Hoy en día, para ser un buen dirigente, se deberían exigir al menos las siguientes cualidades: honradez (ética), transparencia (estética) y vocación de servicio (épica).
Las cuatro «ces» del líder
«Los que gobiernan deben parecer grandes en todos sus actos y evitar mostrar cualquier indicio de debilidad o de incertidumbre en sus decisiones».
El máximo don de un príncipe es el de ser un buen trilero. Vender cualquier acto con una retórica y una adjetivación que lo conviertan en superlativo. La mesura es signo de debilidad para el pueblo. Y el príncipe gobierna con el favor del pueblo o no gobierna.
En todo caso, para el líder es esencial conseguir una imagen de cierta excepcionalidad, hacer creer que pocos o ninguno tienen las capacidades para ocupar su puesto.
Mazarino aconsejaba: «Cada vez que aparezcas en público… intenta comportarte de manera irreprochable: una sola metedura de pata es suficiente para manchar una reputación y el daño es a menudo irreversible». No es menos cierto el dicho: «Cuando lo hago bien, nadie se acuerda; cuando lo hago mal, nadie lo olvida». Y mucho menos hoy día, con la huella digital indeleble que dejamos con casi todas nuestras acciones. Ya decía Baltasar Gracián: «Nunca defenderse con la pluma, que deja rastro».
Llevándolo al contexto actual, podríamos decir que se trata de factores que ayudan a consolidar al líder. El prestigio se construye con muestras de ingenio. Pedagogos expertos indican que las escuelas deberían dedicarse a enseñar las cuatro «ces»: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. La creatividad está asociada al ingenio, un aspecto que se está impulsando en la formación de los nuevos líderes y que se considera vital para el siglo XXI. Es más, sigue siendo de los pocos factores que nos diferencian (y diferenciarán) de la creciente inteligencia artificial.
El ejemplo es (casi) lo único que enseña
«Cómo deben emplearse los ejércitos mercenarios, por un príncipe o por una república: en el primer caso, el príncipe debe ponerse al mando del ejército».
A pesar de su visión negativa de la naturaleza humana, para Maquiavelo es de primera importancia que el príncipe acuda «en persona» al combate. Se señala de este modo la relevancia de la presencia física para ejercer el liderazgo. Sin duda, el ejemplo personal es la mejor de las motivaciones.
Ya lo decían los romanos: exemplum docet («el ejemplo enseña»). El líder tiene que ser visto en todos los escenarios, con sus seguidores, con su gente, y todo lo que hace, y cómo lo hace, tiene que servir de ejemplo. Como el profesor Dale Carnegie solía decir: «El ejemplo es casi lo único que enseña».
La presencia en primera línea del campo de batalla persigue el contacto directo entre el líder y los seguidores y así generar la confianza imprescindible para una buena moral de combate. No debe olvidarse que liderar no es otra cosa que influir basándose en el factor humano.
Jenofonte lo decía con toda claridad: «Durante las acciones guerreras debe ser manifiesto que el jefe supera a los soldados en aguantar el sol en verano, el frío en invierno y las fatigas en el transcurso de las dificultades». El príncipe debe encabezar sus ejércitos, debe dar ejemplo y ser ejemplar, debe sufrir con su gente. Solo así su tropa reunirá el valor necesario para redoblar sus esfuerzos y mantener a salvo sus intereses. El ejemplo en el ejercicio de la milicia hace creer a todo soldado que su mando está siempre con él, que padece lo que él y come el mismo rancho. Y si él muere, es porque su príncipe está en situación de hacerlo también.
Clarence Francis nos recuerda una gran verdad: «Podemos comprar el tiempo de las personas; podemos comprar su presencia física en un determinado lugar, podemos incluso comprar sus movimientos musculares por hora… Sin embargo, no podemos comprar el entusiasmo, no podemos comprar la lealtad, no podemos comprar la devoción de sus corazones. ¡Esto debemos ganárnoslo!».
