Poniéndonos ante lo concreto, de la conjunción de un territorio tan diverso y agreste, a veces inaccesible, con una diversidad étnico-lingüística grande a la cual se suma su secular desigualdad, resulta una vertebración nacional incompleta, y en el mejor de los casos, una modernidad reciente. De ahí que el fenómeno de la movilidad sea heterogéneo y de flujos cualitativamente diferentes corriendo juntos. Los campesinos pobres siguen dejando el campo por la ciudad, pero también van a las minas o hacia la selva, a sembrar coca o en pos del oro; hay una diáspora peruana de casi tres millones en Estados Unidos, Chile, España y tantos sitios, compuesta por gente de muy diversa calificación. Además el país conserva la riqueza de los antiguos peregrinajes cuyas celebraciones multitudinarias ponen de manifiesto que la memoria heredada está viva, aunque en otros sitios vaya desapareciendo. Y a ello se suman el inédito fenómeno de millones de turistas que lo recorren y el cada vez mayor número de viajes de índole profesional y de negocios. Hay, por lo tanto, espacio-tiempos distintos y desconectados. Pese a la mejora de las carreteras desde los años noventa, los trayectos por transporte terrestre a recónditos lugares del interior son siempre incómodos, prolongados, de dos días y más. Por ejemplo, Churcampa, Huaytará o Pampas y otras localidades ubicadas en el departamento de Huancavelica, vecino al de Lima, estaban hasta hace pocos años separadas de la capital por dos días de pesado viaje terrestre.20 Y aventurados, por la cantidad de accidentes y asaltos, mientras los turistas que vienen de Madrid llegan al aeropuerto limeño en once horas, los de Miami en poco más de cinco. La calidad de los caminos y la duración de la travesía son directamente proporcionales a la jerarquía de los lugares, como si el trayecto en el espacio llevase de una época a otra. El paso de esos abismos peruanos (metáfora y realidad literal) hace palpable las afirmaciones teóricas de la modernidad inacabada y de la nación invertebrada; y la espesura de lo local, de su persistente lejanía, marcan una diferencia no superada con respecto a un Primer Mundo que con tanta comodidad conecta las nociones de ‘global’ y ‘local’ en una especie de continuum mundial de equivalencias, que debería ser visto, según sustentan algunos teóricos estadounidenses, como una «[…] interpenetración de civilizaciones geográficamente distintas […]» en cuya virtud la globalización ‘genera’ localidad y comunalidad (Robertson 1995: 29-30, traducción nuestra).
Afirmaciones como esta quizá evoquen algunas pequeñas y dispersas urbanizaciones cosmopolitas del norte posindustrial. Ciertas zonas de California o de Carolina del Norte, por ejemplo, cuyas redes de autopistas, salpicadas de malls instalados en entornos naturales cuidados, son velozmente recorridas por sus moradores, disolviendo distancias, diferencias de niveles de ingreso y estilos de vida que tradicionalmente demarcaban al campo frente a la ciudad, sin que esa intensa movilidad estadounidense esté compuesta solamente de inmigrantes poco educados o indocumentados.21
Pero pese al avance del nuevo siglo no es así en buena parte del interior del Perú, cuyo localismo sigue siendo sinónimo de atraso, del pesado silencio de los parajes aislados donde la gente que todavía no emigró siente la ausencia del Estado. Las mejoras en infraestructura observadas, tomando ejemplos sueltos, en poblados paucartambinos como Huancarani o la comunidad Inka Páucar del distrito de Colquepata, la de Cancahua en Canchis, denotan más movimiento y circulación de información que hace veinte años, pero siguen transmitiendo esa sensación de un localismo acentuado por la marginación. Frente a ello contrastan algunos pueblos que se benefician con el turismo pero que son excepciones debidas en cierto modo al azar. El valle del Colca, en la provincia de Caylloma, fue ‘descubierto’ para el Perú moderno en los años setenta gracias a los trabajos del Proyecto Majes, con lo cual se dotó a la zona de vialidad moderna y energía. El tiempo estancado en el que habían vivido los pueblos de las etnias collahua y cabana se puso en movimiento, para exponer su vida, costumbres y paisajes al visitante, aunque esa conjunción haya sido fortuita.22
Cañón del Colca, 2010
Javier Protzel.
