La nostalgia insatisfecha es el alma de los mercados. A Meline se le ocurrió comprar telas, trajes y accesorios a crédito y revenderlos a sus amistades. Eran mujeres distinguidas de la sociedad de extranjeros que pasaban en la isla el tiempo necesario para enriquecerse y volver a Europa, a Cuba o Venezuela.
El cariño de Madame de Joinville hacia Meline y su zurrapita era auténtico, equiparable a su odio a los teutones, sobre todo a Krug, por ancestrales rencillas territoriales y por haber dejado a sus amigas en la miseria. Ni ella, ni Meline, ni Isabel de Paradís, la otra bruja madrina de Raquel, albergaban muchas esperanzas para la niña. Lista, alegre, menuda de pies, pero pobre, difícilmente encontraría marido.
Meline le había comprado a su niña un retazo de seda negra de primera calidad, cuyo origen se remontaba a los telares de Lavilledieu y que fue recorriendo mercados sin que las manos anteriores adivinaran las siguientes en el oleaje de alzas y bajas que la mercancía acumula, hasta recalar en un almacén en la isla de St. Thomas, donde ninguna transacción era inconcebible –desde el trueque del azul añil del Mediterráneo por los tonos azucarados del Caribe en tiempos de calma hasta el contrabando de opio–. Con el retazo resistente la madre cosió un traje holgado pero fiel a las formas de la niña. Lo guardó en un cofre grande, entre saquitos de lavanda, para cuando creciera un poco aquel chispo de humanidad. Te lo pondrás en París. No sé cuándo, pero irás. Somos francesas. Tu hermano Carlos no te desamparará. Es un hombre bueno. Sabe que ahora me ayudas para que él pueda quedarse allá haciéndoles compañía a los ratones. Irás a París porque es tu patrimonio, y porque eres artista.
El temperamento de Raquelita es vivísimo, su inteligencia notable, apuntó Madame de Joinville en un cuaderno dedicado a las alumnas de la Escuela Francesa de Mayagüez. En eso estaban de acuerdo madre y madrinas. La madre se quedaba boba cuando la mujercita copiaba los modelos de Le Journal des Modes Special pour Couturières, alterando detalles imposibles de imaginar sin haber pasado una temporada en las quimbambas del trópico, donde se disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas porque no hay nada más. A un traje violeta de falda doble le añadía unas guirnaldas de miosotis, más vivas que los guindalejos del original. En el dibujo del sombrero de paja de una niña, nada le impedía colocar una plumita de colibrí, ni le quedaba mal ampliar el vuelo campaniforme de una falda de seda negra con una enorme esmeralda facetada en la cintura, semejante a la que Isabel de Paradís lucía en el dedo anular.
Bajo la disciplina de Madame de Joinville, que la obligaba a sentarse muy derecha, con los lápices de dibujo formando un arco iris en la superficie rayada de la mesa que compartía con otras niñas, la repetición que llevaba al hartazgo, como si la pedagogía consistiera en matar el deseo de aprender, produjo numerosos dibujos idénticos de un muñequito con articulaciones. En otra ocasión, la maestra colocó en pequeños atriles unas reproducciones en cartón de figuras geométricas. Todavía no llegan de Nueva York, dijo, las figuras de yeso que le pedí al marido de Isabel de Paradís. Pero en estas cartulinas está todo lo que necesitan. No olviden las sombras. Las sombras dan forma a los cuerpos. Ya terminé, dijo Raquel. Madame de Joinville, que en la escuela era inflexible, examinaba el dibujo y lo rompía, entre las risas de las demás niñas. Ni una lágrima, me oyes, tú no puedes darte el lujo de llorar. Ahora hazlo otra vez.
Era cierto que con la repetición de círculos, rectángulos, pirámides y óvalos, la persecución de las sombras se fue haciendo parte de los juegos de la niña. Quedó tan arraigada en su comportamiento como la buena postura. Una prueba desconcertante de esa segunda piel que le creció entre la mano y el ojo era el hábito de dibujar, al dorso de las esquelas que repartían en los velatorios, las efigies de los muertos. Retratar difuntos pudo haber sido un oficio bien pagado, pero salvo algunos valientes los deudos no apreciaban el aura de aquellas imágenes, donde la penumbra insinuaba figuras acompañantes que podían ser amables o temibles, pero siempre incómodas. Es el cuadro espiritual de cada uno, la niña no inventa nada, decía Isabel de Paradís, que le compró el retrato de una tía en capilla ardiente, aunque fuera para quemarlo luego. Tú, niña, dedícate a pintar paisajes, es más decoroso, le aconsejaba Meline sin mucha convicción. Para ella era evidente que la niña tenía facultades de médium. Sabía por experiencias con parientes y vecinos que quien no desarrolla sus facultades para bien del prójimo se hunde en la locura, pero no le apetecía vivir en una ruina invadida por espíritus burlones. Mejor te quedas en casa cuando yo tenga que dar algún pésame. Los niños, pájaros amaestrados. Hay que abrirles la puerta de la jaula para que vuelen y vuelvan. Pinta lo que veas, pero trata de ver lo que vemos los demás, muchacha.
