No es el carácter aterrador o inquietante de un suceso el que lo vuelve apto para una ficción fantástica sino, antes bien, su irreductibilidad tanto a una causa natural como a una causa sobrenatural más o menos institucionalizada. El temor o la inquietud que pueda producir, según la sensibilidad del lector y su grado de inmersión en la ilusión suscitada por el texto, es sólo una consecuencia de esa irreductibilidad: es un sentimiento que se deriva de la incapacidad de concebir –aceptar– la coexistencia de lo posible con un imposible como el que se acaba de describir, o, lo que es lo mismo, de admitir la ausencia de explicación –natural o sobrenatural codificada– para el suceso que se opone a todas las formas de legalidad comunitariamente aceptadas, que no se deja reducir ni siquiera a un grado mínimo de lo posible (llámese milagro o alucinación). (p. 169)
La preocupación que atañe a la resemantización del lenguaje, como puede observarse, está fuertemente vinculada a la temática de los textos fantásticos lo cual a su vez revela el vínculo indisoluble entre estructura y temática, expresión y contenido que expresan estos textos. La experiencia de las fisuras o fracturas que se perciben ya sea en el orden del tiempo, del espacio o en la subjetividad de los personajes –por citar tan solo algunas de las variantes que presenta este complejo universo–, conducen a la disolución de las categorías y niveles de aprehensión de la realidad y conlleva la ruptura de la visión monológica que se expresa con mayor claridad en la novela realista decimonónica. Tal como propone Mijaíl Bajtín, el origen y antecedente de esta fragmentación y disolución se encontraría en un género literario tradicional ya presente en la literatura cristiana y bizantina y que se extiende a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento hasta llegar al siglo XVIII: la sátira menipea. Según Bajtín, la sátira menipea estuvo estrechamente vinculada al concepto del carnaval, un evento festivo y ritualizado en el que se trastocan los valores y roles comunitarios (Jackson, pp. 15-16); durante el breve tiempo de duración del carnaval, el mundo y la vida literalmente son “puestos de cabeza”. Por otra parte, se ha hecho notar el vínculo de lo fantástico con aquellas fuerzas que se constituyen en contra de un orden cultural en el que se privilegia el racionalismo9, cuyo origen y crítica se remontan a la Antigüedad clásica y son referidas implícitamente por Platón en la República. Según Jackson, “Plato expelled from his ideal Republic all transgressive energies, all those energies which have been to be expressed through the fantastic: eroticism, violence, madness, laughter, nightmares, dreams, blasphemy, lamentation, uncertainty, female energy, excess” (p. 177)10. Puede, por lo tanto, trazarse una línea genealógica que vincularía el principio de lo dionisíaco en la cultura griega –por oposición al principio de lo apolíneo–11, con las posteriores manifestaciones presentes en la literatura cristiana y posterior, a través de la sátira menipea, tal como la examina Bajtín. Así, el modo de lo fantástico surgiría del entroncamiento con un discurso en el que se ofrece la posibilidad de revertir los roles y funciones sociales y dar rienda suelta a la manifestación de los deseos y pulsiones reprimidos en el subconsciente12. Este discurso vinculado a aquellas “energías transgresoras” invocadas por Jackson encuentra su expresión a través de lo fantástico a mediados del siglo XVIII, en el seno de una sociedad secular que gradualmente abandona la creencia de lo sobrenatural para enmarcarlo dentro de una concepción racionalista de la realidad, como explica David Roas (2001):
Durante la época de la Ilustración se produjo un cambio radical en la relación con lo sobrenatural: dominado por la razón, el hombre deja de creer en la existencia objetiva de tales fenómenos. Reducido su ámbito a lo científico, la razón excluyó todo lo desconocido, provocando el descrédito de la religión y el rechazo de la superstición como medios para explicar e interpretar la realidad. Por tanto, podemos afirmar que hasta el siglo XVIII lo verosímil incluía tanto la naturaleza como el mundo sobrenatural, unidos de forma coherente por la religión. Sin embargo, con el racionalismo del Siglo de las Luces, estos dos planos se hicieron antinómicos y, suprimida la fe en lo sobrenatural, el hombre quedó amparado sólo por la ciencia frente a un mundo hostil y desconocido. (p. 21)
Es, por lo tanto, a partir de este diálogo y confrontación con el racionalismo que la literatura fantástica se configura como un modo de expresión que canaliza una nueva forma de verosimilitud que corresponde a las coordenadas históricas y sociales trazadas desde los inicios de la modernidad13. Esta nueva forma de verosimilitud, como resulta evidente, adopta una serie de convenciones que incluyen, entre otras, una voluntad realista del narrador determinada por la necesidad de enmarcar y contrastar el fenómeno sobrenatural en la búsqueda de una explicación/causa de este (Roas, p. 25)14. Por otra parte, resulta también claro que la perspectiva o punto de vista más propicio para la narración –aunque no excluyente–, será aquel que se identifique con la mirada particular de un personaje de la ficción, es decir, el uso de la primera persona, herramienta que posibilitaría una percepción de mayor inmediatez y cercanía ante la experiencia de lo sobrenatural. El uso de este recurso –repetimos– no constituye en modo alguno un requisito como tampoco conlleva a una percepción necesariamente unitaria y coherente de la experiencia, sino que más bien posibilita el cuestionamiento de la pretendida objetividad del narrador en tercera persona –característica de la novela realista– que, colocado ya sea dentro o fuera de la ficción, observa con relativa certidumbre y parsimonia los acontecimientos relatados. Resulta también evidente que el uso de la forma pronominal de la primera persona permite establecer con mayor énfasis y eficacia el problema de la llamada indistinción entre el sujeto y su entorno o entre el sujeto y “el otro”, rasgo también presente en la narrativa fantástica del siglo XIX15. Junto a esta ruptura de los límites que separan al sujeto del mundo que lo rodea se unen otros factores determinantes que ayudan a entender las diferencias entre el relato fantástico y el realista; en este último, el personaje se define en términos de su pertenencia a un espacio y a un tiempo determinados y su identidad se mantiene como una constante cuya estabilidad se fundamenta en la ley de la causalidad. La personalidad, además, se define en virtud de la interrelación que se establece entre la historia individual pasada y la conciencia de sí mismo en el presente. En el relato fantástico, por el contrario, el doble locus espacio-temporal y el principio de identidad quedan abolidos lo cual, a su vez, produce un desmantelamiento de los valores absolutos que trascienden la historia (el Bien, el Mal, el Conocimiento) y una crítica radical de los poderes perceptivos y cognitivos del hombre en la aprehensión de la realidad. El personaje del relato fantástico, por lo tanto, aparece signado