Lo señalado contiene in nuce y como nudo problemático la cuestión de la comunicabilidad del saber que obra en el título del trabajo de Bluhm, pero éste lo tratará en un sentido no sólo nuevo sino novedoso, en correspondencia con los autores de su interés y su pertenencia a un ambiente filosófico distinto. Dos llamarán principalmente su atención: Kant y Jean Paul, aunque la paleta de pensadores que se revisa es aún más amplia. Al recorrer las páginas del texto, podría pensarse que lo dicho poco tiene que ver con lo que Bluhm plantea en su libro, si se sostiene, como él hace, que “el saber de algo absoluto es, según Platón, un saber que se reserva a pocos elegidos y no es universalmente comunicable”. Pero es preciso advertir que esto se refiere en Platón a la forma de acceso y a la expresión del saber y no a la calidad en sí misma comunicable de aquél por su vínculo con el ser (la idea) como fundamento para ello.
Sin hacer referencia a las cuestiones aquí esbozadas y que constituyen un rasgo presente en la tradición filosófica precisamente hasta los modernos, el planteamiento de Bluhm es, a mi juicio, una reconsideración del problema en una perspectiva estimulante. Para verlo mejor, el lector ha de tener en cuenta la transformación que como supuesto operativo permea la filosofía moderna. Se trata del desplazamiento del objeto de la filosofía, en un proceso creciente de autonomía de la verdad o de lo inteligible en cuanto tal. De allí que no una metafísica o una filo-sofía, sino una meditación (Descartes); no una ontología, sino una crítica (Kant); no una ciencia a secas, sino una ciencia de la experiencia de la conciencia en manifestación fenomenológica (Hegel), deben hacerse cargo del problema de la comunicabilidad. Fichte lo dirá sin ambages: se trata ahora no de una doctrina del ser, sino de una doctrina de la ciencia (Wissenschaftslehre), del saber mismo y, más allá, de un saber del saber, en una ciencia lógica (Hegel). Dicho en términos medievales, es lo escible (scibilis) —como propiedad de la scientia—, que constituía antes la propiedad de un ente, lo que se vuelve autónomo al convertirse él mismo en objeto primario del saber filosófico. Este cambio arroja importantes consecuencias.
Bluhm sitúa sus consideraciones en el seno de la pregunta por aquello de lo que de alguna manera es preciso ya disponer para comunicar un saber. Este “ya” de dicha disposición es decisivo. El mismo alude a condiciones a priori de posibilidad, para que algo llegue no a ser ni a ser cognoscible, sino para que llegue a ser comunicable. Para Bluhm la comunicabilidad adquiere otro cariz cuando lo que está en juego no es comunicar un conocimiento absoluto de lo absoluto (o del absoluto), pues entiende que “un saber absoluto, o un saber de lo absoluto, vale decir, aquel saber que promete la tradición metafísica antes de Kant, y que la época post-kantiana del Idealismo alemán pondrá nuevamente en el centro de la atención, no es […] alcanzable”. No basta tampoco que se destaque el concurso indispensable de la subjetividad para volver accesible a todos el conocimiento, sino que es la posibilidad misma de comunicarlo lo que tiene que hacerse también presente para acceder al conocimiento. Alcanzado este estadio, la cuestión del saber y su comunicabilidad va más allá del orden epistemológico. Como se indicará luego, Bluhm elegirá otra vía para poner en el centro la comunicabilidad como elemento indispensable del saber mismo en orden a una validación de éste: la de la comunicabilidad de nuestros juicios.
En Kant, la cuestión de la comunicabilidad puede ser observada también desde la pregunta por el modo en que pueden ser presentadas en el terreno de la experiencia las ideas de alma, mundo y Dios, objetos tradicionales de la metafísica, según la terminología heredada de los escolásticos racionalistas. Como se sabe, para Kant, más allá de que esas ideas desplieguen su sentido genuino en la razón práctica pura, admiten una presentación indirecta, pues la presentación esquemática, cuya estructura operativa es expuesta en la primera crítica, no encuentra para esas ideas el correspondiente contenido en la experiencia. Estos también son temas abordados por el autor del texto. Desde su tercera crítica, Kant llama en general hipotiposis a ese acto mostrativo, que hace equivalente a Darstellung (exposición, exhibición). Hegel elevará posteriormente este último término a elemento clave de su propia filosofía, adscribiéndole una función que trasciende con mucho su servicio como recurso del conocimiento, cuando de lo que se trate es de exponer en y por sí mismas las formas del pensar, una vez rescatadas de su hundimiento “en el lenguaje de los seres humanos” y se las contemple dinámica y dialéctico especulativamente en la trilogía de ser, esencia y concepto.
