En la segunda mitad del siglo XX, las formas de reunión y las expectativas que cifraron en ellas las mujeres —sobre todo en su división, posterior a la década de 1970, entre feministas «igualitarias», o feministas demandantes de una igualdad con el hombre, y feministas radicales o de la diferencia sexual, que reivindicaban su autonomía de las teorías y las organizaciones masculinas— tenían mucho que ver con sus condiciones de vida occidentales de posguerra. Las feministas latinoamericanas se sintieron de alguna manera en deuda con los movimientos europeo y estadounidense de liberación de las mujeres, sea porque éstos habían precedido sus manifestaciones, sea porque retomaron (o rechazaron) el discurso de exportación del modelo del feminismo de las demandas que les impuso la Organización de las Naciones Unidas en México, cuando en 1975 inauguró la Década de la Mujer.
Así, se vieron obligadas a definir su práctica a partir de los dos modos de ser feministas que se manifestaban en Europa y Estados Unidos, pero los vivieron en formas particulares, ligadas a sus historias nacional y continental, a su ubicación étnica y a su participación política, generando interpretaciones muy particulares de la autonomía, ininteligibles sin un análisis del cómo y desde dónde se ubicaban las feministas frente a la realidad. Con seguridad, como lo notaron Julieta Kirkwood, Asunción Lavrín y Urania Ungo, en los inicios del movimiento de liberación como durante la etapa emancipacionista, las latinoamericanas nunca fueron tan visiblemente radicales como las europeas y estadounidenses, sea porque el mandato de ser dignas y decentes les era imperativo para obtener el reconocimiento de las corrientes políticas progresistas3, sea por la represión interiorizada o porque las costumbres machistas las exponían a una violencia inmediata y brutal. No obstante, en América Latina, tanto desde la perspectiva teológica cristiana como filosófica, en la década de 1960, se estaba pensando una política de la liberación entendida como proceso de construcción del sujeto político crítico, un sujeto individual comprometido con su comunidad, intrínsecamente atado a ella, pero consciente y autoconsciente. Las feministas no se sentían parte del movimiento filosófico de la liberación que surgió en Argentina en 1973 porque no pertenecieron a él (y en el norte del subcontinente probablemente ni lo conocieron). Sin embargo, actuaron en el mismo territorio y en el mismo tiempo, en contacto con él, y lo influyeron tanto como fueron influidas por la idea de poder revelar su propia identidad al plantearse y buscar respuestas a cuestiones determinadas por su propia realidad.
Las ideas feministas latinoamericanas han sido doblemente influidas por corrientes feministas y de liberación de las mujeres europeas y estadounidenses, y por la idea latinoamericana de que la liberación es siempre un hecho colectivo, que engendra en el sujeto nuevas formas de verse en relación con otros sujetos. Las feministas transformaron estas influencias en instrumentos aptos para explicarse la revisión que estaban —y están— llevando a cabo de las morales sexofóbicas y misóginas latinoamericanas4, tanto mestizas como las de los pueblos indo y afrolatinoamericanos contemporáneos. Éstas son morales atravesadas por el catolicismo y la maternidad solitaria y obligatoria, por la resistencia a la dominación cultural, por la veneración del padre ausente, por el lesbianismo satanizado y por la idealización de valentías femeninas de cuño masculino (las guerrilleras, las cacicas, las dirigentes políticas de partidos fuertemente patriarcales).
Las críticas a los conceptos y categorías europeas y estadounidenses han acompañado toda la historia del pensamiento en América Latina, porque es imposible recuperar universales (fueran ideas o signos) para interpretar sociedades en donde no hay una unidad política de base para que todas estas figuras y voces de la política se estampen y adquieran impacto social y manifestación. Cada tema que se enfrenta en lo conceptual fragmenta las categorías interpretativas por la complejidad de los problemas concretos.
