Junto a la celebración de la Eucaristía, confesar era su principal vocación, la que le permitía apaciguar su insaciable sed de almas. El confesionario será el lugar donde desarrollará su verdadero carisma: salvar almas. Sus innumerables conversiones constituyen sin duda el más grande de sus milagros, ya que puso todos sus dones místicos al servicio de su vocación de convertir almas.
El Padre Pío nunca salió de su convento, no escribió libros, no era un teólogo erudito, ni tuvo títulos de dignidad... su existencia fue la de un simple sacerdote que decía Misa y confesaba. «Sólo soy un fraile que reza», decía de sí mismo.
Falleció el 23 de septiembre de 1968. El 2 de mayo de 1999, Juan Pablo II ofició la ceremonia de su beatificación en la Plaza de San Pedro. El 16 de junio de 2002, fue canonizado.
Pero esta misión corredentora del Padre Pío no acabó con su muerte, ni se circunscribe solamente a este mundo espaciotemporal, sino que adquiere caracteres «cósmicos» y ultraterrenos, tal era la magnitud de su obra salvadora. Al igual que el río de misericordia que fluye a través de él llega al mundo en forma de milagros, persiste también en el más allá, donde ofrece los frutos de la redención y la salvación a todo el que crea en su mensaje y siga su ejemplo: «Si fuera posible querría conseguir del Señor solamente esto: “No me dejes ir al paraíso mientras el último de mis hijos, la última persona encomendada a mis cuidados sacerdotales, no haya ido delante de mí...”. He hecho con el Señor un pacto de que, cuando mi alma se haya purificado en las llamas del purgatorio y se haya hecho digna de entrar en el cielo, yo me coloque a la puerta y no pase dentro hasta que no haya visto entrar al último de mis hijos e hijas».
Al conocer la prodigiosa vida del fraile capuchino de los estigmas, es casi seguro que la primera impresión que produce es la de una alegre certeza, derivada de la comprobación palpable de que las creencias sobre las que se asienta el cristianismo son verdaderas, pues se han encarnado en un hombre que las vivió hasta el extremo, que las llevó hasta sus últimas consecuencias. Sus obras milagrosas y sus virtudes heroicas constituyen una prueba incontestable de que el camino espiritual que propone el cristianismo es capaz de llevar al hombre hasta las más altas cimas de realización y perfección.
En último término, la figura del Padre Pío es un testimonio veraz no sólo de que Jesús se encarnó en este planeta y dio su vida por la salvación del mundo, sino que también –y sobre todo– es una prueba incuestionable de que Jesús sigue vivo, presente entre nosotros, protagonizando su obra redentora aquí y ahora, en este mismo momento, como se demuestra en las conversiones y fenómenos extraordinarios que sigue protagonizando a través de él.
Este fenómeno es algo que ocurre con la vida de todos los santos, pero que en el caso del Padre Pío adquiere una especial significación y relevancia, por la enormidad de sus dones místicos, y por la especial importancia de la época en que vivió. Lo que verdaderamente emociona y cautiva de la vida del Padre Pío es el comprobar con pasmo que un humilde capuchino perdido en una zona marginada de Italia, en un convento olvidado, alcanzara tan elevado grado de santidad y una cantidad tan portentosa de dones sobrenaturales y carismas místicos por el simple hecho de vivir en su plenitud las devociones tradicionales del cristianismo, utilizando solamente el sencillo medio de practicar a fondo la espiritualidad más genuina de la Iglesia: una espiritualidad que comprenda el inmenso significado de la Misa como actualización del sacrificio del Calvario, al cual debemos asistir –para decirlo con las palabras del mismo Padre Pío– «como asistieron María y san Juan al pie de la Cruz»; que ponga en práctica el enorme poder de la simple recitación del Rosario; que tome conciencia del enemigo que nos acecha, de las trampas que el Diablo opone a nuestro progreso; que redoble el amor a la Virgen María, corredentora con Cristo; que se arroje a los pies de Jesús misericordioso en el confesonario como penitente contrito; que experimente la necesidad de contactar con el ángel custodio; que haga de la meditación en la Pasión el eje de la vida de oración; una espiritualidad, en suma, que llame al pecado por su nombre, sin componendas ni artificios, a la vez que se esfuerce en practicar las virtudes heroicas que deben ser el distintivo de todo cristiano... En una palabra, que viva la pureza de la fe en toda su radicalidad.
