Un aspecto poco conocido de la vida del Padre Pío es el hecho de que hubo en su vida varias personas que se ofrecieron como víctimas por él, con el fin de conseguirle el cese de sus tribulaciones en circunstancias especialmente difíciles de su existencia. La víctima por excelencia fue así salvada y beneficiada por otras almas víctimas, en una emocionante cadena de reciprocidad.
Una de estas almas generosas fue la ya mencionada Rafaelina Cerase, de la ciudad de Foggia. Esta mujer, muy enferma, se ofreció en 1916 como víctima para que el Padre Pío –que estaba exclaustrado en Pietrelcina por causa de extrañas enfermedades– sanara de sus dolencias y regresara a su comunidad. En efecto el Padre sanó, se despidió de su tierra y fue destinado al convento de los capuchinos de Foggia, en donde pudo atender espiritualmente a Rafaelina.
En los años de segregación absoluta en San Giovanni Rotondo (l923-1933) hubo otra hija espiritual del Padre Pío que ofreció su vida para que cesara la persecución contra el estigmatizado. Se llamaba Lucía Fiorentino. El Señor le tomó la palabra y Lucía murió en 1934, pocos meses después de que el Papa Pío reconociese públicamente la inocencia del Padre Pío.
Lucía Fiorentino era un alma excepcional que tenía frecuentes fenómenos místicos, entre ellos locuciones interiores. Ya desde 1906 el Señor le había anunciado que vendría de lejos un sacerdote, simbolizado por un gran árbol cuya sombra cubriría todo el mundo. Quien con fe se refugiara bajo él, obtendría la verdadera salvación. Por el contrario, quien se burlara sería castigado. El Padre Pío era este árbol, hermoso y rico en hojas y frutos de santidad y salvación para muchos.
También el Padre Pío contó en su titánica empresa como alma víctima con la colaboración de algunas personas, la mayoría hijas espirituales de él, que se asociaron libremente en su obra reparadora y expiatoria. De entre ellas destaca con luz propia Cristina Montella, que contaba sólo 14 años de edad cuando se le apareció en bilocación el Padre Pío, y que desde ese momento tuvo una especial relación con él. El capuchino la tomó bajo su protección y la hizo su hija espiritual, llamándola la «Niña», apodo cariñoso que empleó con ella durante toda su vida. Cristina recibió los estigmas en la fiesta de la exaltación de la Cruz –14 de septiembre de 1935–. Primero fueron visibles, pero ella pidió que se le retiraran, lo cual le fue concedido, aunque siempre sufrirá los dolores de los estigmas invisibles.
Habiendo profesado como monja bajo el nombre de Rita, cada noche revivía durante tres horas con el Padre Pío, presente en su celda por bilocación, los sufrimientos del Señor en lo que ella llamaba «la obra santa para los sacerdotes». Según confesaba ella misma, ella y el Padre Pío «se mantenían ambos de rodillas con los brazos extendidos, aunque sostenidos por dos ángeles, mientras un círculo de espíritus celestes formaban una orante corona en torno a las dos víctimas inmoladas para la reparación de los pecados del mundo contemporáneo». En su libro El secreto del Padre Pío, Antonio Socci sostiene que sor Rita estuvo presente mediante bilocación en la plaza de San Pedro el 13 mayo de 1981, cuando Alí Agca intentó acabar con la vida de Juan Pablo II. Según sus palabras textuales, «junto a la Virgen, desvié el disparo del agresor del Papa».[17]
Socci también afirma en su libro que la misión victimaria del Padre Pío se inspiró en san Pío X –primer Papa canonizado el siglo XX–, Papa al que admiraba profundamente, calificándole de «alma verdaderamente noble y santa, que en Roma no tuvo nunca a nadie igual». Pío X –quien ya en sus encíclicas había condenado sin ambages las corrientes modernistas que comenzaban a invadir la Iglesia– invitaba a los religiosos a ofrecerse como víctimas a Dios para la salvación de la humanidad, sabiendo que la respuesta a un mundo sumido en las tinieblas era la santidad del sacerdocio. Para él, el sacerdote tiene la vocación divina de ser un «hombre crucificado en el mundo». Él mismo dará un escalofriante ejemplo de este llamamiento cuando falleció precisamente al ofrecerse como víctima tras el estallido de la I Guerra mundial.
