Juan Pablo II, en su encíclica Salvifici doloris, explica así las anteriores palabras del apóstol: «Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención, y por el que todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también participe del sufrimiento redentor de Cristo.
[...] En cuanto el hombre se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo –en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia–, completa a su manera aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo. Este sufrimiento es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. Esto significa que la redención permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano».[4]
Estas palabras ponen de relieve que, al participar en los sufrimientos de Cristo, también participamos en la redención que se ha efectuado a través de ellos. Esto quiere decir que, al ofrecer nuestros padecimientos para «completar» la pasión de Jesús, también estamos ofreciendo nuestros sufrimientos para completar su obra redentora. Este ofrecimiento convierte nuestra Cruz, por tanto, en un sufrimiento vicario.
Decía el Padre Pío de Pietrelcina, que «el Calvario es el monte de los santos, pero de allí se pasa a otro monte, que se llama Tabor». El cristianismo afirma que, cuando el sufrimiento se vive desde la fe –en la conformidad con la voluntad de Dios, en el abandono en sus manos–, y desde el amor –uniéndonos a Jesús en la Cruz y ofreciendo nuestras pruebas con el fin de conseguir misericordia para los que sufren–, se convierte entonces en una Cruz que nos llevará a la visión beatífica del Salvador, al sagrado monte de la transfiguración, al Tabor.
En el Gólgota
La clave de esta victimación vicaria es el amor, y no una querencia por el sufrimiento. El Padre Pío aceptó ser escogido por Jesús como víctima de amor para realizar su tarea redentora, que llevó a cabo con gran misericordia hacia nosotros, sus hermanos, durante toda su vida y aun en los actos cotidianos más sencillos, pero, sobre todo, a través de la santa Misa, donde participaba realmente en la pasión de Jesús.
«Amor, sufrimiento y salvación, esa fue la misión de Cristo en la tierra, y esa debía ser la misión del Padre Pío en la tierra, imitando a su señor Jesús. Imitación por participación otorgada por pura gracia, y no por imitación a fuerza de voluntad y de perfección alcanzada».[5]
El Padre Pío creía que su destino en la Tierra era amar a Dios y a su prójimo a través del dolor, igual que Jesús crucificado, con la intención no sólo de quedarse al pie del monte Calvario, sino de subir a la misma cruz de Cristo, para vivir allí crucificado con Él: «¡O amar a Dios o morir! ¡Dios mío!: yo te pido fuerza para sufrir, desnudo de todo consuelo humano. Me siento ahogado en el piélago inmenso del amor al amado».
Guiado por ese amor, el Padre Pío eligió la Cruz: «Sed amantes de la Cruz. La prueba de amor más segura consiste en padecer por el amado y si un Dios padeció por amor tantos dolores, el dolor que se padece por Él se vuelve tan amable cuanto el amor».
Desde los comienzos de su vocación, el Padre Pío estuvo convencido de que la Cruz no es sólo una condición que Jesús nos impone para seguirle, sino que es la ocasión más real y autentica de pertenecer a su reino: uno es en verdad cristiano sólo en la medida en que acepta la cruz como deseo fundamental de vida, para imitar a Jesús: «El prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra vida es Jesucristo; pero Jesús ha escogido por bandera la cruz, y por ello quiere que todos sus discípulos sigan la senda del Calvario, llevando la cruz para después morir en ella. Sólo por este camino se llega a la salvación».
Ya en sus primeros tiempos había aceptado plenamente la invitación a cargar con la cruz y subir al Calvario, para compartir así los dolores de ese Cristo sufriente a quien tanto amaba. Esto escribía en una carta de 1913: «Sí, yo amo la cruz, la cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas.
Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores».
«Se le preguntó en una ocasión: “¡Padre! Usted sufre lo indecible porque ha cometido la imprudencia de ofrecerse víctima, y víctima por toda la humanidad. Usted, Padre, intenta llevar sobre una parte de sus espaldas a la Iglesia, y sobre la otra al mundo corrompido y desconcertado por las fuerzas del mal”.
El Padre Pío no negó nada de lo propuesto, y se limitó a responder: “¡Sí! ¡Sí! ¡Rogad, pues, mucho para que finalmente no termine aplastado por tanto peso!”».[6]
El estigmatizado de San Giovanni Rotondo es para Jesús –como todas las almas víctimas– una «Humanidad suplementaria», en la que Cristo puede seguir sufriendo para gloria del Padre y las necesidades de la Iglesia.
«La Iglesia nace de la muerte de Cristo. Este dato fundamental nos recuerda también un principio de vida eclesial, que precisamente los santos ponen de relieve: un cristiano, cuanto más revive en sí el misterio del Gólgota, tanto más se hace instrumento de Cristo, para que la Iglesia, en él y en torno a él, pueda “renacer” continuamente en la fe, en la santidad y en la comunión».[7]
Salvando almas
El verdadero objetivo del sufrimiento vicario supera ampliamente la asunción puntual de enfermedades y tribulaciones pertenecientes a otra persona, sino que se abre a un panorama mucho más amplio, pues persigue el perdón de las faltas y la conversión de la persona a la que sustituye. Se trata, ni más ni menos, que de satisfacer a la justicia divina para que la misericordia de Dios salve al pecador y le libre de los castigos que había merecido, ya que éstos han sido reparados por el sufrimiento del inocente.
«Oh, Jesús, dame las almas de los pecadores. Que tu misericordia descanse en ellas; quítame todo, pero dame las almas. Deseo convertirme en hostia expiatoria por los pecadores. Transfórmame en Ti, oh Jesús, para que sea una víctima viva y agradable a ti. Deseo satisfacerte por los pecadores en cada momento».[8]
Salvar almas: he aquí el objetivo por el que las almas víctimas ofrecen su sufrimiento reparador, pues el rescate de las almas tiene un precio, un precio muy caro: la sangre de las víctimas. El Padre Pío a veces hacía esta confidencia: «Las almas no se nos dan como regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Derramó y sigue derramando todos los días lágrimas de sangre por la ingratitud humana. Pues bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda. Repítele continuamente también tú al dulcísimo Jesús: quiero vivir muriendo, para que de la muerte surja la vida que ya no muere, y la vida resucite a los muertos».
Ardiendo de sed para salvar a las almas, el 20 de febrero de 1921 escribió a su superior: «¡Pobre de mí! No logro descansar. Vivo sumergido en la extrema amargura, en la desolación más deprimente por no ganar todos los hermanos al Señor. Siento el vértigo de vivir por los hermanos... todo se reduce a esto: estoy consumiéndome por el amor a Dios y por el amor al prójimo... ¡Cuántas veces, por no decir siempre, me toca repetir: Señor, perdona a este pueblo, o bórrame del libro de la vida!». Se puede decir que el Padre Pío vivió para salvar a los pecadores. Sentía un gran amor por ellos, hasta el punto de pedir al Señor sus sufrimientos, que muchas veces el Señor le concedía.
En una carta del 26 de marzo de 1914, escribía: «Si sé que una persona está afligida, sea en el alma o en el cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus males? Con mucho gusto