En tercero me eché un novio, Dave, y me cambié a un instituto nuevo, el George C. Marshall en Falls Church, Virginia. Dave era divertido. Jugaba de centro en el equipo de fútbol y, como su padre tenía el mismo rango en la Marina que el mío en el Ejército de Tierra, teníamos mucho en común. Todos los viernes por la noche, después del partido, Dave y su amigo Larry, que jugaba de defensa, venían a casa cansados, felices y magullados. Hacíamos pizza casera y hablábamos del partido. Muchas veces les contaba cosas de mis partidos de hockey o de baloncesto, y siempre me tomaban en serio. Presumíamos de quién podía hacer más flexiones; ahí yo no tenía nada que hacer, pero siempre les sorprendía que pudiera hacer más abdominales y levantamientos de piernas que ellos. Me pasaba el año esperando al día de los deportes del Consejo Presidencial sobre Aptitud Física. Entre otras cosas, nos hacían pruebas de abdominales en un minuto (gané a los dos chicos, con sesenta y tres) y una carrera de 600 yardas (548 metros). Era la chica más rápida, pero ellos me ganaban y eso me molestaba. Una noche presioné un poco a Dave y Larry, preguntándoles cuál creían que era el límite aceptable para que las mujeres hicieran ejercicio. Les costó definirlo, pero finalmente estuvieron de acuerdo en que no les gustaba cuando las mujeres se esforzaban tanto que el sudor les traspasaba la camiseta. Yo no tenía ninguna opinión al respecto, simplemente tomé nota de la observación. No sudaba demasiado… todavía.
En el último año de instituto Dave y yo salíamos en serio, estábamos enamorados, nos habíamos intercambiado los anillos de graduación y estábamos planeando casarnos después de la universidad. Ahora me parece increíble imaginar en qué estaría pensando, ya que a los dieciséis ya teníamos nuestros planes en marcha. Dave iba a ser oficial de la Marina, y su único sueño adolescente era seguir los pasos de su padre entrando en la Academia Naval de los Estados Unidos en Annapolis. En primavera, cuando supimos que le habían aceptado, nos alegramos muchísimo. La semana después de graduarse se marchó a comenzar su entrenamiento, y curiosamente estaba contenta de estar sola durante una temporada.
Mis padres habían estudiado en la Universidad de Illinois, y mi sueño era ir a una gran universidad yo también. Teniendo en cuenta que mi madre era la directora de orientación de uno de los mayores institutos del condado, una profesional progresista, querida y respetada a nivel nacional, sería de esperar que me hubiera pasado información privilegiada sobre universidades, pero mis padres tenían otros planes. Mi padre se empeñó en que, por razones económicas, tenía que estudiar en una universidad de nuestro estado, Virginia, y que tenía que ser mixta. Pensaba que las universidades para mujeres eran cursis y poco realistas, y me avergüenza decir que en aquel momento yo estaba de acuerdo con él. Aunque parezca increíble, por aquel entonces solo había dos universidades mixtas en todo el estado: William and Mary, que sabía que no me iba a aceptar por mi nota mediocre de acceso a la universidad, y la Universidad de Lynchburg, que era más pequeña que mi instituto. Yo quería ir a una de las grandes, como la Universidad de Michigan. Eché la solicitud en secreto, pero no me cogieron. De todas maneras, no habría podido ir, pero el proceso me estaba dando una buena lección de humildad. Mi padre sabía que estaba muy disgustada, así que según su costumbre, hicimos un trato. Como pagaba él, los dos primeros años iba a ir a la universidad que él quería, o sea, a Lynchburg. Y después podría escoger si quería ir a otra durante los dos últimos años. Le dije que sí. Sabía que mi padre estaba convencido de que una vez que estuviera ahí, me encantaría y me querría quedar.