Pero lo más impresionante es cuando Socci explica que los estigmas que recibió el Padre Pío el 20 de septiembre de 1918 fueron el precio que pagó ante el Cielo por la concesión de un deseo que manifestó repetidamente en sus oraciones: el final de la I Guerra mundial.
También resulta misteriosa la extraña muerte del Padre Pío el 23 de septiembre de 1968. Ciertamente, tenía ya 81 años y estaba débil y achacoso, pero no mucho más que lo había estado durante las largas, raras y penosas enfermedades que sufrió en el transcurso de su existencia. La diferencia estaba, obviamente, en que era más anciano. Pero unos días antes de su fallecimiento nada hacía presagiar ese desenlace. Su mismo óbito tuvo lugar de manera dulce, suave y tranquila, casi como si se durmiera por propia voluntad. Sobre este respecto, hay muchos autores que mantienen que ese fue el último acto del Padre Pío como alma víctima, ya que había ofrecido previamente su vida por la causa de la Iglesia, que en ese año de 1968 estaba en plena crisis posconciliar, amenazando un derrumbe por la crisis del sacerdocio. En apoyo de esta teoría, hay que decir que el Padre Pío con frecuencia manifestó su preocupación por los nuevos derroteros que estaba tomando la Iglesia después del Concilio, hecho que comentaremos más adelante.
Un personaje del Vaticano llegó a decir, contemplando el cadáver del Padre Pío en el ataúd: «El Padre Pío ha muerto de dolor por lo que está ocurriendo en la Iglesia».
«El sacrificio del Padre Pío supuso para la Iglesia la liberación de algo terrorífico, acaso una desintegración para la que, en esos momentos, se daban todas las premisas. Y probablemente propició grandes gracias (como el pontificado de Juan Pablo II). A Luigina Siapina, una hija espiritual del Padre Pío con dones sobrenaturales, la Virgen le explicó así la muerte del Padre Pío en aquel momento: «Hacía falta una gran víctima en los momentos actuales de la Iglesia».[18]
Pero su misión victimaria no finalizó con su fallecimiento, sino que se prolonga mucho más allá en el tiempo. Monseñor Pietro Galeone nos dejó en su obra Padre Pío mío Padre una revelación asombrosa: el Padre Pío había pedido al Señor ser una víctima perenne, con el fin de que su misión redentora perdurara hasta el fin de los tiempos. Ni que decir tiene que su solicitud fue aceptada.
«Te asocio a mi Pasión»
Pablo VI dijo el 25 de febrero de 1970: «También la Iglesia tiene necesidad de ser salvada por alguien que sufra, por alguien que lleve escrita dentro de él la pasión de Cristo».
La manera más sublime de vivir el sufrimiento vicario, de practicar el carisma de alma víctima, es, como lo atestiguan muchos santos, participar en la pasión de Jesús, la experiencia victimaria más completa y reparadora, ya que tuvo como fruto la redención de la humanidad. Éste fue el centro de la espiritualidad y del ministerio del Padre Pío: la participación total en los dolores físicos y espirituales de la pasión de Cristo. Por eso le fueron concedidos los estigmas.
El Padre Pío fue un alma víctima de especiales características, las cuales hicieron que su misión expiatoria fuera de una importancia excepcional en la historia de la Iglesia, pues esta misión tuvo como manifestación sensible nada más y nada menos que las llagas de Cristo: los estigmas. Las heridas de Cristo son la más pura y auténtica prueba de una misión victimaria, pues asocian a quien las tiene a la víctima perfecta por excelencia: el mismo Cristo.
«Jesús es víctima eterna. Resucitado de la muerte y glorificado a la derecha del Padre, Él conserva en su Cuerpo inmortal las señales de las llagas de las manos y de los pies taladrados, del costado traspasado (Jn 20,27; Lc 24, 39-40) y los presenta al Padre en su incesante plegaria de intercesión a favor nuestro (Heb 7,25; 8,34). La admirable Secuencia de la Misa de Pascua proclama: “Cristo es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró la vida”».[19]
Desde su Cuerpo inmortal, Cristo otorga sus eternas y permanentes llagas a un número reducido de creyentes, para que estos estigmas sean presentados ante el trono de Dios como una continua plegaria de intercesión y mediación. Aquí radica el