[...] ¿no cabe preguntar entonces si esa caracterización supuestamente específica del Modernismo hispano (incluido el 98) no es también la de movimientos modernos como el Sturm und Drang, la Joven Alemania, el expresionismo alemán, el romanticismo inglés de un Coleridge, la actitud de Baudelaire, las de D’Annunzio y Marinetti, y la del voluble padre romántico de la literatura moderna, Friedrich Schlegel? (p. 27)
Habría, por lo tanto, un espíritu que se remonta hasta la crisis del racionalismo de fines del siglo XVIII y que se ha manifestado sin interrupciones incluso hasta las vanguardias del siglo pasado. El Modernismo, pese a algunas marcas que lo individualizarían o le conferirían cierta especificidad, estaría inscrito en esa dinámica que precisamente Octavio Paz calificó como “tradición de la ruptura”.
Retornando a Clemente Palma, autor que hoy es reconocido como el fundador de la narrativa fantástica peruana dentro de los lineamientos modernistas casi sin oposición. Sin embargo, un atento examen de sus relatos más canónicos podría cuestionar la noción de que su poética de lo fantástico corresponde a otra sensibilidad, menos articulada en torno de las líneas centrales de registros modernistas de lo que parece indicar el consenso, como sugiere Irmtrand König.
Para esta investigadora, citada por Juana Martínez Gómez (1992) en el ensayo “Intrusismos fantásticos en la narrativa peruana”, Clemente Palma sería el menos modernista de su generación, por cuanto su experiencia de lo fantástico es afín a tratamientos o imaginarios propios del romanticismo, precisamente la escuela que hizo posible el surgimiento de la literatura gótica y preludió al decadentismo (dos vertientes de gran significación no solo para la obra de Clemente Palma, sino para otros escritores con quienes compartió el escenario): “Sus cuentos expresan una relación con el mundo que en su desgarramiento y enmascarada melancolía corresponde más a la conciencia romántica [...] que a la conciencia moderna finisecular, tal como se manifiesta en los máximos exponentes del modernismo hispanoamericano” (p. 147).
Si bien es cierto que el Modernismo pretendía tomar distancia crítica de algunas de las directrices románticas (quizá, desde la visión de sus agentes, superadas, porque el marco histórico y cultural que les dio vida ya se había modificado), como propone Gabriela Mora en uno de los pocos estudios sistemáticos sobre la obra de Clemente Palma (Mora, 2000, p. 16), también es factible comprobar que la escritura de relatos fantásticos en este autor se sustenta en tópicos y atmósferas establecidas con claridad dentro del sistema literario por décadas y que no eran exclusivo dominio de las tendencias contemporáneas.
“La Granja Blanca” (1904)
El relato “La Granja Blanca”, uno de los más conocidos de su autor y publicado inicialmente en El Ateneo de Lima (1900), formó parte de la primera colección de Clemente Palma, Cuentos malévolos, que apareció, con prólogo de Miguel de Unamuno, en 1904. Su título original fue “¿Ensueño o realidad?”, como si el autor quisiera advertir desde el inicio que se trataba de un relato donde ambas instancias se entrecruzaban o creaban un universo sometido a la ambivalencia.
La frase, luego modificada, es probablemente una de las primeras claves que darían razón a la postura de König, opuesta a la mayoría de críticos o antologadores, como Harry Belevan (1977), quien sostiene que Clemente Palma es “seguramente el máximo exponente del modernismo en el Perú, por el cuidado del lenguaje y la elaborada ambientación temática en donde se alimenta el barroquismo de su escritura fantástica” (p. 4).
El cuento tiene como eje a una pareja de jóvenes enamorados (primos entre sí) quienes, sujetos a las convenciones rigurosas de la época, viven una pasión contenida a la espera de la formalización que implica el vínculo matrimonial. Sin embargo, el relato no muestra de inmediato estos hechos, sino que se inicia con una digresión. Esta delata el aprendizaje de la poética de Poe por parte de Clemente Palma; se trata de una especie de introducción o presentación de ciertas ideas que más tarde serán planteadas en el desarrollo narrativo:
¿Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan solo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos o gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representamos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas. (p. 123)
Estamos ante una suerte de “exposición de motivos” inserta en una conversación sostenida entre el protagonista (narrador autodiegético) y su viejo maestro de filosofía. Muy seguro de sí, el discípulo cuestiona las ideas de Kant respecto a la representación defectuosa o inexacta de la realidad; para el joven, no existe el mundo real, puesto que vivimos en un mundo intermedio del ser colocado entre la nada, inexistente, y la realidad, también inexistente: somos un acto de imaginación de una entidad eterna.
Al final del segmento, se produce una anticipación en torno de las experiencias del protagonista, quien desliza el dato de que su maestro cambiará de parecer a propósito de algunas circunstancias particulares que serán conocidas con posterioridad. La indeterminación acerca de cuándo se produce este diálogo (si antes o después de los sucesos principales) fortalece ese tono racional o de especulación hollado por una impronta fantasmagórica. El fragmento digresivo constituye, a su vez, una llamada de atención sobre lo que sobrevendrá y que, por ahora, quedará en suspenso.
Las preocupaciones sobre el sueño y la vigilia constituyen uno de los núcleos hegemónicos en la obra de los escritores románticos. En gran medida, las formulaciones del protagonista de “La Granja Blanca” coinciden con las exploraciones y reivindicación del inconsciente por parte de escritores alemanes como Jean Paul, Novalis, Hölderlin o Hoffmann. Estudiosos como Albert Béguin, en libros capitales como El alma romántica y el sueño, han establecido una línea continua que se extiende desde esos autores de la primera hora del Romanticismo hasta los poetas franceses que también hallaron en la noche y en las imágenes oníricas una poderosa fuente de inspiración. Incluso, Béguin (1996) desplaza más lejos en el tiempo esas obsesiones:
Si es exacto que los románticos renovaron profundamente el conocimiento del sueño y le dieron un lugar privilegiado, se cometería un error de perspectiva al suponer que fueron los primeros en interesarse por él y en hacerlo objeto de estudios psicológicos. (p. 25)
Iniciada la historia, sabemos que el vínculo de los enamorados se ha solidificado con el tiempo, incentivado por la muerte de los padres del protagonista. La relación es pedagógica, en tanto se insiste en el hecho de que uno es maestro del otro. Eso ha determinado el surgimiento de una comunión de almas que también puede concebirse a la luz de otras ideas románticas, sobre todo aquellas tendientes a buscar y revelar una armonía entre el ser humano y el cosmos.
Chopin y Beethoven, emblemáticos compositores del sentimiento romántico por antonomasia, son los favoritos de la pareja y operan como telón de fondo en sus conversaciones de manera permanente. La autorreferencia acerca de una tragedia que se avecina, oculta por las experiencias de un sentimiento idealizado, funciona como mecanismo prospectivo; el narrador-protagonista halla estos anuncios nefastos en las situaciones más serenas y contemplativas.
También es posible rastrear esas marcas propias de la sensibilidad romántica en la descripción que el narrador hace de Cordelia, a quien representa como “alta, esbelta, pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, hacían contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos” (p. 126). Ello contrasta con la premonición del fin de la vida que el narrador contempla en la belleza de Cordelia. Percibe en ella “un hálito impalpable de la muerte” (p. 126), y calza esta obsesión con un cuadro flamenco descubierto en la catedral cercana, que representa la resurrección de la hija de Jairo.
El personaje de la pintura