Las feministas conocemos muy bien el mecanismo. Los pueblos que fueron occidentalizados, también. Hoy en día, las mujeres y los hombres de Palestina lo sufren en carne viva. Puede que no sepamos expresarlo siempre, o que no queramos hacerlo con los instrumentos intelectuales heredados por el patriarcado, pero sentimos en la piel lo que significan los siglos durante los cuales ser humano se dijo hombre y lo universal se identificó con un humanismo masculino y excluyente. Sabemos también qué nos ha dejado de positivo, para nosotras cuando nos encontramos entre nosotras y lo nombramos y lo reconocemos como fuerza, haber resistido al intento de desaparición y anulación de nuestra autoridad por el poder de las lógicas masculinas. Fátima Mernissi lo describe de forma lapidaria: «El hecho de estar excluida del poder da a la mujer una increíble libertad de pensamiento», aunque agrega: «desgraciadamente acompañada de una insoportable fragilidad»2.
Durante los últimos doscientos años, las mujeres se han esforzado por obtener acceso a lo universal. El feminismo es una corriente política de la modernidad que ha cruzado la historia contemporánea desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, aunque tiene antecedentes que pueden rastrearse en los escritos de la edad media y el renacimiento.
Al estallar la Revolución Francesa en 1789, muchas mujeres subieron a las tribunas abiertas al público y participaron de los debates políticos, pero se les impidió formar parte de la asamblea y se les negaron sus derechos públicos en nombre de supuestos «roles naturales» que los sexos debían cumplir. En respuesta a esta actitud sexista, Olympe de Gouge escribió su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) y muchas mujeres se inscribieron en «clubes», nombre que significaba aproximadamente «partidos políticos», femeninos: el Club de las Ciudadanas Republicanas Revolucionarias, compuesto por militantes populares, y la Sociedad Patriótica y de Beneficencia de las Amigas de la Verdad, fundado por Etta Palm para ocuparse de la educación de las niñas pobres, defender los derechos políticos de las mujeres y reclamar el divorcio, fueron los más famosos. En 1792, Pauline Leon organizó una guardia nacional de mujeres, alegando que ellas no querían sentirse excluidas de la organización armada del pueblo soberano, por ser ésta un fundamento de su ciudadanía. La Constitución, que la Convención aprobó el 24 de junio de 1793, las excluyó llanamente de la problemática del poder, la ciudadanía y la legalidad de los derechos entre los sexos, reconociendo como sufragio universal sólo el masculino. En 1795 el machismo de estado fue más lejos y prohibió la reunión de más de cinco mujeres en la calle, bajo pena de arresto.
En la cercana Inglaterra, la escritora liberal Mary Wollstonecraft publicó, en 1792, un pronunciamiento contra la exclusión política de las mujeres en la Revolución Francesa, que inspiró a las futuras generaciones de feministas y que introdujo la problemática a la lengua inglesa: Reivindicación de los derechos de la mujer. Desde entonces hasta principios del siglo XX, las mujeres de Europa, América (anglosajona y latina) y Oceanía libraron muchos combates para lograr en lo fundamental la igualdad jurídica, política y económica con el hombre; sin embargo, en muchos países fueron sometidas con brutalidad y en otros, en especial los latinoamericanos, atraídas por liberales y revolucionarios que les prometieron lo que nunca les cumplirían. Los movimientos feministas se manifestaban, reclamaban y se aliaban con esas fuerzas políticas que las respaldaban, fueran éstas liberales, anarquistas o socialistas, pero en la práctica sólo el desarrollo de su propio movimiento les garantizó el éxito.
En 1868, en Estados Unidos, las mujeres que habían participado en la asociación antiesclavista y por la igualdad de derechos de los hombres y mujeres negras fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer. En 1891, en Alemania, el Partido Socialista inscribió en su programa la igualdad de los derechos de los hombres y las mujeres bajo una forma legalista y limitada, por lo que Clara Zetkin editó el periódico La Igualdad, en el cual se expresó el feminismo socialista durante años. En México, se efectuaron en enero y noviembre de 1916 los dos primeros congresos feministas del país en Mérida, Yucatán, que recogieron la experiencia de las maestras anarquistas y de las mujeres que se organizaron, desde fines del siglo XIX, alrededor de demandas liberales de igualdad entre todos los seres humanos: intelectuales, abogadas y sufragistas (esto es, mujeres organizadas para la obtención del sufragio femenino).
Durante todo el siglo XX, el feminismo fue un movimiento activo, pacifista, internacionalista y progresista, que organizó la resistencia al fascismo en Italia, Alemania y España, que se consagró a la defensa de los derechos de las trabajadoras y de las mujeres en general (bienestar de las obreras, asignaciones familiares, igualdad de condiciones de trabajo para ambos sexos, defensa de los hijos de madres solas, derecho de la casada a conservar su nombre, su nacionalidad y su patrimonio). Pero cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los países concedieron el voto a las mujeres, el movimiento pareció tener un repliegue porque había perdido su principal reivindicación. A la vez, el retorno en masa de los hombres a los puestos de trabajo, y su reciclaje de lo militar a lo civil, fue acompañado de campañas de estado, despidos masivos, propaganda y un uso policiaco de los descubrimientos médico-psiquiátricos para imponer a las mujeres el regreso a su «lugar natural»: el hogar.
La década de los sesenta fue tumultuosa y provocó muchos desafíos a la organización social del mundo de la posguerra, así como a las ideas que la sustentaban. En ese entonces, el movimiento feminista resurgió con un nuevo empuje, definiéndose como un movimiento de liberación de las mujeres, enarbolando ya no el ideal de la igualdad con el hombre, sino el derecho de las mujeres a ser ellas mismas sin mirarse en el espejo deformante de los hombres, que ya no eran sus modelos, ni en el rol de víctimas sumisas ligadas al mundo de la reproducción de seres humanos y de la reposición económica de la fuerza de trabajo. Llevaron el debate sobre la vida privada a la política, emprendieron acciones ante los poderes públicos, los medios de información y las universidades para cambiar la imagen sexista de las mujeres, para obtener el derecho al aborto y para abolir la discriminación en el empleo.
La primera organización se dio en pequeños grupos de autoconciencia, donde las mujeres estrenaron el diálogo entre sí como una forma de apropiarse del lenguaje y del espacio de la política. Luego se organizaron en asociaciones y grupos para hacer política desde reivindicaciones concretas. Al final, se reunieron en redes y asociaciones mayores, aunque siempre sostuvieron una posición de autonomía con respecto a los partidos políticos masculinos, los gobiernos y los organismos internacionales. De hecho, la autonomía política de las mujeres es un rasgo distintivo del movimiento feminista. En eso, hasta los noventa, coincidían todas las formas feministas del movimiento de liberación: liberales, socialistas, radicales, de la diferencia sexual y académicas.
En su búsqueda de la igualdad de derechos, las mujeres organizadas han sido ridiculizadas, menospreciadas, asesinadas. Pero desde hace una década, de repente, parece que la igualdad está al alcance de sus manos. Personajes cinematográficos de mujeres peleadoras, amazonas en la televisión, ministras de estado, presidentas de corporaciones financieras: la imagen está creada. Pero no, la universalidad les está vedada; su diferencia sigue visualizándose como contingente, anecdótica, no constitutiva de la humanidad.
«Se pretende que somos convocadas a los espacios sociales en tanto iguales, se asume que no existen diferencias; más aún, a esta noción se le valora como la más progresista de todas y así, una y otra vez, nos vemos compelidas a incorporarnos, escindida y frustrantemente, a un universo de racionalidad masculina»3.