El liderazgo requiere acción, no se gana a distancia o desde la oficina. Ni siquiera en estos tiempos de teletrabajo, que, por otra parte, también necesitan de un «teleliderazgo» especial, en forma de presencia virtual constante.
«Fernando II de España […] se ha convertido en el primer rey de la cristiandad por su reputación y gloria. Si se examinan sus actos, se descubrirá en ellos una altura de carácter tan elevada que algunos parecen incluso desmesurados».
Ejemplo y prestigio siempre están asociados en el largo camino de la consolidación del líder. Maquiavelo nos recuerda de nuevo la importancia de dar ejemplo para conseguir ser un buen príncipe. El ejemplo evita tener que dar lecciones ni recordarlas. Es la mejor enseñanza que se puede transmitir y la que con más facilidad se asimila. No precisa de ninguna imposición. Cierto es que no todos los que ven buenos ejemplos los siguen; hay quien, precisamente por haberlos visto, hace justo lo contrario. Pero no suele ser lo habitual. Al final, todos, incluso de forma inconsciente, tendemos a replicar los ejemplos que hemos visto y vivido, sea en el seno familiar, en la escuela o en el ámbito laboral.
Un buen líder es un buen lector
«El príncipe debe leer la historia y poner atención especial en las hazañas de los grandes capitanes, y examinar las causas de sus victorias y sus derrotas. Sobre todo, conviene imitar algún modelo de la antigüedad y seguir sus huellas».
Entre las obligaciones del líder, Maquiavelo da mucha importancia a que debe formarse leyendo historia. Estudiar las batallas pasadas aporta múltiples lecciones: desde los escenarios en los que tuvieron lugar, que suelen ser recurrentes, hasta las estrategias, las tácticas y los medios empleados. También nos ofrecen enseñanzas acerca del miedo y el valor, el liderazgo, la obediencia, la disciplina y todos los elementos abstractos que aparecen en esta guía para líderes que nos propone el autor florentino.
Maquiavelo fue original al promover el conocimiento de la política, buscando principios y reglas a modo de guía, que pudieran facilitar la acción del príncipe o líder. Pero una de las claves para entenderlo bien consiste en examinar sus propias fuentes de aprendizaje, entre las que destaca la historia y la observación de los acontecimientos de su presente, de donde extrae sus conclusiones acerca de lo que funciona y lo que no, y que le permite aprender cuáles son los rasgos del líder al mismo tiempo que profundiza en el conocimiento de la naturaleza humana.
También para Mazarino era fundamental leer historia para cualquier líder: «Hallarás en los libros de historia precedentes que te servirán de inspiración». Conocer la historia y extraer lecciones de ella, del ejemplo de los lideres anteriores y las circunstancias que los forjaron, siempre es útil. Aunque cambien los escenarios y las armas, el alma y el comportamiento del ser humano no ha variado tanto: se sigue moviendo por la tríada compuesta por el poder, el reconocimiento y el temor. Quien los sepa usar será un gobernante capaz de manejar durante mucho tiempo una república. En nuestros días, si bien se enmascaran los actores, las formas de control y de reputación siguen siendo las mismas. Hoy también sabemos que conocer la historia y aprender de ella es absolutamente necesario. Por eso, es esencial ensalzar el valor de las humanidades en la formación general, ya que aumenta las posibilidades de entender el entorno. Ya no estamos en la era de la información, sino en la era del conocimiento, pero tenemos que progresar hacia la era del pensamiento.
Muchos clásicos, como Pericles, Tucídides, Julio César o Napoleón, son ejemplo de líderes que promovían las enseñanzas y aprendizajes que nos ofrece la historia. El conocido autor y conferenciante Zig Ziglar decía: «No todos los lectores son líderes, pero todos los líderes sí son lectores».
En el nuevo liderazgo, tenemos que ser conscientes de que nuestra historia nace en el pasado y que, para conocer nuestro presente, tenemos que remitirnos al pasado, pero sin cerrar nunca la puerta al futuro.
Como decía el príncipe Von Bülow: «La veneración a su pasado histórico… es el criterio más seguro de los pueblos fuertes y grandes».
Dime