Y en el principio, un orden que deshacer
Del feminismo se ve la protesta contra el varón-amo y no se ve lo demás, que es nuestro ser mujeres juntas, la práctica de relaciones entre mujeres, la posible liberación de nuestro cuerpo iniciada ya, de emociones antes bloqueadas o ancladas unívocamente en el mundo masculino, la lucha por darle al lenguaje esta alegría de las mujeres.
LIA CIGARINI, La política del deseo.
La diferencia femenina se hace historia
Hay momentos históricos en los que confluyen tantas transformaciones de la vida cotidiana que los cambios a largo plazo que provocan no pueden ser vistos a posteriori sino como equivalentes a los de una revolución de larga duración, con raíces en momentos anteriores a los de las propias transformaciones y ramas que llegan al presente. La píldora anticonceptiva, el rock, el beatnik, el feminismo, la vida política que se expresaba en las comunas urbanas y agrarias, la reivindicación de los derechos de las y los homosexuales, la lucha armada en Cuba y la resistencia en Vietnam contra la herencia colonialista francesa recogida por Estados Unidos, el movimiento jipi o el desencanto con la izquierda de filiación soviética y con el pensamiento socialdemócrata, cuajaron en la revolución cultural de 1968 en Francia, Checoslovaquia, México y demás países.
El feminismo era, entre todos los movimientos que confluyeron en 1968, el que contaba con la historia de resistencia más antigua, a la vez que el más joven y el más incómodo para el sistema. De hecho, era el estallido de las ganas de vivir de la mayoría de la humanidad. No se amoldaba a las formas tradicionales de hacer política. No tenía representantes. Ni siquiera enfocaba en el ámbito público su principal interés, pues ubicaba la principal trampa del patriarcado contra la vida de las mujeres en el privilegio legal-político de los espacios públicos de la política y la producción. De manera esquemática, su resurgimiento en ese entonces podría resumirse así: un grupo de mujeres se encontró entre sí, se reconoció en el derecho de estar juntas, se arrogó la facultad de analizar y transformar el lenguaje que hablaban, reclamó la autoridad de las mujeres y definió la falocracia, o androcracia, o patriarcado, como el sistema de dominación de los hombres y del simbolismo del falo sobre las mujeres.
Falocrático o patriarcal era el orden global que abarcaba desde la experiencia religiosa hasta las reglas económicas, desde la dimensión binaria del yin y el yan hasta la cliterectomía, desde la explotación de clases hasta el racismo, el colonialismo y las hambrunas. Su poder se sustentaba en que había logrado imponer su autoridad como la única legítima: el hombre era el dueño de todos los instrumentos de poder y para todos encontraba justificación. El hombre era el paradigma de la humanidad y encarnaba el sujeto del humanismo. Pero era un paradigma que de-sexuaba a la humanidad, que le impedía reconocer la existencia de sexos distintos en su historia y de una diferente percepción sexuada del mundo real y simbólico.
Al sentirse descubierto, el sistema falocrático contraatacó utilizando todos los mecanismos institucionales e ideológicos a su alcance para desacreditar el índice femenino que lo señalaba. En América Latina proclamó al «hombre nuevo»1. Las mujeres serían —de nuevo— sus apéndices, aunque tal vez con mayor igualdad tratadas. Así, el hombre nuevo y el hombre pospatriarcal europeo (su émulo) empezaron a descalificar la rabia de las mujeres hacia los hombres, pretendiendo que el patriarcado brutal que denunciaban estaba en decadencia, e intentaron insuflar el gusanillo de una nueva identidad en las mujeres.
Desde que Gonzalo Fernández de Oviedo se preguntaba si los indios eran hombres (entendiendo por hombres seres humanos, con derechos políticos y alma), la identidad ha sido un problema difícil de abordar, cuya definición plantea en América Latina una urgencia extraordinaria. A inicios del siglo XX, el pensamiento latinoamericano2 intentó resolver el problema de su ambigüedad y buscó despachar la barbarie del sin sentido a través de la indagación de sus características ontológicas.
