La muerte feliz de William Carlos Williams. Marta Aponte Alsina. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marta Aponte Alsina
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418504440
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decía él mismo, era demasiado tierno para ladrón, demasiado enamorado de la mujer para convertirse en chulo. Se amancebó con una prostituta un poco mayor que él. Regalaba amor a cambio de una sopa fuerte y cuidaba a los niños que la mujer no había sabido o querido abortar, cuidándose, por su parte, de no preñarla. Se hizo maestro del coitus interruptus. Señoritas, si desean salir de esa carga enfermiza que provoca muertes y locuras, las auxiliaré con mucho gusto. Entonces sabrán quién es el maestro del amor más inofensivo del mundo. Porque los hombres, hay que ver el daño que hacen derramando sus semillas en la maravillosa cueva de las ninfas. Aquella mujer fue su salvación, pero él hacía lo suyo. Cocinaba, barría, le prestaba atención a la trabajadora callejera que llegaba agotada a la casa, le preparaba baños de asiento y le recordaba su deber maternal para que nada les faltase a Céline y Jean Baptiste. Qué dos angelitos, le aterraba pensar en el futuro de los niños y por Dios que los adoptaría si supiera de ellos. El peso de la realidad es excesivo, pero eso, señoritas, deben saberlo ustedes. La vida no es fácil para las mujeres. Yo me hubiera casado con mi gorda si creyera en el matrimonio. Y no, su negocio era asunto de ella. ¿Cómo culpar a una mujer cuando el obrero, el peón nacido de una santa puta la maltrata y se cree más poderoso cuanto más la rebaja?

      Por aquí, falta poco, estamos llegando, aquí puedes dejarnos, Pierre. Ya hemos abusado en exceso de tu generosidad. Anda, hermano, a ganarte unos francos. Jacques las ayuda a bajar de la calesa y les ofrece sus brazos, regalándoles el resto de la historia. Mientras la amada prostituta descansaba de tanto caminar, él emprendía su recorrido por un París que no volverá, señoritas, un París recién fallecido, de callejones tan estrechos que las vecinas se intercambiaban escupitajos de ventana a ventana, mientras los hombres vaciaban las vejigas en las esquinas, que eran tantas como pelos hay en la cabeza de un león. Era un París de tabernas oscuras y atosigantes, de cubujones con mostradores revestidos de plomo, recargados con medidas de peltre para calibrar la potencia de los tragos, que si no le caía bien el parroquiano a la tabernera llevaban el condimento de un salivazo. En aquellos antros de todos los humores se clavaban las mesas a las paredes para que los pendencieros no las convirtieran en palos con que rajarse las cabezas. Con tiempo, un ambiente doméstico y un buen par de medias, podría escribir historias heroicas de cómo París resistió. El populacho, los panaderos, los albañiles y los carpinteros resistieron. No se cansaría de escribir si le pusieran de vez en cuando un buen café de Puerto Rico en la mesa de trabajo.

      Alice está harta de las ideas exaltadas de Jacques. Cada hombre tiene su estrategia de seducción. No era la primera vez que escuchaba el canto varonil de un anarquista sin un centavo en el bolsillo. Algunas mujeres no eran fáciles de atrapar con un pañuelito de tela tosca. Alice, eres una cínica, se dijo, como quien se encuentra hermosa ante el espejo. Se fue alejando de sus acompañantes, adelantando pasos. Raquel podría perder el himen triste y con la alegría del desvirgue inspirarse y pintar el retrato de la conserje del edificio, una avara miserable. Si le salía bien la efigie de aquella virago, llevaría una hogaza de pan a la casa. Las exiguas remesas del hermano se atrasaban. Por suerte la prima apenas comía. Hablaba hasta por los codos y se deslumbraba con nimiedades.

      En realidad, amigas, no me hagan caso cuando hablo de tabernas, dijo Jacques, advirtiendo el alejamiento de Alice. No sabía gran cosa de la ciudad vieja porque era muy joven. Solo la leyó en novelones, pero sí recordaba haber recibido en la pierna un bayonetazo de alcahuete francés. Eran hienas que se disputan los restos dejados por los prusianos. Los traidores acabaron con los comuneros que en tan poco tiempo habíamos dado a luz un mundo perfecto. Por eso Jacques existe: porque recuerda.

      El mundo perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al infinito. Los comuneros solo se representaban a sí mismos, pero no como representan los republicanos al pueblo, sino en asamblea permanente, donde cada cuerpo era el centro de un universo. Había espacio para el borracho depravado pero no para el usurero reincidente. ¿Verdad, primita? Descuartizábamos a los alcahuetes de los burgueses y de noche hacíamos fiesta con cocido de cerdo.