Sobre el Padre Pío se han escrito cientos de libros (unos 500 en italiano, aunque un escaso número en castellano), y hay millones de entradas en internet que explican su figura y su mensaje. Aquí y allá, se pueden encontrar cientos de frases que pretenden condensar en pocas palabras lo esencial de su mensaje y de su misión en el mundo. He aquí algunas:
«Icono vivo de Cristo crucificado» (cardenal Ángelo Sodano).
«El Padre Pío: un crucificado sin Cruz».
«El Padre Pío representó el abrazo de Cristo que hace renacer al hombre».
«El Padre Pío vivió en su propia vida la Pasión de Jesús» (Cardenal Ursi).
«El Padre Pío, un Getsemaní que abraza al mundo» (Padre Fidel González).
«Crucifijo viviente» (Renzo Allegri).
«El Padre Pío ha sido el mayor místico de nuestro tiempo y uno de los hombres más grandes de la historia de la Iglesia» (Cardenal Siri).
«El Padre Pío recuerda a los cristianos y a toda la humanidad que Jesucristo es el único Salvador del mundo» (Juan Pablo II).
«El Padre Pío, un hombre sencillo, un “pobre fraile” –como decía él– al que Dios encomendó el mensaje perenne de su Amor crucificado por toda la humanidad» (Benedicto XVI).
En esta línea, hemos elaborado otra frase, que pretende explicar su misterio, su misión esencial en este mundo, el mensaje que ha querido traernos desde el Cielo a este mundo torturado: «El Padre Pío: un Cristo entre nosotros». Este libro no pretende otra cosa que demostrar la certeza y veracidad de esa frase, y a este objetivo apuntan todas las reflexiones que aportamos en las páginas que siguen.
Madrid, 21 de octubre de 2013
1 Sacerdote santo y víctima perfecta
«Desde hace tiempo siento una necesidad: la de ofrecerme al Señor como víctima por los pobres pecadores y por las almas del purgatorio. Este deseo ha ido creciendo cada vez más en mi corazón, hasta el punto de que se ha convertido, por así decir, en una fuerte pasión. Ya he hecho varias veces ese ofrecimiento al Señor, presionándole para que vierta sobre mí los castigos que están preparados para los pecadores y las almas del purgatorio, incluso multiplicándolos por cien en mí, con tal de que convierta y salve a los pecadores, y que acoja pronto en el paraíso a las almas del purgatorio» (Padre Pío).
«Os exhorto, hermanos, a que os ofrezcáis vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1).
El sufrimiento vicario
¿Cómo se definió a sí mismo el Padre Pío? Él mismo confesaba que no era tarea fácil comprenderle, a pesar de la aparente sencillez de su persona: «¿Qué os puedo decir de mí?: soy un misterio para mí mismo». Solía referirse a él mismo diciendo: «Sólo soy un fraile que reza». Pero donde explica mejor la verdadera naturaleza de su misión es en el texto que transcribió en un billete con motivo de su ordenación sacerdotal, el 10 de agosto de 1910, en el cual hace una declaración de principios sobre lo que él deseaba que fuera su más genuina vocación como sacerdote: «Jesús, mi aliento y mi vida, te elevo en un misterio de amor; que contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida; y, para ti, sacerdote Santo y víctima perfecta».
El fraile estigmatizado del Gargano confesaba así desde el comienzo de su ministerio pastoral lo que constituía su carisma más auténtico, su misión esencial en este mundo: ser un alma víctima, compartir la pasión de Cristo para colaborar con Él en la redención del mundo y la salvación de las almas.
El