Ferrocarril cruza las nieves de la sierra central (ca. 1912)
Skyscraper City.
Pero es mejor examinar esa construcción de lo nacional desde las políticas del espacio que desde la historia social misma. Al estar enfocado en la extracción y exportación de recursos naturales, el afán integrador de las élites estuvo en el pasado siempre más orientado hacia los flujos de mercancías que al transporte de personas, en especial tratándose de provincias marginadas. En esa medida, los ferrocarriles y luego las carreteras trajeron consigo desde épocas tempranas abundante migración no prevista y después un centralismo desbordante. Hubo entonces, a falta de lineamientos explícitos y efectivos de descentralización, una política implícita del espacio en el sentido opuesto. Ya en 1867 Manuel Atanasio Fuentes registró la residencia de casi 56 000 inmigrantes provincianos, más unos 39 000 extranjeros, lo cual reducía la población capitalina nativa a apenas el 21 % (1925 [1867]: 10) e insinuaba probablemente otros movimientos interregionales no registrados.14 No asombra en absoluto que treinta o más años después ese flujo siguiese su curso poniendo en evidencia el choque de mundos sociales desiguales y culturalmente ajenos. Esto ocurrió, recordémoslo, mientras una parte de los limeños vivía la ‘modernidad burguesa’. La capital había ido dejando atrás su provincialismo pacato y crecía imitando en su trazo y nuevas costumbres a las metrópolis europeas (Muñoz 2001: 42-58). Veleidades de cosmopolitismo que coexistían —en un desfase de temporalidades— con el mantenimiento del régimen servil de la hacienda y de la comunidad indígena, el tránsito alegre e iluminado de las avenidas con la soledad silenciosa de las punas. Una prueba de ello sería la Ley de Conscripción Vial promulgada en 1920 por Leguía, que instauraba una especie de mita que forzaba a todos los varones (mayormente indígenas) a trabajar a pico y pala construyendo carreteras. Pero los emprendimientos viales posteriores a los ferroviarios se desarrollaron más en la década de los treinta, al haberse alcanzado una masa crítica de vehículos motorizados (automóviles y camiones) que los ameritase. Aprovechando el restablecimiento económico posterior a la crisis económica de 1929, el presidente Óscar Benavides15 mandó concluir la Carretera Central, inaugurada en 1935, enlazando Lima, La Oroya y Tingo María, e hizo trazar y ejecutar las obras de la Carretera Panamericana, abierta al tráfico en 1939 de Tumbes a Arica (Palacios 18, 2005: 44). Pero sobre todo se modernizaron miles de kilómetros de caminos de herradura acondicionándolos para el transporte automotor, mucho más veloz. Con estos cambios se evitaba viajar por mar de Matarani al Callao, o incluso del Callao a Cañete, a Salaverry o a Paita, y los fatigosos trayectos a caballo de varios días de cruce del Ande se redujeron a uno solo o a horas. Las interconexiones regionales motorizadas disminuyeron si no reemplazaron las travesías de los arrieros, que fueron limitándose a los caseríos marginales que contaban solo con caminos de herradura. Y a la inversa, el locus de los peregrinajes, de las fiestas y de los acervos escenificados en estas se amplió. Eso lo veremos en una sección posterior. Al ensancharse a escala territorial el comercio, el intercambio cultural y el conflicto político, la conciencia de una modernidad nacional atravesaba un umbral más. Si esas obras realizadas «con la Nación, por la Nación y para la Nación» según el discurso conservador del presidente Benavides (Palacios 18, 2005: 45), las posibilidades de emigrar o simplemente de viajar gozaron de mucha acogida en la gente común y corriente. En palabras de José María Arguedas,
Ruta de arrieros de la sierra central paralela al tren (fines del siglo XX)
Skyscraper City.
[…] cuando las carreteras se abrieron, el camino de la costa y de la capital de la república a toda la gente de la sierra, los mestizos bajaron en multitud a las ciudades costeñas y llegaron a la antes casi legendaria e imposible Lima. Conscientes de lo que significaba el intercambio con la costa y con la capital, la gente de la sierra desde los indios para arriba, se entregaron con verdadera desesperación a construir carreteras hacia la costa. Comunicarse con Lima por vía directa fue el ideal ardiente de todos los pueblos andinos (1985 [1941]: 92).
Como se sabe y lo reseñé en otra publicación, la vialidad devino en el instrumento de un oleaje migratorio que se desplazaba de localidades menores a mayores, pero en especial hacia Lima. Las cantidades fueron crecientes desde los años cuarenta a los setenta para amenguarse hacia los noventa. En el 2011 se podía calcular que la población de Lima, superior a los nueve millones, se había multiplicado unas catorce veces desde 1940 gracias a los inmigrantes, principalmente andinos, y la superficie de la conurbación superaba las ochenta mil hectáreas, frente a la cuarta parte en 1961. El fenómeno de la barriada,16 vale decir la urbanización por invasión de terrenos eriazos seguida de autoconstrucción de viviendas inicialmente muy precarias, ha sido el corolario ineludible de esa rápida sobrepoblación. Interesa aquí subrayar lo integrador del proceso migratorio en su conjunto, en cual distinguimos tres aspectos.
Primero, la práctica creciente de la itinerancia, en base a lógicas de búsquedas colectivas de asentamiento, lo cual se hace casi sinónimo de incorporación a la sociedad nacional. Adelgaza la densidad étnica de las identidades, que se deslocalizan según el itinerario migratorio elegido, pero generalmente sin olvidar el lugar de origen, con lo cual se mantiene el vínculo, que constituye uno de los cabos del enlace reticular. Los estudios de Jürgen Golte y Norma Adams (1990) sobre doce