En el Perú, el Modernismo y la Vanguardia habían inaugurado las exploraciones que más tarde esa generación asumiría con rigor poético o artístico personales. Clemente Palma (1872-1946), Abraham Valdelomar (1888-1918) y César Vallejo (1892-1938) son paradigmáticos al respecto. Son, de algún modo, las piedras angulares de esta corriente en el Perú. En el caso del gran poeta nacido en Santiago de Chuco, no es aventurado afirmar que ostentaba las condiciones adecuadas para convertirse en el más importante narrador peruano del género, de no haber sido la poesía el eje esencial de su carrera. Libros como Escalas melografiadas son de lectura y mención obligatorias, como se apreciará posteriormente en este trabajo
La década de 1960
A principios de la década de 1960, antes de la explosión vargasllosiana acaecida con la aparición de La ciudad y los perros (1963), una línea paralela a los usos convencionales dentro de la narrativa peruana parecía haberse consolidado, gracias a los aportes de escritores que, en años precedentes, cultivaron el relato fantástico como parte de una propuesta más o menos articulada.
La década de 1960 implicó un aparente retroceso en relación al posicionamiento fructífero de los años previos. No solo debe atribuirse tal situación a la emergencia de Vargas Llosa como referente mediático, sino también a la incapacidad de la mayor parte de la crítica contemporánea para efectuar una decantación eficaz del fenómeno. Para gran parte de los académicos, lo fantástico peruano se limitaba a la condición de mero esparcimiento evasivo. Este reduccionismo intelectual trajo como consecuencia la lenta desaparición de lo fantástico como un hecho central de las letras locales, para convertirse en una práctica casi ocultista o secreta.
Los dos escritores más visibles de la tendencia en esos años, Edgardo Rivera Martínez (1933) y José B. Adolph (1933-2008), pertenecen, por edad, a la Generación del Cincuenta. El primero publicó El unicornio en 1963. El volumen pasó desapercibido y apenas aparecieron tímidas respuestas de la crítica. Este notable conjunto de narraciones solo será redescubierto en los noventa, cuando su autor alcanzó reconocimiento con la novela País de Jauja que, en parte, proseguía las búsquedas de síntesis culturales anunciadas por El unicornio.
Adolph lanzó en 1968 El retorno de Aladino, conjunto de narraciones que también avanzaba hacia direcciones transgresoras para lo que hasta ese instante dictaba el canon (controlado, en cierta medida, por una crítica de izquierda que exigía “compromisos con la realidad” y que pretendía que los textos cumplieran a cabalidad con estándares políticos a su medida).
La deliberada apuesta de este escritor por la ciencia ficción, lo absurdo y lo fantástico fue un paso por delante de los dictadores de opinión suscritos a una crítica conservadora. Eso lo transformará en un autor de “culto” quien, como ocurrió con Rivera Martínez, será revalorado tiempo después por escritores jóvenes, especialmente desde comienzos de la década de 1980. Adolph encarnó un espíritu heterodoxo. Será una influencia clave tanto para los escritores que se decidan por un camino más próximo a los tratamientos clásicos del género, como para aquellos que apuntan hacia la ciencia ficción, que por ahora preferimos considerar un capítulo de la literatura fantástica, a sabiendas de que no todos estarán de acuerdo con esta observación.
Desde el punto de vista epocal, es llamativo que ambos autores desarrollasen su trabajo en un período de crisis, enmarcados en los primeros años del gobierno de Belaunde Terry (elegido en 1963) y la caída de este, en 1968. Fueron cuatro años de tensiones sociales y políticas (movimientos guerrilleros, devaluaciones, inserción del país en la problemática global, activismo ideológico, nexos estrechos con el capital extranjero) que condujeron al régimen de facto de Juan Velasco Alvarado. Si recurriéramos a un paralelismo, deberíamos concluir que esos períodos de conflicto han sido los más propicios para el desarrollo de tendencias apartadas de lo “oficial”. Recordemos que la narrativa fantástica de los años cincuenta se articuló en un espacio similar en cuanto a las vicisitudes coyunturales; la dictadura de Odría (1948-1956) conllevó a una suerte de estabilidad económica, pero no dentro de los cauces de una democracia, sino en una vía autoritaria y conservadora, poco abierta a la convivencia de ideologías distintas o hasta contrapuestas entre sí.
Las persecuciones de las que fueron víctimas los miembros de la oposición y el activismo de los jóvenes contra la dictadura permitirán la convocatoria a elecciones, merced a las cuales la oligarquía tradicional retornó al ejercicio efectivo del poder vía Manuel Prado, cuyo gobierno también sufrió un corte abrupto en 1962. Los militares que lo depusieron convocaron a comicios, cuyos resultados, a favor de Haya de la Torre, fueron vetados por la Junta Militar. Al año siguiente, Belaunde, perdedor de las dos justas anteriores, obtuvo el triunfo con un programa progresista que desde los primeros meses fue obstaculizado por el aprismo. Su derrocamiento, en octubre de 1968, supuso la cancelación de un ciclo. Velasco inició una reforma de las estructuras económicas y de la tenencia de los medios de producción.
La década de 1970
Los primeros años de este período no presentaron ángulos diferentes en cuanto al silenciamiento de lo fantástico o su retorno a la periferia de la institución literaria. El realismo, en sus diversas facetas, fue la corriente atendida preferentemente por la crítica y la que ocupó las primeras planas de la prensa cultural.
Hacia 1975, José B. Adolph había culminado la primera parte de su obra, configurada por cinco volúmenes de cuentos, hoy considerados esenciales. En ese momento se produjo un segundo impulso que corroboró la existencia de una tendencia fantástica de perfiles locales. Aquel año, el escritor y diplomático Harry Belevan (Lima, 1945) publicó en España, en la prestigiosa editorial Tusquets, Escuchando tras la puerta, cuentos insertos en los dominios de lo fantástico. El prólogo era de Mario Vargas Llosa, quien saludaba con grandes elogios la aparición de este libro, tributario de las especulaciones borgianas. El país, luego de siete años de dictadura, comenzaba a mostrar síntomas de agotamiento frente al intervencionismo y control sobre todas las esferas de la vida cotidiana.
Las reformas velasquistas habían deteriorado la economía del ciudadano común. La movilización social que el gobierno promovió a favor del modelo, también sucumbía para dar paso a protestas y paros cuya dura represión significó el principio del fin. Juan Velasco Alvarado fue derrocado por uno de sus colaboradores, Francisco Morales Bermúdez, encargado de clausurar el ciclo progresista y reemplazarlo por una economía de mercado. Morales Bermúdez convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente (1978) y a presidenciales y parlamentarias para 1980, donde vencería con holgura Fernando Belaunde Terry, enfrentado nuevamente a los apristas, sus adversarios de costumbre.
Belevan también impulsó el estudio sistemático de esta producción “fantasmal”. En 1976, publicó Teoría de lo fantástico, que obtuvo al año siguiente el Premio Anagrama de Ensayo. Y en 1977 apareció su decisiva Antología del cuento fantástico peruano, punto de no retorno, por cuanto el volumen no se limitaba a una simple recopilación de relatos, sino que pretendía explicar “el síntoma fantástico” desde una perspectiva informada y meditada. El complejo ensayo que funge de introducción, así lo demuestra.
El volumen contaba con escasos precedentes en nuestros predios y debería ser considerado histórico a efectos de una lenta emergencia de este género de cara al desdén de la crítica. La libertad de Belevan es un elemento catalizador: al no provenir de canteras especializadas, sus enfoques no se encuentran limitados por sesgos o parámetros. De ahí los vientos frescos que lo animaron para justificar