¿Qué sentirían los viajeros al contemplar estas montañas bravías y sus temibles abismos al andar sus caminos de herradura? ¿Qué pensamientos les traería el silencio absoluto?
Por otro lado, los desplazamientos que caracterizan a la modernidad nacional han implicado cambios en la mirada hacia el entorno y en la capacidad de contemplación. Sin intención de generalizar, noto que en el Perú actual cuanto más poblada una ciudad, y mayores su contaminación visual y densidad vehicular, más ‘moderna’ se le juzga. El humo tóxico y los embotellamientos en su jungla de asfalto parecen ser un costo indeseado del progreso, y las horas diarias de movilidad dentro de la urbe uno de sus componentes aceptados. Esto ocurre precisamente en la época de mayor construcción civil en la historia peruana, y por lo tanto de cambios de residencia y edificación empresarial. Se vive bajo el signo del avance entusiasta de lo nacional y moderno de cuño centralista, al constatarse, entre otros elementos, la reproducción de los estilos arquitectónicos y de consumo limeños en varias ciudades. Baste con ver en casi todo el territorio la simplicidad de los volúmenes ortogonales y racionalistas del funcionalismo adoptado por algunos arquitectos peruanos de vanguardia desde fines de los años cincuenta (Günther y Lohmann 1994: 282-292), o encontrarle un aire a San Borja o Vista Alegre a algunas urbanizaciones de gente pudiente local en Piura como en Tacna, incluso en Huamanga y en el Cusco, sin olvidar las apropiaciones estilísticas de las viviendas ‘chicha’ híbridas de los suburbios de Lima y otras ciudades del interior. La materialización de lo social en el espacio es además manifiesta en las modalidades de transporte, corolario del crecimiento urbano, reproduciéndose así a menor escala el caos vehicular limeño en poblados medianos y pequeños. El abigarramiento de las camionetas combi en calles estrechas de Cajamarca, sus carreras suburbanas entre Pisco y San Andrés, o incluso sus servicios a lo largo de las trochas polvorientas que hace pocos años salen de Lircay —en Huancavelica— hacia comunidades antes incomunicadas como Huanca-Huanca,23 son muestras indudables de una modernización que simultáneamente señala a escala nacional un nuevo régimen de uso y percepción del espacio. Se estima que el tráfico interprovincial de pasajeros creció entre el 2000 y el 2010 de 56 a 72 millones, con incidencia superior en el sur de la república.24
La tolerancia de la población de origen inmigrante frente a las deficiencias de la vida urbana en asentamientos emergentes —incluyendo necesidades básicas insatisfechas y transporte incómodo— se explica por ser la alternativa respecto a la exclusión padecida en geografías periféricas. Haber pasado rapidísimo, en el lapso de una o dos generaciones, de regímenes socioeconómicos casi serviles, cuya regla era mayoritariamente la vivienda sin agua corriente ni luz eléctrica y un habitus cultural tradicional heredado y poca educación escolar, al acceso a los bienes simbólicos modernos gracias a la inserción en los mercados urbanos y a lo que estos irradian a través de los medios de comunicación convierte en razonables a las apropiaciones populares de la vida urbana moderna. Por azarosa que esta última sea, marca un giro notable que permite la aparición de ese ‘nosotros diverso’ de lo nacional (Degregori y Sandoval 2008).
Contemplación del paisaje y destiempo de lo nacional
No obstante la mejora evidente de las condiciones de vida (dieta, salubridad, electricidad, educación, vestido, etcétera) de una buena porción de la población,25 la modernidad nacional trae algunas contrapartidas de efecto intangible, poco mencionadas, pues corren el riesgo de ser tildadas de políticamente incorrectas. A la disminución de la lengua quechua en beneficio del castellano y al abandono de la vestimenta vernácula en el proceso de modernización para evitar la estigmatización racista en la costa, mencionados por Carlos Iván Degregori (1993: 124-125), es preciso añadir