      Raquel se cubre la cabeza con las manos, se pone bizca. Alice Monsanto, cansada de las monifaterías de la primita puertorriqueña, barre con la mirada la anchura del carrefour y se fija en un café que brilla en la esquina de la calle Turín. Admira la elegancia de una pareja que se pasea, él con sombrero de copa, ella sosteniendo en una mano la falda y apoyándose con la otra en el brazo del hombre. Él, además de hacer ostentación de prosperidad con la panza fajada, sostiene un paraguas con la gracia de quien abre la cartera para dejar billetes crujientes en el plato de las propinas. Jacques le ríe las muecas a Raquel. Ella no puede imaginar a alguien tan gentil, con su cara marcada de puntitos de viruela y una mella entre dientes perfectos –pedacitos de coco– descuartizando y devorando carne de traidores. Los franceses y el teatro, los franceses y las charadas, los franceses y el destino.

Imagen 3

      Decidimos defender la ciudad, prosigue Jacques, hablando solo para Raquel. Alice lo hala del otro brazo, con la esperanza de que la pareja próspera se detenga en el café adonde arrastra a su prima y al novio sin que Jacques, con los ojos nublados por el ensueño de recordar, se dé cuenta de cómo la mujer pretende sentarlo en aquel lugar sin alma y para colmo carísimo. Dejamos nuestros espíritus en los callejones, en lo que quedaba de los barrios siniestros. Los bulevares siempre han sido refugio de cobardes, dice abanicando el aire con una mano de uñas mordidas.

      Ah, las barricadas. ¿Saben de qué estaban hechas las barricadas? De todas las cosas que usó Dios para construir el mundo y unas cuantas más. De adoquines arrancados al pavimento, de cuellos y culos de botella, de alambre de hierro, de los portones de los conventos, de materiales hirientes para evitar el paso de los traidores. Y de elocuencia, jamás se admiró gracia semejante. Yo mismo pronuncié un discurso muy aplaudido en la esquina de la calle St. Honoré, sobre la imposibilidad de que Dios hubiera intervenido en la canonización del caballo del rey Carlomagno, como me habían enseñado en la escuelita del padre cariñoso. Total, un caballo es más útil que muchos santos y que cualquier rey, y más noble. Montar a un rey contagia la sífilis, un caballo te lleva lejos de tus enemigos. Comerse a un rey produce envenenamiento, la carne de caballo es una delicia. Los ojos de un rey reflejan estupidez. Los de un caballo son joyas hermosas.

      Raquel casi ríe pero al ver la expresión enfurruñada de su prima Alice, tan biliosa de humores e impredecible, como si fuera mucho mayor de lo que confiesa ser, pone cara de funeral. El cielo se ha vuelto gris. Dan ganas de sentarse en el café y observar.

      Aquí, en este carrefour, se puede lucir elegante.

      Jacques no se da por enterado mientras Alice ordena para los tres, guiñándole un ojo al mozo para que no los eche a patadas del café con mesitas al aire libre y vidriera transparente. Jacques ha pasado del relato al trance. Sigue hablando de la Comuna de París, el poema épico de los pobres. El burgués pacta, el obrero defiende la patria. Liberticidas, ultramontanos, católicos, monárquicos, traidores a la República de París, a la soberanía de París. La soberanía siempre es local, señoritas. ¿Acaso deben esperar los hombres a que todos los habitantes del mundo se arranquen las vendas de la estupidez para proclamar su derecho a la libertad?

      Espíritu de concordia, unión y amor republicano. Eso fue la comuna. Si quieren les enseño la cicatriz. Muy buen café, buena nariz, resucita muertos, debe ser de tu patria, exótica, salvaje Raquel. Me duele todavía, nunca sanó bien. Por suerte no perdí la pierna. Sí, me cuidaron ella, y Celine y Jean Baptiste.

      Una tarde, al salir renqueando de la casa de la mujer que lo sanó con más cariño que cataplasmas, se encontró en la Place de Vosges con el tintorero Bongrand. Sentados en un banco, frente a la casa que había sido de Victor Hugo, se les acercó una pareja de niños pordioseros. Jacques sintió una rabiosa iluminación. Ya había olvidado cómo se nos dividió la vida. El paraíso duró sesenta días. Puedo describirlo en pocas palabras. Toda la humanidad anterior, hombres, mujeres y especies anónimas, habían sido bestias. Una inmensa mayoría de bestias, inconscientes de que las cadenas más invencibles están hechas de ilusiones. De un golpe, el pueblo