En el patio de la casa los árboles filtraban la luz. La niña buscaba un tono de verde mezclando azules, amarillos, negro. Un regalo de la imprescindible Isabel, aquella cajita con una variedad de tubos de colores, toda una novedad de fabricación inglesa. ¿Pero qué pinto? Qué vas a pintar, píntame a mí, le decía su tío político, el borrachón Enríquez. Y ella trazaba la figura geométrica de la cabeza del tío. Era una máscara de fealdad, un rectángulo parecido a un ladrillo, con ojos turnios, boca mellada y bigotes. Pues sí que se parece, decía Meline, ahora pinta algo más hermoso, árboles, flores. La naturaleza, decía Madame de Joinville, es madre y maestra. Pero pintar un paisaje de izquierda a derecha y de norte a sur en aquel patio polvoriento que el trajín de los sirvientes y de la madre llenaba de ruidos era superior al empeño de la zurrapita. De manera que se limitaba al detalle de un pétalo de la gardenia más abierta o a repeticiones en serie de una imagen particular: una gota de agua que se desliza, o el pico de una gallina moquillenta. De ahí saltaba a ponerse el sombrero para acompañar a Meline al almacén de los Paradís, o a sentarse al piano cual abeja que ronda. La niña practicaba sus escalas sin dejar de ser la aprendiz de comerciante de la madre. Tocaba los novedosos ejercicios de Czerny machacando las teclas con una fuerza que dejaba exhausto al piano sobreviviente de los porrazos de Gottschalk. Cuando no hacía chistes y travesuras o ponía cara de monita, afloraba una solemne intensidad. Remontando olas, terminaba desfallecida, aunque luego metiera las manitas en uno de los guantes que la madre había encargado para M. Font, otro de sus clientes, y se riera con Meline de la solemnidad sentenciosa de la de Joinville.
Stern and frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.
A fuerza de empeñarse en sobrevivir para que su hijo terminara la carrera, Meline se fue tornando más dura que el acero de las puertas de un almacén. Aprende de mí, muchachita, que no te voy a durar para siempre. De aquella tenacidad encallecida supo Raquel lo que su madre joven no le había enseñado. Cuando el marido vivía, Meline solo pensaba en darle cuerda al reloj del día para que el orden de la casa marchara bien. Un orden modesto y decoroso, elegante y frugal, le repetía al marido. Salomón, que Dios lo tenga en su santa gloria, se dejaba dominar por gustos de nuevo rico y derrochaba lo que no tenían en invitar músicos y amigos a tertuliar.
La cuerda de Meline: supervisar a los esclavos, que a juicio suyo no superaban en malicia a los niños; compartir con la cocinera las recetas que había aprendido de oído y de vista en el fogón de la casa de sus padres, en Martinica, antes de embarcarse a Puerto Rico. (Raquel postrada y delirante retiene en el paladar el sabor de la sopa de Mayagüez. Era un mejunje de quimbombó espesado con harina de yuca, que jamás pudieron reproducir ella y sus primas en las cocinas de New Jersey y Nueva York). Velar que voltearan los colchones cada semana, que lavaran una vez al mes la ropa de cama y dos veces al mes las prendas íntimas de la familia y las tendieran a secar en cordeles tensados entre los árboles de caimito y corazón, en el patio trasero. Asegurarse de mantener cubiertos los barriles de agua para que no les cayeran gusanos.
Muerto el marido alquiló unos años a los esclavos y luego los liberó, ya viejos. No lo hizo por misericordia. A juicio suyo eran sus niños y los niños no se desprenden nunca, en sentido visceral, de la madre. Los emancipó porque ya no podía mantenerlos y nadie le daría por ellos el precio justo. Mamá, piensa desde su eterno pasado la vieja Raquel, recordando a la señorita Raquel, era más pobre que sus esclavos, pero no lo sabía. La certidumbre de que si no le hacía caso a su pobreza no sería