El muchacho se sienta en cuclillas. Alice y Raquel lo miran asombradas. Con el cuidado de quien levanta una carga de arena fina sirviéndose de una cucharita, Jacques pasa el dedo por uno de los adoquines sudados de lluvia con mugre y lamenta la perspectiva infinita, abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma. Le parecía un crimen la destrucción de lugares que, si la nariz se empeñaba, despedían todavía el cautivante olor a barricadas y pólvora. Y lamenta que la vista desde el mirador de Saint-Germain-en-Laye, una célebre panorámica, fuera ahora privilegio de ociosos como ese barón de Mauves que vivía chupando la inmensa riqueza de su mujer yanqui mientras se paseaba con mujercitas, y a veces se valía de los servicios de los cocheros inmorales para exhibir a sus recogidas, muchachas que no tenían más destino que la ruina de sus ilusiones, pues morían pordioseras mientras alimentaban fantasías de cortesanas.
(Formar letras despacio, venciendo aristas, dejando temblores en la página. Volver a la escuela de la mano infantil, que intenta dibujar rasgos uniformes y en cada repetición formar espejos y escribir espectros.
Fantasmas cinematográficos
París, 1878).
Jacques da un bastonazo en los adoquines y les asegura que mientras él las acompañe nadie se atreverá a ofenderlas. Es el novio de ocasión de Alice Monsanto, la prima y anfitriona de la pintora en París. Tiene el don del gesto teatral sin la pesadez de los franceses melodramáticos, educados en el culto de las grandezas de la patria. Despierta la simpatía de Raquel, que no tolera con paciencia las payasadas pedantes y sabe –siempre lo supo sin necesidad de que se lo enseñaran– que la tragedia no puede digerirse sin un grano de buen humor.
Ese día, para evitar que su hermano Ludovico cumpliera el juramento de violar a la primita puertorriqueña, Alice la incluyó en un paseo que Jacques propuso con solemnidad de anarquista enamorado, como si las citas galantes fueran lecciones de historia. Irían al carrefour donde convergen Turín y Moscú. Un amigo del muchacho, excombatiente de la comuna como Jacques, es el cochero a sueldo de una calesa de transporte público. Qué ocurrencia, no le cobraría un centavo al compañero. Me conformo, dice el cochero, con un casto beso de la primita de la novia. Solidaridad entre hombres con mujer de por medio, el resto torpe de una anormal camaradería. En el París de 1878 el hombre común no pasa de ser la rata sobreviviente de una matanza. A la propuesta Raquel opone una sola condición: que el cochero con cicatrices de viruela, bigote casposo y manos que parecen cantos de cuero sin curtir le recite a Ronsard, el poema dedicado a la amante senil que todo francés debería saber de memoria. Él se llama Yves y ni puta idea, así que accede a llevarlos de paseo, gratis, desde el Pont des Arts, donde habían recogido a Raquel, que salía del estudio de su maestro de pintura, Carolus-Duran, hasta Tullerías, cruzando el Sena por el Pont Royal. Ya en la calesa, Raquel termina de ponerse los guantes que sacaba del bolso cuando pasaron por ella. Y qué obra maestra pintaste hoy. Ninguna, lavar los pinceles del maestro y tensar lienzos. El domingo es día de limpieza. Soy la lavandera y planchadora del arte. Así empezó el gran Ingres, interviene Jacques, que jamás había visto un producto de la mano de Ingres.
En Tullerías, a la sombra de árboles frondosos, se hace la muda al carruaje de Pierre, un cochero menos astuto. Deslumbrado por la labia de Jacques, Pierre se contenta con una palmada en el hombro y la invitación a una cerveza y una pata de cordero un día de estos en el Veau à Deux Têtes, una taberna a la antigua a la que también prometía invitar a las chicas, muy cerca del Grand-Balcon. Hay que ir de noche para bañarse en la luz de las lámparas de grandes globos encendidos. A Jacques le falta un diente. Habla con un seseo de pajarito astillado. Imposible que alguien tan joven y a diente perdido diga dos palabras en serio, piensa Raquel, por más escalofriantes que sean sus historias de guerra, sangre y muerte.