El resultado de esta búsqueda coincidió con la definición de una identidad mestiza que terminó por construir e institucionalizar un racismo que se sostiene en la triple mordaza para la expresión de las realidades históricas: a) la mentira del mestizaje generalizado, b) la minorización de las culturas indígenas y c) la negación de los aportes de las y los afrolatinoamericanos.
Estas tres formas de enfrentar la idea de sí, formas negativas de construcción de la identidad, constituyeron el boleto de traslado de la colonia a la semiemancipación política, en un mundo brutalmente occidentalizado que, aunque mantenía diferencias evidentes con los modelos continental-europeo y atlántico-anglosajón, pertenecía de manera subordinada al sistema-mundo descrito por Immanuel Wallerstein. Es decir, un sistema histórico mundial que inició su expansión con el capitalismo, entendido como sistema económico de acumulación y expansión incesantes3.
Más tarde, la crónica conjunción de poca claridad, urgencia y ubicación en un sistema que trascendía el espacio geográfico y simbólico de América, dio pie a una política de la identidad en los movimientos sociales, entre ellos el joven movimiento feminista. La política de la identidad era un híbrido entre la necesidad de hurgar en lo individual para encontrar la propia e inalienable pertenencia de grupo y el deseo de llevar la imagen del grupo a la más alta representación4 en la sociedad y la cultura para sentirse en lo individual cobijada o cobijado por ella, olvidando las raíces materiales de la discriminación de las identidades colectivas femenina, negra, india, lésbica, gay.
Los hombres (o como prefieren algunas, el colectivo masculino) recibieron como una bofetada su identidad. No sólo ésta le había sido dada por las mujeres a las que ellos siempre habían impuesto una, sino que era una identidad calificada de androcéntrica, falocrática, imponente de sus privilegios y, a la vez, negadora de la experiencia femenina. La identidad es una construcción ideológica compleja; me limitaré a decir que los grupos con poder por lo general se construyen una identidad positiva, plenamente humana, según sus parámetros, y construyen de manera negativa la identidad de los grupos que dominan, sin dejar de endilgársela.
Frente a la osadía femenina, los hombres contraatacaron apresurándose a inventar otra imagen de sí con la cual identificarse; y se la calzaron como un zapato deforme que no servía para caminar, estrecho de un lado, ancho en la punta y con el que tropezaban, pero arguyeron que les quedaba tan cómodo como una pantufla, pues era la mejor arma de la contraofensiva patriarcal. Así calzados, descubrieron que no podían soportar a su lado a las viejas mujeres: las amas de casa, las madres abnegadas, las vírgenes; necesitaban mujeres nuevas que trabajaran mientras ellos escribían sus novelas o peleaban sus revoluciones, que les cuidaran a sus hijos sin pedirles el gasto para mantenerlos, que entendieran sus reflexiones de por qué debían experimentar la sexualidad de la manera más abierta hasta encontrar en ellos, los hombres nuevos, las personas a las que les convenía ser fieles; mujeres a las que pelear sus cuotas recién alcanzadas de igualdad, tachándolas de esencialistas. Tampoco podían soportar a su lado a las viejas feministas, esas mujeres que habían desenmascarado su pensamiento político profundo y declaraban que la explotación del proletariado descansaba en la explotación más brutal y masiva de las mujeres, gracias a la cual reponían la fuerza de trabajo.
Las mujeres habían asestado el primer golpe, pero en la contraofensiva se dividieron. Algunas acusaron a las feministas de no ser sino liberales disfrazadas, agentes antirrevolucionarios. Fue una victoria importante para el sistema falocrático, que desde ese momento empezó a renovarse. Otras resistieron.
En la década de los setenta, las mexicanas Eli Bartra y Adriana Valadés sacudieron la tradicional calma de los académicos, afirmando que el feminismo «es la lucha consciente y organizada de las mujeres contra el sistema opresor y explotador que vivimos: subvierte todas las esferas posibles, públicas y privadas, de ese sistema que no solamente es clasista, sino también sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder»5.
Pero, ¿era posible que dos latinoamericanas definieran un movimiento internacional e internacionalista? Es más, ¿que las