Habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo.
Mayagüez, puerto de primera clase donde ancla el único vapor con que cuenta la isla, huele a brea, a borrasca. Cerca del puerto hay un mercado que alguien compara con el palacio de cristal de Londres. Mayagüez es aduana de primera clase, con agentes consulares de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, los imperios que inventaron un Caribe de sirenas y ron. Tiene 12 168 habitantes en 1860. Y, en 1878, un gasómetro que alimenta 254 faroles y 450 luces en casas particulares, una estación telegráfica, un mercado de hierro con zócalo de mampostería, cinco abogados y nueve médicos, una biblioteca popular, 37 calles y cuatro callejuelas.
A pesar de su carácter de pueblo sin amantes permanentes, la villa portuaria extendía sus contactos hacia el Caribe de los imperios enemigos –St. Thomas, Jamaica, Martinica– y hacia La Española y Cuba, como si esa punta occidental de Puerto Rico fuera otra isla, a salvo de las autoridades españolas que encerraban compatriotas desafectos al régimen en los calabozos de la ciudad capital (bastaba con no cederle la acera a un militar). En Mayagüez hizo su práctica de médico Ramón Emeterio Betances, conspirador revolucionario. Betances fue el estratega principal del alzamiento en armas contra el régimen español en 1868. Desde uno de los lugares de su prolongado exilio –primero en Santo Domingo, Haití y Nueva York, luego en París– escribió sobre la debilidad del movimiento revolucionario: “de la isla solo Mayagüez y de Mayagüez la minoría tal vez, qué decepción”. Mayagüez y sus alrededores –llanos sembrados de caña, playitas de arena blanca– le evocaban un paisaje de ensueños épicos burlados, de vergonzosa retirada y soterramiento. Lo que se dio a la fuga tras la cárcel y el exilio sobrevivió en el sigilo de las sociedades secretas y las conspiraciones. Algo no muere en la dispersión de esa memoria.
Lo que Raquel le contaba a William Carlos sobre sus orígenes en Mayagüez es una historia trillada, por la frecuencia con que la realidad calca los tópicos del melodrama. La madre de Raquel era natural de Martinica. Se llamaba Meline Hurrard. Meline se casó con un comerciante de ascendencia holandesa y ancestros judíos llamado Salomón Hoheb. La mujer abortó varias veces. Se le lograran dos hijos: Carlos, brillante, moreno, de labios gruesos, con un talento universal presidido por el instinto de la música; y Raquel, a quien llamaban, con más pasmo que cariño, la zurrapa.
Todavía hablaban en Mayagüez los escenarios del bullicio comercial. Alrededor del puerto se trazaron avenidas y se edificaron almacenes en edificios de fachadas simétricas y austeras con arcos de medio punto o en carpanel. Se exportaban azúcares, melaza, ron, café, tabaco, algodón, cueros, ganado. De noche, tras las puertas altas, se oía el líquido tintineo de las monedas que ordenaban los contables. El calor, el fuerte olor de las mercancías almacenadas, embriagaban el desvelo de los escribanos de buena letra.
En aquellos almacenes pudo haber sido aprendiz Salomón Hoheb, el padre de Raquel. William Carlos cuenta que los antepasados de Salomón eran holandeses. Un estudioso informa que Salomón era hijo de Samuel Hoheb, procedente de Holanda, el primero de la familia que se estableció en el Caribe, en la isla de San Eustacio. Otros documentos mencionan a un Salomón Hoheb nacido en la isla de St. Thomas en 1804, de padre llamado Benjamín y madre llamada Raquel. La madre de Salomón casó en segundas nupcias con un Enríquez.
Es poco lo que conocemos de Salomón Hoheb. Sin embargo, se sabe de su buen humor y de su oficio de comerciante. Supongamos, para dar piel y olor a este tejido, que Salomón hizo el aprendizaje de un muchacho de familia modesta en uno de los almacenes del puerto de Mayagüez. No siendo rico, lo aprendió desde el piso, donde dormía vigilando que no entraran ladrones dedicados al contrabando de mercancías. Imaginemos que luego fue ascendiendo a asistente de contable por peldaños, entre estirones y cambios de pantalón, hasta acumular unas monedas y comprar al por mayor unas velas de estearina que revendió con ganancia. Se hizo cicatero en las compras y astuto en las ventas, añadiendo eslabones a la cadena del comercio, hasta convertirse en mayorista distribuidor de cargamentos de arroz y harina de Europa y Estados Unidos. Ya hombre, y a punto de casarse, se asoció con un alemán de apellido Krug.
