diciendo que me gustaría que las chicas pudieran correr las tres millas. Era la comidilla del campus. A algunos les encantaba la idea y admiraban mi entusiasmo, otros susurraban con pesimismo que correr una milla era peligroso y me podía convertir en un hombre (¡o aún peor, en una lesbiana!). Los chicos que se dedicaban a gritar cosas a las mujeres dijeron que seguro que estaba acostándome con los hombres del equipo. Si no, ¿por qué iba a estar ahí con ellos en pantalón corto? La mayoría de las críticas se dirigían a mí porque mi historia apareció primero en los medios, pero Marty también se llevó su parte. Mis allegados, incluyendo a las cinco chicas de mi residencia, el Dr. Barret, la profesora Wilma Washburn y Robert, me apoyaron entusiásticamente, así que les escuché a ellos e ignoré al resto.

      Cuando los responsables del concurso de belleza les contaron a los periódicos que yo era finalista en Miss Lynchburg, la historia y las fotos se enviaron al Richmond Dispatch y a las agencias de información; al día siguiente, estaba en los periódicos de todas partes. Mi padre estaba desayunando con el Washington Post y se encontró mi foto de repente. No había llamado a mis padres porque no quería molestarles; al principio, todo parecía muy insignificante.

      Mi primera competición era el jueves y la siguiente el sábado. En ambas ocasiones, cuando Marty y yo salimos a la pista, no estábamos preparadas para la muchedumbre que nos recibió. Parecía que todos los estudiantes del campus estaban ahí, incluso más que cuando había fútbol. Los escasos asientos estaban hasta arriba y había gente por todo el muro, hasta la parte alta de la colina. Había un montón de cámaras montadas en trípodes, en la línea de salida y meta y en la primera curva de la pista. Mis padres también estaban por ahí, ya que habían decidido ir en coche desde Washington para ver de primera mano qué demonios estaba pasando.

      Me había comprometido con el entrenador y ahora habían venido reporteros de todas partes, incluyendo el New York Times, el HeraldTribune y varias cadenas de televisión. Y ni siquiera me habían cronometrado en una milla antes. En serio, lo único que se supone que tenía que hacer era terminar la carrera, y aquí estaba toda esa gente esperando… ¿el qué? ¿Que ganara? ¿Que me desmayase?

      Mike Lannon acertó de pleno: corrí como me había dicho y terminé en 5:58. Tal y como esperaba, acabé la última, pero conseguimos los puntos. Después Marty corrió el 800 y ¡vaya si no adelantó a un chico de la Universidad de Frederick en el último momento! Esto fue fantástico, porque de repente la gente no nos veía como chicas que trotaban al lado de los chicos, sino como chicas que corrían de verdad. Estábamos encantadas de ayudar al equipo y no teníamos ni idea de que estábamos haciendo historia. El Lynchburg News informó de que la Universidad de Lynchburg era «posiblemente la única universidad de Virginia con dos corredoras en el equipo de atletismo… y uno de los pocos centros del país con chicas compitiendo en igualdad con los hombres a nivel universitario». Pero no era la primera vez que una mujer había participado en la Dixie Conference; en 1964, una esprínter había competido junto a un puñado de chicos en los inicios del equipo de atletismo de la Universidad de Charleston.

      Ese sábado por la noche, después de la carrera, tuve que embutir mis pies hinchados en tacones altos y estar de pie durante horas para el concurso de belleza. Fue la sentencia de muerte para mis uñas, que ya habían sufrido bastante en las dos últimas carreras, ya que las zapatillas de clavos que llevaba me quedaban dos tallas pequeñas. Después se me pusieron negras y se cayeron. Era la primera vez que me pasaba algo así (¡pensé que tenía gangrena o algo!) y marcó el inicio de una década de problemas de pies.

      Mi «talento» en el concurso era tocar el acordeón. Si no te estás riendo todavía, lo habrías hecho al ver las noticias, que decían cosas como «después de darle fuelle a sus pulmones durante la carrera, Kathy Switzer tocará el acordeón en el concurso de belleza». Cumplí con mi deber tocando «Lady of Spain» o alguna canción por el estilo y, como puedes imaginarte, no impresioné a nadie, sobre todo porque tenía cara de dolor por culpa de mis pies hechos polvo. No gané el concurso de Miss Lynchburg. Y después de aquello, guardé el acordeón y no volví a tocarlo.

