—No quiero que te dediques a merodear por los vestuarios esperando a los chicos —dijo mi madre, mirándome por encima de las gafas de leer.
—¡Las animadoras no se dedican a esperar a los chicos! —dije.
—Sí que lo hacen —dijo mi hermano.
Vaya, muchas gracias, pensé.
—Que no.
—Que sí.
Mi padre nos interrumpió:
—Sabes, cariño, no deberías quedarte al margen animando a los demás. La gente debería animarte a ti. Se te dan muy bien los deportes. Te encanta correr y marcar goles y planear estrategias.
Mi padre era buenísimo haciendo cumplidos cuando quería convencerte de que hicieras las cosas a su manera. Puse mala cara.
—El juego de verdad está en el campo. La vida es para participar, no para mirar. Tu escuela tiene hasta un equipo femenino de hockey sobre hierba. Deberías presentarte, darlo todo y ser una líder.
Era verdad que me encantaba darlo todo jugando, pero las únicas chicas que veía en los equipos eran unas marimachos; nadie les pediría salir ni en un millón de años. Pero no quería decir eso, porque le estaría dando la razón a mi madre.
—No sé jugar a hockey sobre hierba. Nunca me cogerán para el equipo —dije. Y era verdad: ni siquiera había tocado nunca un palo de hockey.
—¡Eso es fácil! Lo único que tienes que hacer es ponerte en forma. Solo tienes que correr una milla al día y cuando llegue la temporada de hockey, estarás lista.
—¿Una milla? ¿¡Correr una milla al día!? —De verdad, no me lo creía. Era como si me hubiera dicho que escalara el Kilimanjaro. Una milla era muy lejos.
—Mira, te voy a enseñar cómo hacerlo. —Cogió lápiz y papel—. Nuestro patio es algo menos de un acre… mmm, unas cuarenta y cinco yardas por ochenta y cinco. Así que, ¿cuántas yardas mide el perímetro?
Hice mis cálculos.
—Unas doscientas sesenta yardas.
—Vale, eso son unos 238 metros. ¿Y cuántos metros tiene una milla?
—¡Mil seiscientos nueve!
—Perfecto, solo quería ver si lo sabías. Vamos a ver… —El lápiz volaba sobre el papel—. Serían siete vueltas al patio.
—Eso es mucho —refunfuñé.
—Podrías hacerlo ahora mismo, según sales por la puerta. De todas maneras, al principio tienes que ir despacio, y poco a poco irás mejorando. Qué demonios, yo entrené a un batallón entero y muchas veces marchábamos campo a través cuarenta kilómetros al día. Y yo tenía que ir corriendo adelante y atrás y cargar un montón de mochilas de los rezagados para que el grupo no se dispersara.
Mi padre siempre conseguía mostrar cómo conseguir cosas difíciles yendo poco a poco, y siempre daba algún ejemplo extremo y motivador que demostraba que, de todas maneras, no era tan difícil. Era una fórmula fantástica, y después venía lo mejor: ponerte un reto.
—Te lo prometo, si corres una milla al día durante todo el verano, en otoño te cogerán en el equipo.
Fue una gran maniobra de distracción; nunca volví a mencionar lo de ser animadora.
Al día siguiente me dispuse a correr las siete vueltas al patio. Fui trotando muy despacio, porque estaba segura de que no iba a acabar nunca; de hecho, iba arrastrando los pies. El césped del patio estaba lleno de baches y desniveles, y la parte de atrás, más silvestre, tenía un montón de rocas y tocones. Me sentía torpe y sin aliento y sabía que seguramente parecía bastante idiota. ¡Y hacía muchísimo calor! Estaba completamente roja. Pero aguanté y lo conseguí. Lo conseguí a la primera, tal y como había predicho mi padre, y me sentí… bueno, me sentí como la reina del mundo.