Muerto el padre, Raquel se comprometió con el piano, aunque ya no podían pagarle las lecciones. Cuando el padre vivía tenían que obligarla a practicar el solfeo y las escalas. Cuando el padre faltó convirtió en trabajo todo el amor que dejó sin respuesta aquel hombre. La niña se aferraba a la banqueta del piano como antes a la falda del padre bromista. (Fue anfitrión de Gottschalk y de Adelina Patti, adoraba la ópera. Se hizo pintar de medio cuerpo por un discípulo de Metcalf, o quizás por Metcalf mismo, el maestro tuberculoso nacido en Massachusetts que en Mayagüez añadió a su padrón de caras las fisonomías de realistas fugitivos del ejército libertador de Bolívar, y a su paleta una tonalidad lugareña del mar).
La huerfanita Raquel perfeccionaba el francés en la escuela de Madame de Joinville, a cambio de interminables promesas de pago que raras veces podía cumplir la madre. Balzac hubiera narrado a Madame en una de sus novelas de provincias, llamándola Mère de Joinville: pulcra, rígida, de afectos reservados para su remota aldea en la Bretaña o en Provenza. Hay una novela (escrita o soñada) sobre aquellas mujeres blancas en la villa de Mayagüez, las mismas que en sus países hubieran sobrevivido manteniéndose con dificultad a un paso de la miseria. En el caso de Madame de Joinville la conjetura menos arriesgada sugiere que impartía todas sus lecciones en francés. Haciéndolo subrayaba las diferencias entre la lealtad regionalista de quienes se llamaban a sí mismos hijos del país y los extranjeros que formaban colonias fugaces.
Para imprimir en sus pupilas los signos de una mujer blanca, Madame de Joinville enseñaba, ante todo, dos disciplinas: una postura erguida y un acento que, en su caso, por ser de provincias, no era del todo presentable. Menos importancia se otorgaba a las clases de baile y de gramática. A las de baile porque no abundaban las ocasiones festivas entre las colonias de comerciantes, y no eran tantos los franceses solteros. Tampoco sobraban los hombres de buena posición económica, blancos o morenos sin precisión de origen. Además el baile era una peligrosa convocatoria a la entrada de los ritmos negros en el giro de las caderas o la coquetería de los hombros. La gramática se limitaba a una claridad gentil, útil en la redacción de cartas. Cuando se anticipaba que la blanca tendría que trabajar, se enseñaban los oficios de costura, dibujo y pintura. A su regreso a Francia, con suerte y referencias, las jóvenes podrían emplearse de institutrices o modistillas. (En un retrato que acaso se conserva en algún archivo entre los millones de acervos familiares, municipales o metropolitanos del planeta, sin que sea ya posible saber quién fue esa señora, Madame se recoge el pelo escaso en una redecilla. En la misa de aguinaldo o la celebración del 14 de julio, toda una manifestación de patriotismo escolar, usaba una cofia almidonada y un cuello de encaje con soporte de hueso de ballena).
Algo más le enseñó la de Joinville a Raquel. Madame cultivaba plantas aromáticas y con ellas preparaba yerbas deshidratadas para tés y bolsitas que combatían la polilla, la humedad, la histeria. Tu planta es la lavanda, Raquelita. Aquí no se da bien, aunque con buena sombra y cariño todas las plantas se aclimatan en este suelo, más generoso que su gente. Esta me la obsequió Isabel de Paradís, que es una bruja, y todo lo consigue de ese marido millonario que Dios le deparó, y quién sabe de quién más, y para colmo le luce tan mal ese pelo de un tono rubio sospechoso. La matita se me ha dado bien porque el canalla de Krug, que algo sabe de coleccionar plantas, le confió a mi marido una formulación para preparar tierra y abono.
Al punto de enviudar Meline, el socio del marido, el tal Krug, empezó a arrebatarle los bienes familiares. La martiniquesa no se echó en un rincón a llorar. Conocía el ritual mercantil de tanto observar los trajines ruidosos de los hombres. Ella y su niña pudieron haberse muerto de hambre, pero a Meline no le quedaba bien el papel de dama frágil. Dinero no tenía. Conservaba sus amistades y el ejemplo de los ancestros. El padre de Meline, se cuenta, provenía de una familia de armadores de barcos y comerciantes de licores, franceses de “ascendencia vasca”, domiciliados en Martinica.
Madame de Joinville recibía