      El alboroto continuó: empezaron a llegarme cartas de todas partes. Había cartas aduladoras de viejos compañeros de escuela y parientes, marines de Quantico que me pedían citas, soldados de Vietnam que querían ser amigos por correspondencia y una propuesta de matrimonio directa de un carnicero de Alabama. Se las pasé a mis compañeras de apartamento y nos deleitamos con ellas. También estaban las cartas amenazantes, normalmente de gente que creía tener la verdad absoluta en cuanto a religión y me informaba de que iba a freírme en el infierno. Esas las tiré a la basura. Toda la experiencia fue una lección bastante interesante sobre la polarización y la percepción humanas, tanto en las opiniones en el campus como en las cartas. Nadie parecía neutral al respecto.

      También fue una interesante lección de periodismo, y me dio aún más ganas de hacerme reportera. Yo era la editora de deportes del Critograph y, entre otras cosas, tuve que escribir sobre la participación de Marty y la mía en las competiciones. Esa fue la única noticia objetiva que leí sobre lo que habíamos hecho. También tenía otros eventos que cubrir, entre ellos, la participación de Robert y su amigo Jim Tiffany en una gran carrera llamada «la maratón de Boston». Nadie sabía que estaban entrenando para ella, ni siquiera yo, así que cuando volvieron entrevisté a Robert y descubrí que la maratón eran 42 kilómetros y 195 metros y que Jim y él la habían corrido en 3:45. ¡Anda! Después de tanto quejarme de que mis carreras eran demasiado cortas, resultaba que había algo llamado «maratón» que sonaba como el evento más emocionante del mundo entero. Estaba fascinada, y de repente tenía ganas de probarlo por mí misma. Le pregunté si había chicas que corrieran y Robert me dijo que una lo había hecho y que había tardado unas tres horas y veinte minutos. No pude evitarlo. Le dije: «¿Dejaste que una chica te ganara?».

      También envié mi solicitud de traslado a la Universidad de Siracusa. Les dije que quería hacer una especialización doble: inglés en el Colegio de Artes y Ciencias y periodismo en la famosa Newhouse School. Estaba contenta en Lynchburg, pero tenía muchas ganas de especializarme, y me emocioné un montón cuando la Universidad de Siracusa me aceptó. Mi último día de clase en la Universidad de Lynchburg en 1966 hicieron una entrega de premios de fin de curso, y estaba tan absorta pensando en estudiar en Siracusa que casi ni me enteré cuando dijeron mi nombre. El entrenador Moon estaba entregando premios al equipo de atletismo y Marty y yo recibimos uno por participar en el equipo masculino, un acontecimiento pionero en los deportes. Solo habíamos corrido tres carreras, así que no creía que nos lo mereciéramos de verdad, pero es uno de los premios más bonitos que he recibido.

      «CREO QUE ME HE LIBRADO DE ELLA»

      Mi dormitorio en la Universidad de Siracusa estaba en una casa decrépita en la avenida Comstock que incumplía todas las normativas antiincendios y se llamaba Huey Cottage. Había escogido el alojamiento más barato posible para intentar reducir la carga económica para mis padres, que era considerable. Por aquel entonces Siracusa ya era cara, y me sentía muy culpable.

      Mi habitación estaba en el último piso, que era el tercero, y era un ático gigantesco. Parecía que iba a compartirla con dos mujeres más, ya que había tres camas. Teníamos nuestras propias llaves y podíamos entrar y salir cuando quisiéramos. Cuando la «gobernanta» (que en realidad era una estudiante de posgrado que trabajaba a cambio de alojamiento y comida) me dio mi llave, me temblaron las piernas de la emoción ante tanta libertad.

      Unos días después de instalarme, al volver de una sesión de orientación de jornada completa, descubrí que mis compañeras de cuarto habían llegado al fin. Estaban sentadas en sus camas, fumando y charlando. Claramente ya se conocían de antes; de hecho, todas las ocupantes del piso habían