Extrañas criaturas. José Güich Rodríguez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Güich Rodríguez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789972454691
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la leyenda grabada al pie, en una visible placa situada en la base del monumento, se refiere a uno de mis más notables aciertos. No hago sino transcribirla, pues todo comentario personal a dicho texto puede resultar demasiado inmodesto. Dice así:

       “A Sebastián Salazar Bondy, autor del excelente artículo ‘Visita a mi propia estatua’”.

      De Cuaderno de Composición (1955).

       ARETES DE LA ESPOSA IMPÍA

      Solo recuerdo de ella el clamor de extranjería y sus aretes rojos sobre el paño de la mesa. Solo recuerdo a su antecesor, margrave de umbría tez, altivo y cejijunto, de ñorbo entre los dedos al morir sin yelmo ni castillos. Solo recuerdo de esta amiga fugaz el doble arete, el doble casco, el heno y el alcohol entre la ropa. El pesado calor de su peluca. Lo demás se demuda ante mis ojos, funerario.

      Si hubiera estado junto a mí más de un rato, un poco más que un dado o un cubierto, me valdría el haberla conocido en sus arroces y en sus trigos, en sus palomas cúpricas sin posible vuelo, detenidas. Pero la hallé buscándola en el agobio diario, al dar el cruel paseo matutino, postrero, pascual, dueño del frío.

      No importa en estos casos de extravío, en estas circunstancias naturales, haberle dado mi llavero de cromo, mi juguete, la cuerda floja que a los juglares llena la boca de belleza. No importa. Lo que importa es que uno juzgue por sí mismo y sin ayuda del aire, del acuario, de las ventanas que al acuario ponen su sol tierno.

      Hoy los aretes están manzanos, están frescos, están crecidos, desayunados, míos. Ella sigue en su fleco y su monillo, y espanta aún a los cansinos, a los tristes, a los locos del alba con sus botijos plenos de crin y de alimañas. Sus aretes, su recuerdo, su buen vientre sin moscas, están de fiesta porque mi cuerpo los inventa. Los inventa esta vez bajo su encierro.

       ASALTO A LA JOYERÍA

       A Pepe Bresciani, juglar

      Dios salve al relojero que piensa sobre las piezas mohosas de su almuerzo y salve también a su mujer, la del ojo de vidrio, la tonta que vive en la cocina. Dios salve a sus dos hijos enterrados. Dios salve al canario que pica noche y día los filamentos del cucú, los pequeños tornillos, las pulseras, los diamantes, los oros que trabaja el relojero. Dios salve, en todo caso, al abuelo diabético que gime hinchado y solo junto a los claveles.

      Los diarios lo dicen y lo repite el cochero al fraile, el fraile al hombre permanente, al algebraico, al tímido, al cómico que baila en las aceras. Todos lo saben y de continuo lo sospechan los policías sensatos, mustios, silenciosos. Los amigos del delincuente también lo juzgan con aprecio.

      Pero quién sabe qué percance, qué novedad se encierra en el letrero, qué oculta ocasión los burla y se interpone. Caminan con sus hachas lentamente los asesinos detrás de los avisos luminosos. Lentas andan sus piernas, lentas sus manos, lentas sus dos pupilas no ven nada sangriento en el proyecto. Andan los malhechores sin compás, sin ritmo. Se tropiezan, golpean las paredes, cantan quedo, a veces silban en el entreacto o se abrazan con gozo.

      Dios salve a aquella gente. Pobres sus tristes mesas inconclusas, sus billetes, sus ademanes simples. Dios salve al relojero de la muerte que acostumbra a espiar la joyería. Dios salve a la ciudad de tanto miedo.

      En Mar del Sur (1949)

       DÉFENSE DE CRACHER

      Concibe un poliedro de absoluto cristal y colócalo sobre la impecable mesa de partos de una clínica escandinava. Una lámpara de mil kilovatios dirige luego desde lo alto hacia aquel puro objeto. Ponte un almidonado delantal y cálzate las manos con guantes de goma previamente esterilizados en una clave donada por la Rockefeller Foundation. Enseguida, bloquea tu boca y tus narices —agujeros siempre miasmáticos— con una fina gasa empleada en un líquido inerte. Adora el profiláctico altar y el ídolo impoluto que lo ocupa. Verás cómo tus turbulentos humores pectorales, tus violáceos deshechos respiratorios, tus esputos injuriosos, se aplacan. Por eso dicen que no es posible escupir al cielo…

       SEÑORA CON PERRITO

      Para que husmeando el animalejo elija un árbol, levante la pata y la apoye en su tallo, y el órgano bermejo disimulado entre pelos expida su úrea mordiente, la señora sale al parque.

      La observo desde mi ventana. Como ignora mi presencia, sé que mientras el acariciado can de la maldita raza de los lulú-pomerania lanza su pestilente chorrillo —y a veces su hedionda masa ventral con almendras indigestas— ella otea las nubes como si sus pompas compensaran el terrestre rito del faldero.

      ¡Salta el cuzco de contento, vacado ya de aguas y plastas, y arrastra a su dama por la calle, bruscamente, como un marinero con licencia a la puta trotera de su impensada elección!

      Vuelven ambos a su casa. Sabe Dios qué ocurre ahí cuando la pudicia devasta la soledad con perrito, la peor de todas.

       EL DOMICILIO DE LOS MUERTOS

      Ni son tan desdichados ni se sienten tan felices. Cada uno tiene un departamentito modesto. Mas no hay quejas.

      Todos miran extasiados la bóveda rosácea y translúcida, tramada de venillas azulencas, de su habitación o sala de estar.

      No hay sol en aquella fofa cúpula, por las paredes de la cual chorrea un flujo sanguinolento. En el tiempo de calor dicho aguaje aumenta.

      Del vientre de cada uno surge un tubo elástico, ancla cuyo extremo se incrusta en la pared. Es blando y caliente, e inestable como una lombriz de tierra.

      La manguerilla limita los movimientos del difunto, pero llega el día en que se rompe.

      Se produce, en consecuencia, un cataclismo individual en el departamentito mortuorio, pues a quien le ocurre el percance se eleva, ingrávido ya, hasta tocar el centro mismo de la semiesfera carnal. Ahí se pierde.

      Así mueren los muertos. Nadie se alarma, ni llora, ni pronuncia discursos. Dicen: Nació, y siguen en sus pocas cosas de pólipo.

       LA POSTAL PORNOGRÁFICA

      Circula de mano en mano y en su recorrido provoca toda clase de sentimientos y sensaciones. Es lo de menos.

      La postal de que hablo muestra una cuádruple combinación sexual, un ciclo de placeres en que el fluido espasmódico cunde de un extremo a otro, y recrudece. Está bastante velada.

      Las miradas de reconcentrada atención que ante su película gráfica han actuado corrosivamente, apagaron púdicamente su luz, corrieron los visillos de sus ventanas e hicieron la penumbra en el cuarto donde aquello ocurre.

      El último propietario de la libidinosa imagen es un niño que no comprende la historia sino como una infinita y colectiva micción, o como un innominado crimen. La postal pornográfica carece entonces de sentido.

      (Inéditos, archivo de la familia)

       Manuel Mejía Valera

      (1928-1990)

      Manuel Mejía Valera (1928) se formó en Letras y Filosofía y se instaló muy joven en México. Allí produjo y publicó una obra que no es abundante y que sigue sus dos intereses fundamentales: la filosofía y la literatura. Este alejamiento del Perú y la publicación espaciada y discreta de sus libros lo han convertido en un escritor lateral y casi ausente de las recopilaciones e historias de la literatura.