Como bien dijo la cubana Aralia López en el panel «Feminismos y filosofía», durante el IX Congreso de la Asociación Filosófica de México6, el feminismo no es un discurso hegemónico, pues tiene tantas corrientes como las que pueden surgir de las experiencias de los cuerpos sexuados en la construcción de las individualidades. El feminismo es el reconocimiento de una subjetividad en proceso, hecha de síes y de noes, fluida, que implica la construcción de formas de socialización y nuevos pactos culturales entre las mujeres. Aunque, según la doctora López, en América Latina existe una separación tajante entre la militancia feminista y la academia —lo cual no comparto, debido a la relación entre la elaboración de un pensamiento alternativo y las construcciones de los sujetos femeninos—, al hablar de las subjetividades que se construyen desde la totalidad de las concepciones filosóficas del propio ser mujer, estaba afirmando la historicidad de las diferencias feministas en el continente y la existencia de identidades complejas.
Desde sus inicios, el feminismo latinoamericano estuvo preocupado por definir límites indefinibles: ¿eran feministas las mujeres de las organizaciones que se reunían al margen (o en las orillas) del movimiento popular urbano, los sindicatos, las agrupaciones campesinas? Acusaciones y retos mutuos fueron lanzados por mujeres contra las mujeres que se negaron a considerar feministas a las que se organizaban alrededor de los valores familiares (pobladoras, madres de desaparecidos políticos, etcétera) y contra aquellas que las consideraron parte de un único movimiento de las mujeres, haciendo invisible la radicalidad feminista.
Esta diatriba toca la matriz de la originalidad del feminismo latinoamericano, es decir, el hecho de que vincula siempre la contingencia política y económica del subcontinente con sus ideas y marca hasta tal punto su origen y desenvolvimiento, que sus ecos permean las ideas acerca del papel de las mujeres en la sociedad y se reviven en la separación reciente entre las feministas de lo posible, o institucionalizadas, y las feministas autónomas o utópicas7. Sólo Amalia Fischer y, en menor medida yo, sostuvimos constantemente que no importan los sectores que conforman el movimiento, sino las ideas que lo atraviesan y lo constituyen y que son estas ideas las que dan coherencia a la actuación feminista, las que sostienen esta actuación precisamente como tal.
Por ello, hemos llegado a expresar desde principios de los 1990 que la institucionalización del movimiento (lo que algunas llaman «posfeminismo») no sólo es fruto de un oportunismo económico (con lo cual coincidimos con las feministas autónomas), sino que engendra el peligro real de la profesionalización de algunas feministas, hecho que las convierte en profesionales de las especificidades del género femenino y de la mediatización de las demandas femeninas. Estas mujeres dejaron de ser feministas (algunas nunca lo fueron) para convertirse en «expertas en asuntos públicos de las mujeres», especialistas en diálogo con las organizaciones políticas de cuño masculino nacionales e internacionales. Fue un asunto de primera necesidad que perdieran su radicalidad y que, además, desacreditaran el activismo y las bases sociales del feminismo como sujetos de la construcción de las demandas económicas, políticas y culturales de las mujeres.
Estas expertas no practican el diálogo entre mujeres —perdiendo así la capacidad de interesarse y «leer» sus demandas políticas reales, muchas veces expresadas oralmente y en la acción—, así como no estudian los escritos y las reflexiones tendientes a una verdadera reforma epistémico-cultural feminista. La mayoría de ellas son hijas vergonzantes del feminismo, convertidas en agentes de la globalización, que es el sistema de transculturización propio del mercado de las ganancias que define el capitalismo contemporáneo, y que hace una aparente apología del «respeto a las diferencias», mientras no pongan realmente en riesgo lo que el sistema necesita para perpetuarse. En realidad, la globalización tiende a estandarizar la diversidad, impidiendo que surjan espacios de coincidencia entre los sujetos colectivos diferentes, porque teme las construcciones alternativas, los ejes de reflexión que no controla, las rupturas de las reglas de su juego.
Amalia Fischer escribe que occidente solamente respeta aquello que es como él y respeta la diferencia del otro sólo cuando es derrotado: «Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia ». Eso es lo que hacen las expertas con respeto al feminismo: traducen algunas demandas ya canonizadas de igualdad de derechos entre los sexos en una falsa demostración de que el sistema toma en consideración a las mujeres8.
Ahora bien, entre el feminismo latinoamericano y las expertas hay un conflicto de fondo, ya que éstas responden al sistema de globalización que descansa en el lucro, la gran economía de mercado y el consumo. No es sólo por cierta fidelidad a las ideas marxistas que las feministas latinoamericanas han tendido al análisis de clases y al análisis antropológico para verse en una desgarrada identidad de mujeres en conflicto con, y por, la pertenencia de clases, etnias y distintos sistemas de valores. La propia realidad y el inicial conflicto entre las feministas que a principios de los sesenta se encontraban en la búsqueda de sí mismas han originado dicha tendencia. Éstas han provocado también que el interés por la ética haya sido central para la teoría feminista latinoamericana: la idea de justicia social ha recorrido tanto la hermenéutica del derecho como la afirmación de un modo de pensar y de pensarse desde la denuncia de la doble moral sexo-social.
Una indignación ética recorre los análisis que la filósofa mexicana Graciela Hierro presenta en sus escritos acerca del modo en que la hegemonía masculina proporciona la sanción moral a la dominación masculina sobre las fuerzas físicas, económicas e intelectuales9. Igualmente de cuño ético es el afán de la abogada costarricense Alda Facio de incorporar a las mujeres en lo humano, porque «entender que las mujeres somos tan humanas como los hombres es entender que la violencia y discriminación contra nosotras es una violación a los derechos humanos»10. A su vez, en 1994 las feministas autónomas organizaron un seminario sobre ética y feminismo para «construir mi estar en el mundo, mi personal libertad en su relación con la libertad y la buena vida de mis congéneres humanas»11. Finalmente, el pensamiento sobre los derechos humanos de las mujeres ha postulado la prioridad de una ética histórica sobre la filosofía especulativa, denunciando la manipulación metafísica de la moral en términos parecidos a los de Nietzsche cuando mostraba que el vínculo que liga la «voluntad de verdad» con los valores éticos nunca es inocente. Si para Nietzsche toda filosofía es una ética más o menos disfrazada12, para algunas teóricas de los derechos humanos de las mujeres la reflexión jurídica está informada por una ética que jerarquiza los valores según los sexos y que precede a toda elaboración descriptiva y demostrativa de la realidad13.
El feminismo latinoamericano debe entenderse como proyecto político de las mujeres y como movimiento social, a la vez que como teoría capaz de encontrar el sesgo sexista en toda teorización anterior o ajena a ella. «El feminismo es tanto el desarrollo de su teoría como su práctica, y deben interrelacionarse. Es imposible concebir un cuerpo de conocimientos que sea estrictamente no práctico», escribió Julieta Kirkwood en 198714.
La historia de las ideas feministas latinoamericanas está ligada al quehacer político de sus autoras o de sus predecesoras: mujeres que transitaron de la Revolución Mexicana a los nacionalismos, de las dictaduras a las formas de gobierno validadas por elecciones, de las democracias pasivas en términos de participación en las decisiones económicas y políticas a la crítica al caudillismo (disfrazado bajo el epíteto anglo-castellano de «liderazgo») y a las jerarquías de la política tradicional.
En estos transcursos, el pensamiento feminista latinoamericano ha