Esta constante moderna conlleva un progresivo deterioro del paisaje y una pérdida de sentido de lo local. Los italianos, que se preocupan y trabajan el tema, cuestionan la degradación de los territorios locales merced a su planeamiento instrumental en base a criterios cuantitativos de rentabilidad. Se debe valorizar «[…] la irreductible singularidad, la fisonomía propia de un territorio, su especificidad diferencial […]» (Bonesio 2006: 13, traducción nuestra), lo cual no significa postular «[…] una fijeza defensiva y una clausura automonumentalizante» (18, traducción nuestra), sino el considerar que lo local contiene forzosamente una sedimentación de la temporalidad y de la particularidad simbólica. Por ello podría extenderse la idea de comunidad humana a ese ‘complejo viviente’ (2006: 20) que es la naturaleza de un lugar y su capacidad antropológica de ser depositaria de la memoria y de saberes colectivos, deviniendo así en ‘comunidad de paisaje’ (2006: 22).
Es difícil evitar que la expansión de las ciudades y las necesidades de transporte masivo empequeñezcan los lugares antiguos y les hagan perder su personalidad. De ser comunas independientes en el pasado se convirtieron en suburbios metropolitanos, pasando después a integrarse a las densas redes de la ciudad consolidada tras la demolición de sus antiguas edificaciones. Semejante será el comentario sobre la fisonomía rural (o desértica) extramuros, pues ambos lados de las carreteras mismas se tornan en extensiones de lo urbano, como lo muestran las hileras de construcciones sembradas, prolongando la ciudad hasta tocar el cabo vial de la ciudad vecina. Este es un fenómeno mundial, constatable en las rutas californianas de la conurbación de Los Ángeles a San Diego, a lo largo de la costa catalana de Barcelona hasta la frontera francesa, o en la casi ininterrumpida autopista limeña hacia los balnearios del sur. Millones de pasajeros avanzan velozmente viendo fugazmente cartelones, edificaciones y retazos de naturaleza hasta que ese panorama suburbano desaparece. Esta crisis del paisaje no es simplemente pérdida de una pátina estética que decora el territorio, sino la supresión de lenguajes comunitarios y de sentidos de pertenencia que fueron muy estables, a cambio de nuevas formas de residencialidad. Laura Bonesio sostiene que al tema del paisaje no se le debe enfocar conservadoramente con demandas de ‘congelamiento y museificación’ (2006: 15) sino en base a la «[…] reflexión más general sobre la polaridad global-local» (2006: 11, traducción nuestra), en el marco actual de alta movilidad, añadiré yo. Es cierto que existe en los países de mayor desarrollo una «[…] demanda de ‘horizontes’ de lugares concretos y reconocibles en los cuales el habitar reencuentra al menos la semblanza de una domesticidad perdida» (2006: 21, traducción nuestra), que lejos de significar un alejamiento del mundanal ruido muestra que la bi- o multirresidencialidad para eludir la gran ciudad congestionada es una realidad para sectores de mayor educación y alto ingreso de esos países, gracias precisamente a las grandes facilidades de transporte de las que disfrutan. En cambio, en los de menor desarrollo como el Perú, la perspectiva de la transición migratoria inconclusa es lo que destaca, cuando no la del estancamiento en el localismo de la exclusión. La mentalidad es entonces distinta, valorizándose el bullicio del tráfico de la amplia superficie poblada recientemente no por su desorden, falta de ornato o suciedad, sino por identificársele con el empleo y el progreso. En la construcción de la nación moderna las temporalidades se entrecruzan: un aire pueblerino cubre ciertos suburbios limeños entusiasmados, y los pueblos alejados a los que llega dinero y energía se dan un toque urbano ‘chicha’ que los afea, para ojos del observador externo. El deseo de ascenso social como rostro invertido del temor a la estigmatización racista entra en tensión con la nostalgia de la tierra y el paisaje abandonados. Así, «[…] el lugar se hace crecientemente fantasmagórico, es decir, los aspectos locales son penetrados en profundidad y configurados por influencias sociales que se generan a gran distancia», como señala Anthony Giddens (1994: 30) al definir la modernidad nacional. El pase de lo local a lo nacional efectivamente reformula la concepción del espacio al uniformizarla conforme a unas pautas que, como sugiere Renato Ortiz, no son eternas, pues:
Modernidad y nación son configuraciones sociales que históricamente aparecen juntas […] la nación no es tan solo una ‘novedad histórica’ […] en su interior surge y se desarrolla un nuevo tipo de organización social. Durante el siglo XIX y parte del XX nación y modernidad marcharon lado a lado. Como si la relación entre estos términos fuese algo imperativo, necesario. Sin embargo, […] el vínculo entre nación y modernidad se escindió. Un proceso nuevo […] que llamamos globalización atraviesa ahora la multiplicidad de las modernidades existentes. En otras palabras, la modernidad-mundo traspasa ahora las fronteras nacionales (2003: 292-293, traducción nuestra).
En suma, si las identidades nacionales son en general recientes (Ortiz 1994: 117), con mayor razón lo es aún más en el Perú. Si buena parte del siglo XX fue de construcción nacional e ingreso a la modernidad, este proceso se intensificó a partir de los años cincuenta con las oleadas migratorias, la cholificación andina y la expansión de las industrias culturales. Pero ese periodo ha sido relativamente corto, pues desde los ochenta operó la misma lógica de dislocación espacio-temporal que abrió y atravesó lo local poniendo de manifiesto un fenómeno mucho más amplio. Esos cambios, coexistentes con un persistente localismo eran signos precursores que afectaban solo indirectamente a las mayorías, percibidos apenas por las élites. Pero la globalidad de la movilidad se hizo manifiesta con la hemorragia emigratoria hacia el extranjero iniciada en los años ochenta durante el primer régimen de Alan García (Altamirano 1992: 66-84) mientras el proceso interno mantenía su curso solo para disminuir posteriormente. Como se sabe, este virtual éxodo prosiguió, y a inicios del 2011 aproximadamente la décima parte de los peruanos vive allende las fronteras, habiéndose recibido en el 2010 remesas de emigrantes por un total de 2534 millones de dólares (América Economía, en línea), una verdadera inyección en la vena para los familiares y paisanos de una diáspora peruana dispersa en todo el planeta, que conecta las economías más pobres a los mercados mundiales. Con las finanzas reinsertadas en el sistema mundial, varios acuerdos de libre comercio suscritos y un flujo de importaciones de cifras astronómicas (Andina-b, en línea), impensable durante las vacas flacas de los ochenta, no cabe duda de la dimensión global de las transacciones peruanas. Debe añadirse el auge turístico de origen interno y externo, cuyas cifras son igualmente inauditas. Envolviendo a lo nacional como este último lo hizo con lo local, se replica en el Perú la globalización, calificada por Renato Ortiz como «[…] un proceso social que atraviesa al Estado-nación redefiniéndolo enteramente» (2005: 75, traducción nuestra).
Sin que lo nacional tenga aún una fecha precisa de consolidación, ya empezaría a estar a destiempo. Al lado del ocio industrializado