Una de las cosas buenas de ir a Lynchburg era que tenían un equipo de hockey sobre hierba femenino. Me parecía un poco retorcido que las universidades de primera categoría no tuvieran deportes para mujeres, pero muchas veces las pequeñas sí. Pensé que tenía que prepararme para este nuevo equipo incrementando la distancia de mis carreras. Si con una milla al día podía entrar en el equipo del instituto, para la universidad necesitaría más. Había oído que los chicos del equipo de cross del instituto corrían tres millas, que eran unos cinco kilómetros. Nunca había oído que nadie corriera más que eso, así que decidí que esa sería mi meta definitiva. ¡Si lo conseguía, mi Arma Secreta funcionaría a toda máquina!
Cada tarde, después de mi trabajo de verano, me iba a la pista de atletismo del instituto y corría dando vueltas. Cada semana añadía una más al total. Estaba asombrada de lo fácil que era, y lo gracioso es que, dado que estaba bastante en forma, seguro que podría haber corrido los cinco kilómetros desde el principio. Pero no lo sabía, y pensé que tenía que ir aumentando poco a poco la distancia para no lesionarme. De manera instintiva, tenía razón: ir poco a poco es un principio clave del entrenamiento para construir una base sólida. También era genial para pensar, y en uno de esos momentos de revelación que solo ocurren mientras corres o en la ducha, supe lo que realmente quería hacer de mayor. Junto a correr, la cosa que más me gustaba era escribir para el periódico del instituto. Nunca se me había ocurrido que podía estudiar Periodismo y combinar mis dos pasiones. A finales de julio estaba corriendo cinco kilómetros al día. Acababa empapada en sudor, y me sentía otra vez como la reina del mundo.
«¿PUEDES CORRER UNA MILLA?»
Llegué a la Universidad de Lynchburg un poco resentida, pero muy contenta de estar lejos de casa. Para mi sorpresa, me pareció un sitio muy bonito y agradable y, aunque me costara admitirlo, desde la primera semana me encantó estar ahí. Temía que el ambiente de la universidad fuera demasiado extremista en cuanto a religión, pero resultó que los únicos que te vendían su fe eran los estudiantes de teología. El resto de la universidad era sorprendentemente equilibrado, teniendo en cuenta que estaba justo en medio del Sur fundamentalista.
Sin embargo, algunos de esos chicos supuestamente angelicales que estudiaban para ser sacerdotes eran pequeños demonios. Quedaban contigo para ir a ver una película y después aparcaban el coche en una carretera rural y pretendían quedarse ahí toda la noche. La primera vez que me pasó, salí del coche y me negué a volver a entrar hasta que el chico me prometió que me llevaría directamente de vuelta a mi dormitorio. Me quedé atónita cuando, después de toda esta escena, me preguntó si podía acompañarme a la iglesia al día siguiente, como si nunca hubiera roto un plato.
El ambiente académico me gustaba: era un desafío, pero no me resultaba intimidante, y las clases eran lo bastante pequeñas como para que no fueras una más. Eso también permitía que los profesores mostraran su propia personalidad. Como estaba convencida de que quería ser periodista (incluso aunque mi padre militar los odiara a muerte, porque pensaba que la mayoría eran «rojos zalameros que no habían visto un arma en su vida»), por primera vez me hacía ilusión estudiar.
Así que, naturalmente, estaba entusiasmada por ir a mi primera clase de inglés en la universidad. Fue un día que nunca olvidaré. El profesor era Charles Barrett, un hombre gracioso, interesante y tranquilo. Nos pidió que escribiéramos un ensayo sobre un relato de Orwell. Después tuvo que sofocar una risita y nos dijo que siempre es difícil poner título a un ensayo, porque tiene que llamar la atención del lector. «Serpientes» y «Sexo» son dos grandes títulos, ya que ambas palabras consiguen atrapar a los lectores. Nunca había oído a un profesor decir «sexo» en clase antes, y me pareció una travesura maravillosa. Trabajé mucho en mi ensayo, lo firmé como K. V. Switzer y, en un momento de atrevimiento, lo titulé «SEXO». La semana siguiente, el Dr. Barrett dijo que quería leer uno de los ensayos a la clase y empezó: «SEXO». Todos los alumnos dieron un respingo y yo me encogí en mi asiento. Después leyó el resto