La memoria de las calles arrasadas, los 30 000 muertos, el exterminio de la dignidad de los obreros; de tantas glorias y horrores algo quedaba en aquella solidaridad de hombres emasculados por la derrota, cuya dignidad apenas se alzaba sobre el lomo de sus animales. Cada encuentro era un homenaje a la mínima elegancia de andar erguidos.
Raquel no puede ver a los miles de muertos. No puede porque no quiere. Si les diera entrada tendría que morirse ella, y rondar las calles de París arrastrada por los muertos asesinados, que no la dejarían volver a su lugar pequeñito, el patio de la casa mayagüezana donde la espera su propia muerte desde el día de su nacimiento. Por suerte Jacques la escuda con alabanzas a la sangre derramada.
Hasta el escribano divino, el maestro Victor Hugo, se ha dejado seducir por estos burgueses que pronuncian la palabra república como antes los cónsules del Terror llevaban la escarapela en el sombrero. Claro, el maestro es un anciano –dice Jacques, temeroso de la blasfemia que acaba de escapar de sus labios.
A Alice Monsanto ya empieza a cansarle la obsesión combativa de Jacques. Con suerte la primita se lo llevaría de souvenir del paso de una mayagüezana por París. Qué palabra inverosímil. Mayagüez. Suena a seda y canapés flotantes, pero, a juzgar por la pobreza de la nativa, no llegaba ni a desierto. Qué aburrida y terrible la suerte de las primas pobres, a un paso de la prostitución callejera si no aprenden a manejar con astucia sus encantos fugaces. Entre todas las parientas pobres, las primas tienen su propio cuadro de circunstancias. No es lo mismo una prima pobre que una sobrina o una nieta pobre.
A Jacques todas las mujeres, desde las sílfides hasta las hombrunas, le recuerdan el milagro de la belleza frágil, el contrapeso del fatídico destino de la guerra que les ha tocado a los machos por pura maldición muscular. Le había salido el bigote en las barricadas, mientras los prusianos entraban y salían de París haciendo lo que les daba gusto y gana, después de mearse con puntería de perros en los monumentos de la patria consensual, abstracta, desmemoriada. La plaza donde habían decapitado a tantos nobles, al rey cornudo y a la reina de los pasteles, era ahora La Plaza de la Concordia. Donde hubo sangre de comuneros y traidores se abrían bulevares infinitos.
La memoria de Jacques es más parlanchina que la de sus compañeros cocheros. Nadie quiso enfrentarse a los prusianos para defender un imperio cuyo monarca se cagaba encima (aquí suelta un pedo con tufo a carne fermentada que las muchachas reconocen con maldiciones y risas). Por lo demás, sus modales son de niñera atenta. Las toma del brazo para cruzar las calles, las mira con ojos mansos, ríe con discreción, les pregunta bajo qué signo zodiacal han nacido, si les gusta más el sabor de lo dulce o la sacudida de las cosas saladas, si padecen de insomnio o mal de nervios, cómo se llamaban sus madres, qué flor prefieren, qué perfume les gusta, por qué tienen las manos tan adorables, los pies tan pequeños y las voces tan melodiosas. De pronto vuelve a su arenga, alentado por el oído solidario de Pierre.
Los aliados burgueses del emperador se escudaron tras una indiferencia imbécil de comerciantes de aldea. Abandonaron París cuando se acercó el alemán, escondiéndose entre los espejos salpicados de mierda de Versalles. Por tanto, grita Jacques, solo los pobres defendimos la igualdad, la libertad y el derecho a la alegría. La alegría fue el espíritu protector de la Comuna. La alegría dispuso los diez mandamientos de los comuneros. Si fueran ley, nuestro único gobierno sería la felicidad. Ningún niño pasaría hambre. Los viejos morirían en paz, tras una madurez saciada en la fuente terrenal de la sabiduría. El conocimiento ya no estaría oculto, brotaría de la alegría, liberado por la solidaridad entre los hombres, y, sobre todo, entre las mujeres.
Jacques era el segundón de su familia. Demasiado díscolo para monaguillo, se fugó de la iglesia de Saint Sulpice, donde el cura viejo insistía en unas caricias insoportables, qué mal aliento tenía