En el fondo de sus sufrimientos morales latía la creencia de su radical incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él, acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas gracias como se le habían dado. Llegó a decir que no entendía por qué su hábito de capuchino no salía huyendo de él, escandalizado de su indignidad como siervo de san Francisco. ¡Cosas raras de los santos!, pues esta actitud de considerarse radicalmente indignos de la gracia de Dios fue común a muchos de ellos.
Llevaba sus sufrimientos en secreto, pero a veces abría su alma atribulada ante personas de su confianza. En agosto de 1922 el Padre Rómulo Pennisi, director del pequeño seminario capuchino de San Giovanni Rotondo, rodeado de sus alumnos, tuvo este diálogo con el Padre Pío:
—Padre Pío, hoy veo que sufres mucho. Dime: ¿Te duelen mucho tus llagas?
—Hijo mío, cuando tú tienes una llaga, ¿te duele? Ahora piensa que yo tengo cinco, y... ¡qué llagas!
—Entonces, dame un poco de tu sufrimiento. El sufrimiento compartido es menor.
—Eso nunca, hijo mío. Soy celoso de mis sufrimientos. Si Dios te diera una centésima parte de lo que yo sufro, no resistirías ni siquiera un minuto. Morirías al instante.
—Padre Pío, aquí están los seminaristas que quieren aligerarte un poco el peso de tu Cruz. ¿Por qué no pides al Señor que distribuya un poco de tus sufrimientos en cada uno?
—No reparto con nadie mis joyas.
Así era el Padre Pío. Él sabía que había sido escogido por Dios como colaborador de la obra de la redención de Cristo y que esta colaboración se realizaba a través de la Cruz. Bajo un jefe coronado de espinas, él no quiso ser menos. Y esto duró durante toda su vida.
Un confidente un día le preguntó:
—Padre, ¿cuándo sufre?
—Siempre, hijo mío. Desde el seno de mi madre.
—¿Sufre mucho, Padre?
—Todo lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera.
Cleonice Morcaldi, su hija espiritual predilecta, unos días antes que el Padre Pío muriera le preguntó:
—¿Cómo se siente, Padre?
—¡Mal, mal, mal! –le respondió.
—¿Qué sufre? –volvió a preguntarle la hija espiritual.
—¡Todo, todo, todo!
—¿Al fin está usted saciado de tanto sufrimiento?
—¡Todavía no!
—Pero, ¿qué es para usted este bendito sufrimiento?
—¡Es el pan de cada día, es mi delicia!
—Pero, Padre, la culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo.
—Bueno, era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara.
Así, con una broma, este hombre de Dios intentaba ocultar el drama de sus heroicos sufrimientos.
Holocausto final
Aparte de su sufrimiento como víctima general de expiación para la salvación de las almas, el Padre Pío también desarrollaba actos de inmolación por personas concretas y circunstancias determinadas, asumiendo conflictos y crisis que muchas veces superaban la dimensión personal, y apuntaban a hechos de relevancia para la Iglesia o que incluso podían referirse a un horizonte mundial.
Una parte de su actividad como alma víctima nos es conocida en su intimidad a través de los éxtasis que experimentaba, especialmente en sus primeros tiempos como capuchino, pues en este estado de trance expresaba en detalle su lucha con Dios con el fin de conseguir misericordia para alguien. Son éxtasis parecidos a los de santa Gema Galgani, otra alma víctima.
Siendo todavía joven el Padre Pío, un religioso entró en su celda para hablar con él. Estaba en profundo recogimiento, hablando con el Señor, y no se dio cuenta de que el religioso había entrado. Éste, sorprendido por la oración que estaba haciendo, empezó a transcribir aquella plegaria:
«¡Oh Jesús, te encomiendo a aquella persona! ¡Conviértela, sálvala! No sólo conviértela, ¡sino sálvala! Si se tratara de castigar a los hombres, castígame a mí... ¡Oh Jesús, convierte a aquel hombre! Tú lo puedes... sí, eres poderoso. Me ofrezco a Ti, Señor, todo por él... Jesús, ¿es fea aquella persona?... Abuso de tu bondad... eres Padre... la gracia se la debes conceder Tú... Aquél será malo, pero tú puedes cambiarlo... te voy a cansar hasta lograrlo. Quiero que sepas, Jesús, que si no lo conviertes, ¡te voy llamar “malo”! ¿Cómo?... ¿Por tantos y tantos no te mides en dar tu sangre?.. La gracia se la debes hacer Tú... hasta que no sepa que ya se la concediste, no me cansaré de pedírtela. Jesús mío, no me digas que no. Recuerda que por todos derramaste tu sangre... y, ¿qué tiene que ver si aquél es duro? Jesús, otra gracia... A los sacerdotes los debes ayudar, especialmente en nuestros días... son espectáculo y blanco de todos... Mientras se trata de mí, haz lo que quieras, de lo de ellos, no...».
Ya desde sus primeros tiempos como capuchino se había ofrecido como víctima por todos los Papas, a los que aseguraba una obediencia y lealtad sin límites, aunque hubo algunos que, fiándose de consejeros que le proporcionaban informaciones falseadas sobre el fraile estigmatizado –como fue el caso de Juan XXIII–, cayeron en incomprensiones hacia él, autorizando severas restricciones a su ministerio sacerdotal.
Después del Concordato de 1929 entre el Vaticano y el Estado italiano, hubo un período de relativa paz, que se rompió dos años después por las tensiones provocadas por las organizaciones fascistas contra la Acción Católica que Pío XI consideraba como la niña de sus ojos. El Papa no se doblegó frente a las vejaciones fascistas y, el 5 de junio de 1931, intervino enérgicamente con una encíclica contra la ideología fascista, que consideraba como «estatolatría pagana».
Las fuertes palabras del Papa ocasionaron un enorme revuelo. En el convento de San Giovanni Rotondo el mismo Padre Pío comentó la encíclica papal y se refirió a los malos propósitos de Mussolini; pero dijo que, a pesar del peligro en que se encontraba Pío XI, el Papa estaba a salvo, «porque algunas personas se habían ofrecido como víctimas por la Santa Iglesia». No dijo más, pero todos entendieron que una de esas almas víctimas era precisamente él.
Al entrar los alemanes en Roma el 10 de septiembre de 1943, al Padre Pío le sobrevino una extraña enfermedad, quizá presintiendo que el Santo Padre estaba en peligro.
Son innumerables los casos en los que el Padre Pío se apropió vicariamente de los sufrimientos de otras personas. Durante la Cuaresma de 1956, un joven afectado de un tumor en la sien fue a hablar con el Padre Pío. El Padre Atilio Negrisolo le preguntó después al joven qué le había dicho, a lo que respondió: «Me ha dicho: suframos juntos».
Este sacerdote se encontró después el Viernes Santo con el Padre Pío, y éste le confesó –a la vez que se señalaba la sien– que «me da la impresión como de tener un taladro que me penetra en la cabeza». Entonces el Padre Negrisolo observó: «¡A la fuerza ha de ser, Padre, cargáis con el mal de todos!». El Padre Pío entonces respondió: «¡Ojalá fuera verdad que pudiera cargar con el mal de todos para verlos a todos contentos!». Por supuesto, el joven no tardó en curarse.
En general, podemos decir que el Padre Pío cargaba sobre sus espaldas una enorme Cruz, hecha de los sufrimientos de todos sus devotos, de todos sus hijos espirituales, a los que nunca abandonaba, y a los que tenía siempre presente. En una de sus cartas a Raffaelina Cerase encontramos estas palabras: «Por mi parte, no puedo menos que compartir