Ha habido varios momentos decisivos en mi vida, y la conversación con mi padre durante aquella cena fue el primero. Sabía que estaba empezando la época del instituto a trompicones y, como muchos preadolescentes, tenía dificultades con mi identidad, mi autoestima y mi sexualidad. Uno de los retos más difíciles había empezado a los cinco años, cuando mis padres me metieron en un programa educativo especial que iba adelantado. El problema de empezar el colegio a los cinco es que solo tienes doce al llegar a octavo, y mientras todo el mundo está llegando a la pubertad, tú sigues siendo una niña. Encima, octavo era el primer año de instituto, y al estar en este programa adelantado, estaba yendo a clases como álgebra con gente de diecisiete y dieciocho años. En una clase me sentaba al lado del capitán del equipo de fútbol, que era todo un cachas, y no sé quién se sentía más idiota, si él o yo. Pero el caso es que muchos de aquellos chavales eran ya adultos jóvenes, preparándose para trabajar, ir a la universidad o casarse, y yo seguía jugando con muñecas.
Me sentía como solo puede hacerlo una niña entre adultos: no es que no fuera capaz de estar a la altura, es que no tenía ni idea de qué demonios estaba pasando, ni a nivel social ni académico. Todavía me quedaba mucho para la pubertad. No sabía nada sobre sexo, así que deduje que el secreto para ser aceptada socialmente era llevar sujetador y usar pintalabios. Para poder dar la talla le supliqué a mi madre, que estaba en contra, que me comprara un sujetador para principiantes (al que le puse relleno) y un pintalabios de Tangee en tono nude. Ahora que soy adulta, me doy cuenta de lo insidiosas que pueden ser esas presiones para una chica joven, y veo por qué mis padres querían que siguiera siendo una niña todo el tiempo posible.
Y en los estudios, era la misma historia. A veces, un cerebro de doce años no está preparado para algunos conceptos, como la «incógnita» en álgebra (¿qué incógnita?, ¿tendría algo que ver con ir de incógnito?) o la estructura del lenguaje. Después de mi primera clase de francés, entré en pánico porque no tenía ni idea de qué significaba «conjugar». Pero ¿qué iba a hacer si no? Repetir no estaba en los planes; por aquel entonces se consideraba una vergüenza, y aunque mi madre, que era profesora, se daba cuenta de mis dificultades, estaba encantada de que fuera a clases avanzadas. No podía decir que era demasiado difícil, porque eso no era aceptable en una casa en la que nada era «demasiado difícil». Si tenías una oportunidad, tenías que estar a la altura y tirar para adelante. Y eso fue lo que hice, a menudo recurriendo a la memorización pura y dura.
Por suerte, en nuestra familia nos apoyábamos muchísimo, y todas las noches teníamos conversaciones muy animadas a la hora de cenar. Los fines de semana trabajábamos juntos en la casa o en el patio, en vacaciones nos íbamos un montón de días de acampada y, durante todas nuestras vidas, siempre celebramos juntos las ocasiones felices. Así que cuando empecé a correr mi milla al día, era natural que me dijeran un montón de veces «¡así se hace!». Y esto me venía realmente bien, porque la gente (por ejemplo, el lechero o el cartero) me veía dar vueltas al patio corriendo y me preguntaba si todo iba bien en casa, y después llamaban a la puerta para preguntarle a mi madre si había algún problema. Mis amigas me decían que no debería correr, porque sus padres les decían que las piernas se me pondrían gordas y me saldría bigote. Nos acostumbramos a que el resto de la gente me encontrara rara, pero en casa todo estaba bien.
Las millas fueron acumulándose, día tras día. Por razones aparentemente inexplicables, un día la milla me resultaba fácil y otros días parecía que no iba a terminar nunca. La mayor parte del tiempo estaba tan perdida en mis pensamientos que tenía que llevar una tiza para ir haciendo marcas en un árbol y recordar cuántas vueltas llevaba. Daba igual lo mucho que me costara o las pocas ganas de correr que tuviera ese día: después, siempre me sentía mejor. Y algunas veces, eso era lo que me motivaba para salir por la puerta. Lo mejor era el final de cada día, cuando tenía un sentimiento muy fuerte de haber conseguido algo medible y definible. Todos los días conseguía