En el ámbito latinoamericano, la política feminista ha transitado, y constantemente transita en todos los sentidos, de una lucha por la emancipación a la afirmación de una diferencia positiva de las mujeres con respecto al mundo de los hombres y a la «teoría de género». De esta manera confronta tanto las experiencias políticas de izquierda, con algunos de cuyos planteamientos económicos, políticos y ecológicos coincide, como los retos que los criterios de la globalización económica y las políticas de las agencias internacionales de financiamiento presentan a su autonomía. Las ideas filosóficas feministas que se nutren de los avatares del movimiento, a la vez que los planteamientos generados en otras regiones del mundo, han llevado al feminismo latinoamericano a buscar en su seno las diferencias vitales que lo componen, sin que ninguna de sus corrientes haya sugerido jamás considerarse un «algo» distinto del feminismo.
A principios del siglo XXI, el feminismo latinoamericano reivindica unos orígenes históricos que impulsan sus formas actuales y sus propósitos colectivos: a) como movimiento libertario que enfrenta el sexismo disparador de la subordinación de las mujeres, típico de la década de los setenta; b) como movimiento social en construcción, que empieza a estructurarse en organismos no gubernamentales y en asociaciones para trabajar con y para las mujeres, en ocasiones presionando al estado, común en los ochenta; c) como movimiento identitario, organizado desde la diversidad de demandas y de pertenencias de las mujeres, preocupado por su visibilidad y presencia en el espacio público, mayoritario en los noventa.
Esta homogeneidad originaria, más pretendida que real, ha estallado en una multiplicidad de posiciones ético-políticas: a) sobre la necesidad de un nuevo orden civilizatorio sexuado, que cuestione el humanismo falocrático y excluyente que legitima el capitalismo como sistema hegemónico; b) sobre la interlocución de las mujeres con los estados y con las instancias regionales e internacionales; y c) sobre las formas de una política, un derecho y una economía informadas por la diferencia sexual.
La actual diversidad de posiciones se explicitó por primera vez abiertamente en 1993 en Costa del Sol, El Salvador, durante el VI Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe. Sin embargo, la reivindicación de las particularidades de dicha explicitación en América Latina no fue radical, pues seguía confundiendo la liberación de las mujeres con su mayor presencia y visibilidad en el ámbito público y, por lo tanto, no implicó un análisis de la realidad mixta, femenino-masculina-transexual-hermafrodita, del mundo que no identificara la liberación de las mujeres con su mayor visibilidad. Todas las corrientes que se expresaron en El Salvador, aunque enfrentadas en términos éticos y culturales sobre la forma de hacer política, tenían la mirada puesta en la actuación pública, relegando la reelaboración simbólica de los ámbitos de los afectos, la sexualidad y la corporalidad, como espacios sociales en transformación por los efectos de la hermenéutica feminista del poder, a una nueva intimidad protegida, despolitizada, doméstica.
Se debe recordar que, en las dos décadas anteriores, los colectivos de mujeres de Latinoamérica no habían pensado su actuación feminista de manera unívoca, aunque se acogieran a la construcción de un solo movimiento. De ninguna manera, en El Salvador se expresaba por vez primera la diferencia entre concepciones del feminismo en América Latina. Desde la década de los setenta, pero sobre todo después del Primer Encuentro, en 1981, en Bogotá, fue notoria la pugna entre un feminismo de izquierda que profesaba su cercanía con partidos y guerrillas y un feminismo de mujeres que reivindicaban la más plena autonomía de las organizaciones políticas masculinas y de los sistemas de pensamiento androcéntricos y que, al enfrentamiento con el estado y con los hombres, anteponían la construcción de relaciones entre mujeres. En esta pugna tuvo lugar la visibilización de las feministas lesbianas que, debido a su necesidad político-individual de reconocerse en una sexualidad liberada de los patrones reproductivos, nunca obviaron los temas que las militantes de izquierda consideraban «burgueses»: las relaciones entre mujeres, la referencia al cuerpo