Segundo, la adopción de un nuevo habitus intercultural que asimila conocimientos, costumbres y gustos citadinos, sin perder los nexos familiares y de paisanazgo ni dejar de celebrar las fiestas regionales con sus bailes y comidas. Y tercero, sus consecuencias políticas, puesto que los desplazamientos geográficos implicaron cuando menos una disminución de los lazos de sujeción al patrón de hacienda o al notable local, propio de los pueblos pequeños tradicionales. Es el caso de la comunidad puneña de Asillo, muchos de cuyos miembros fueron siervos de latifundio. El poder ejercido desde arriba descendía con fluidez hacia una población no organizada políticamente, dibujando la figura del ‘triángulo sin base’ delineada por Julio Cotler (1969) hace cuatro décadas. Sin menoscabar el rol de los movimientos campesinos, la subjetividad emancipada en la urbe y reorganizada por la lógica colectiva del progreso indujo un cambio substancial de actitudes.17
La modernización de la sociedad peruana ha sido un fenómeno eminentemente interno, nacional, en el cual, por un lado, se estructuraron espacios económicos a escala regional y del conjunto del territorio con flujos de inversión y comercio que afectan a la mayor parte de los peruanos, y por cierto en medio de una densa madeja migratoria ad intra. Casi el 75 % de las provincias peruanas tenían saldos migratorios negativos entre 1988 y 1993, comenzando por los más pobres. Después de haber sido de 35,8 %, 45,8 % y 37,8 % respectivamente en 1940, 1972 y 1993, el porcentaje de inmigrantes a Lima descendió a 32,5 % (INEI 2009: 93) significativamente en la primera década del nuevo siglo. Migración interna y modernidad confluyen entonces, debiéndosele considerar a esta última una condición reciente, por cuanto, por ejemplo, la primera generación de peruanos con un volumen crítico de nacidos de uniones interregionales e interclasistas data apenas de los años ochenta (Mendoza 1993). Ciertamente no ha sido un cambio abrupto.18 Arguedas decía que a inicios del siglo XX los mestizos ya dominaban en los pequeños pueblos andinos y empezaba a retroceder la condición de lengua familiar del quechua.
La ampliación del locus de los desplazamientos colectivos significó simultáneamente aventura y desgarro. Liberándose «[…] del peso de las tradiciones regionales geográficamente enraizadas», en palabras de Renato Ortiz (1994: 45, traducción nuestra), el emigrante ganaba en posibilidades de progreso. Aunque sea cierto que esos nuevos horizontes aparecían por razones de supervivencia o de partida forzada (como en el caso de muchas jóvenes rurales enviadas a la ciudad a oficiar de sirvientas en los hogares de paisanos mistis) las oportunidades de prosperidad han sido la motivación predominante. En la costa se trató de empleo asalariado, vivienda moderna o educación; en ceja de selva, tierra cultivable, trabajo agrícola, incluyendo cocales; y en zonas diversas, la minería formal e informal. Pero tampoco han faltado las expectativas de goce en el lugar de destino, aumentadas al ser vividas in situ. La exposición a las mil ofertas de consumo con que la ciudad tienta al nuevo residente, aún así no tenga el poder adquisitivo, contrastan frente a la monotonía y pequeñez que tiene en su recuerdo de la localidad que dejó.
Redes migratorias y vertebración de un espacio nacional
Debo referirme a esa lógica cultural de lo local en la modernidad. No importa cuán equipado en recursos de comunicación esté un espacio local, su aislamiento territorial geográfico tiñe las relaciones a proximidad de un carácter distinto al veloz e impersonal de la gran ciudad. La escasez de gente y su concentración en un radio de encuentros reducido tiende a provocar vínculos más intensos de afecto o rechazo, pues el topos espacial, a diferencia del virtual, es de una realidad ineluctable. Por su secular confinamiento y la conservación de rasgos étnicos tradicionales, los caseríos peruanos han sido sistemáticamente identificados con el atraso, casi con un tiempo inmó vil. Hay entonces una jerarquización implícita entre los centros poblados según tamaño y número de habitantes, con Lima a la cabeza, y los villorrios escondidos al final, confluyendo en la misma ubicación semántica pobreza, indianidad, anacronismo y aislamiento. No obstante presentarse versiones equivalentes de esta construcción del sentido común en otras regiones del mundo, pienso que la peruana es extrema, dados el centralismo y la avasalladora primacía capitalina,19 la fuerte tradición racista del contraste costa-sierra y, por supuesto, la inmensa desigualdad.
Golte y Adams (1990: 33-37) analizaban la singularidad de esa subordinación a fines de los ochenta. Sostenían entonces que siendo Lima desde la Colonia el eslabón administrativo y logístico entre el interior del país y el extranjero, que vehiculaba materias primas, en especial minerales, los excedentes generados se consumían en Lima, prácticamente sin beneficiar a las regiones productoras. En contraste con el patrón europeo del crecimiento medieval en adelante, no se articuló una división territorial del trabajo productivo entre la capital y su hinterland. A eso se añade que la mayoría de los recursos destinados a la actividad extractiva venía del exterior (como sigue ocurriendo con las empresas mineras, petroleras y gasíferas). La condición parasitoide limeña de consumir lo que no produce tiene además el límite concreto de la subordinación de su capacidad importadora de bienes de capital e insumos foráneos a los ciclos de bonanza exportadora, o dicho simplemente de no contar con divisas suficientes. Lima, por lo tanto, señalan Golte y Adams, es incapaz de proveer empleo en grandes empresas, fabriles o de servicios, a su abultada población, pese a que con el auge exportador minero de principios de este siglo la acumulación de capital y la inversión en el interior del país hayan aumentado. En el 2011 la forma productiva capitalina de lejos más frecuente es la artesanal, en pequeñas empresas o informal. Esta óptica nos es útil para comprender el mantenimiento de prácticas itinerantes convergentes en Lima. El movimiento entre la capital y el interior no puede ser solo de mercaderías, sino también humano. El trasiego pendular de los negocios que funcionan en redes comerciales familiares o de paisanaje es estimulado por los costos diferenciales de producción entre la región, así sea lejana, y la gran ciudad, situación en la que ambas partes ganan pero en que el país como conjunto permanece dependiente.
La evidencia de esa subalternidad es reforzada desde la metrópoli mediante prejuicios deformantes. Como un lente desenfocado, la imagen de lo local se tuerce hacia un lado u otro. O bien se exalta la ‘autenticidad’ de un lugar, su reproducción viva de ciertos rasgos del pasado, o bien se le percibe como una prolongación defectuosa e incompleta de localidades mayores, como si el alejamiento espacial no hubiese efectivamente influido en retrasar el reloj del progreso. No es ni lo uno ni lo otro, pues cualquier observación etnográfica minuciosa detectará la permanencia de acervos regionales propios subyacentes a las apariencias de las costumbres y los equipamientos modernos venidos de lejos. Al contrastar con la movilidad de las sociedades, la inercia constitutiva del topos perdió su quietud y pasó a ser objeto de múltiples miradas comparativas. Pero notemos que cuando el sujeto peruano se ‘desancló’ de sus referentes simbólicos locales, lo hizo primordialmente a favor de referentes regionales y sobre todo nacionales. El progresivo consumo de cerveza en competencia con la chicha, la aparición de canchas de fútbol con sus dos arcos hasta en el último caserío, no ocurrió en función de Alemania e Inglaterra, sino de la irradiación