Como se anticipó, Bluhm no despliega sus reflexiones sólo en el terreno epistemológico, sino que hace acompañar a éstas de un análisis de las distintas formas en que algo puede ser tenido por verdadero, según lo expone Kant en la primera crítica. Pero no está allí lo más audaz de la propuesta del autor. Bluhm busca poner de relieve la comunicabilidad misma como elemento indispensable del saber, en orden a validar éste. Sostiene a modo de tesis fundamental que “la condición esencial de posibilidad del saber es la función de la comunicabilidad universal de nuestros juicios. Sólo los juicios que se dejan comunicar universalmente pueden ser el fundamento de una determinada comunicación, la cual, por su parte, posibilita un cierto saber”.
Esta tesis es desafiante y queda suficientemente abierta en el texto como para ser discutida también por el lector. Con ello nos encontramos ya en otro plano de la obra. Para mostrarlo ha de tenerse en cuenta las nuevas intuiciones de Kant expuestas en su tercera crítica. La alusión que a ello se hace en este prólogo sólo puede acontecer a modo de indicación formal, pero la misma motiva proyectivamente las conclusiones a las que llega Bluhm. Con el fin de apoyar su tesis, Bluhm apela a un análisis de los juicios del gusto. Un juicio de gusto lleva consigo una antinomia, pues pese a su condición subjetiva tiene pretensiones de validez universal. Y, en efecto, la antinomia se mantendrá en tanto lo evaluemos con los criterios utilizados para los juicios de conocimiento (o lógicos, como también los llama Kant). Es aquí donde los esfuerzos de Bluhm se redoblan para intentar mostrar, con Kant, que hay espacio para otra clase de universalidad y de comunicabilidad que en este plano no es dependiente de la calidad lógico-científica de nuestras afirmaciones. En esa misma línea, el carácter público de nuestros juicios no quedaría suficientemente explicado cuando se los reduce a una quaestio facti, sino que su efectivo cumplimiento supone contar con factores que trascienden esa facticidad, si es que para ello se quiere proporcionar un fundamento filosófico. El juicio de gusto es índice, pues, de un ámbito eminentemente comunitario y público, conectado a lo que ya antes de Kant se denomina, entre otros nombres, con el de sensus communis. En cambio, frente al juicio de gusto, un juicio acerca de lo agradable, es un juicio privado, apoyado en la máxima chacun a son goût. Referirse a él, por contraste, no está demás, porque la tensión entre ambos tipos de juicio perfila mejor la diferencia entre juicios privados y esa otra decisiva y decidora clase de juicio que apela a una comunidad de universalidad pública. Como decía Kant en una lección del sábado 12 de enero de 1792, “quien tiene un gusto peculiar no tiene ninguno, ya que por gusto entendemos un enjuiciamiento […] que tiene que ser válido para todos”. Así, un “un objeto se denomina bello cuando complace a todos”. Éste ya es un juicio en el terreno de la reflexión, que se acompaña de la pretensión de pública admisión, un juicio que aunque de “cantidad subjetiva” posee “validez común”. Un juicio de gusto, como el que está comprometido cuando decimos “esta rosa es bella”, pretende que también sea compartido por todos, pues aspira a que el predicado esté dotado de “cantidad estética de universalidad”, como también lo señala Kant, en fórmula que para un profesor de lógica (y Kant lo era) resultaría un galimatías. Este es asimismo el lugar al que puede integrarse un motivo quizás más contemporáneo, el de la intersubjetividad, pues ésta supone la posibilidad de disponer de “elementos comunes de juicio” o, mejor, una condición basal que hace posible compartir (mitteilen) nuestras posiciones, las que superan, así, su clausura personal, poniendo la consideración “al juicio de todos”.
El libro que el lector tiene entre sus manos