Fuera del ámbito de los religiosos, entre los pocos autores críticos con la actuación hispana desde las filas de los propios conquistadores o sus allegados nos encontramos con Pedro Cieza de León, quien veía en la excesiva codicia de los españoles una de las causas fundamentales de la destrucción de las sociedades aborígenes, en este caso de Perú:
no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buen orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas. Y nosotros, siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos; porque por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego todo se va gastando.
Continuando con su indagación, Cieza de León advertía que
las guerras pasadas consumieron con su crueldad […] todos estos pobres indios. Algunos españoles de crédito me dijeron que el mayor daño que a estos indios les vino para su destrucción fue por el debate que tuvieron los dos gobernadores Pizarro y Almagro sobre los límites y términos de sus gobernaciones, que tan caro costó (citas en Assadourian, 1994: 26 y ss.).
Aunque también Cieza tenía una opinión parecida para el conjunto de los territorios americanos: algunos de los gobernadores y capitanes se caracterizarían por su crueldad, «haciendo a los indios muchas vejaciones y males, y los indios por defenderse se ponían en armas, y mataron a muchos cristianos y algunos capitanes. Lo cual fue causa que estos indios padecieron crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes» (Cieza de León, 1984, I: 7).
Abundando en el ejemplo peruano, fray Vicente Valverde pudo escribirle a Carlos I la siguiente reflexión:
Como cada uno de los governadores [Pizarro y Almagro] tenía necesidad de contentar a la gente, no osavan castigar lo que mal se hazía contra los indios, porque no se fuese la gente y ansí cada uno se tomava licencia de hazer lo que quería, robando y haziendo otros agravios a los indios y como en estas turbaziones el un governador y el otro han quitado indios y dado a otros, los indios están atónitos y no saven a quien han de servir porque piensan que los han de tornar a quitar a los amos que tienen13.
Y fray Francisco Maldonado hizo lo propio con Felipe II en el sentido de que el (mal) ejemplo dado por los españoles solo conduciría a que «no crean [los indios] la verdad y que entiendan que no [h]ay otro dios ni otra vida sino oro y plata y vicios sucios, pues no [h]an visto otra cosa en nosotros» (citado en Barnadas, 1973: 337, n. 465).
Asimismo, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dijo: «Cosas han pasado en estas Indias en demanda de aqueste oro, que no puedo acordarme dellas sin espanto y mucha tristeza de mi corazón». O, también, con respecto a la disminución de la población aborigen:
Cansancio es, y no poco, escrebirlo yo y leerlo otros, y no bastaría papel ni tiempo a expresar enteramente lo que los capitanes hicieron para asolar los indios e robarlos e destruir la tierra, si todo se dijese tan puntualmente como se hizo; pero, pues dije de suso que en esta gobernación de Castilla del Oro había dos millones de indios, o eran incontables, es menester que se diga cómo se acabó tanta gente en tan poco tiempo (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).
Otro ejemplo es el licenciado Tomás López Medel, que supervisó la aplicación de las Leyes Nuevas de 1542 en Popayán y Chiapas: aseguraba que cinco o seis millones de indios habían «muerto y asolado con las guerras y conquistas que allá se trabaron y con otros malos tratamientos y muertes procuradas con grande crueldad», a causa, básicamente, de la «insaciable codicia de los hombres del mundo de acá ponía en aquellas miserables gentes de Indias» (Pereña, 1992b: 101). Bernardo de Vargas Machuca supo reconocer en su Milicia y descripción de las Indias que la codicia de los españoles había sido la causante principal de numerosos alzamientos de los indios, que habían costado la vida a muchos soldados, amén del despoblamiento de comarcas enteras y el alargamiento inútil de muchas guerras (Vargas Machuca, 2003: 72-73). Una idea que, en realidad, ya estaba presente en Vasco de Quiroga, quien en su Información en derecho alegó: «La cobdicia desenfrenada de nuestra nación», que llegaba al extremo de forzar los levantamientos de los indios para poder esclavizarlos: «[…] a los ya pacíficos y asentados los levantan, y siempre han de levantar que rabian, y los han de hacer levantadizos, aunque no quierean ni les pase por pensamiento, inventando que se quieren rebelar, o haciéndoles obras para ello» (Quiroga, 1992: 75-76). Fray Toribio de Benavente no dejó de advertir a los codiciosos y crueles con los indios que Dios terminaría por castigarlos:
Hase visto por experiencia en muchos y muchas veces, los españoles que con estos indios han sido crueles, morir malas muertes y arrebatadas, tanto que se trae ya por refrán: «el que con los indios es cruel, Dios lo será con él», y no quiero contar crueldades, aunque sé muchas […] (citado en Valcárcel Martínez, 1997: 163).
Como bien señala Bethany Aram, «sin la codicia, la conquista de América hubiera sido irrealizable» (Aram, 2008: 149). Pero no solo eran codiciosos los particulares, también la Corona.
En definitiva, y si bien no todos los conquistadores se comportaron de la misma manera, ni mucho menos, eran públicos y notorios los enormes abusos cometidos en todas partes sobre los indios. Pedro Cieza de León, el gran cronista sobre lo acontecido en tierras peruanas, lo resumió de manera magistral:
Yo sé, por la experiencia que tengo del tiempo largo que residí en las Indias, haberse en ellas hecho grandes crueldades e otros daños en los naturales, que no así ligeramente se podrían decir, pues todos saben cuán poblada fue la isla Española […] e ahora no queda otro testimonio de haber sido poblada, que las grandes sepulturas de los muertos y los asientos de los pueblos donde vivieron: en la Tierra Firme e Nicaragua ya tampoco ha quedado indio ninguno, pues desde Quito hasta Cartago pregúntenle a Belalcázar los que halló, y quieran saber de mí los que ahora hay, ya tampoco ha quedado indio ninguno […] Pues en el Nuevo Reino de Granada y en Popayán se han hecho cosas tan crueles, que yo mismo quiero pasar por ellas (Cieza de León, 1985, II: 277 y ss.).
Partiendo de la base de que las Indias fueron invadidas y conquistadas no por un ejército real, aunque también actuaran huestes reales, sino por bandas organizadas de honda raigambre medieval14, compuestas por voluntarios armados, reclutadas y financiadas por empresarios militares independientes en la mayor parte de los casos —unos empresarios que, como señala Silvio Zavala, «procuraban un enriquecimiento rápido y aun abusivo a fin de rescatar sus gastos y obtener utilidades; muchos censores aconsejaron a la Corona que no permitiera tales empresas», censores como Alonso de Zuazo o el propio padre Las Casas (Zavala, 1991: 87)—, aunque siempre actuasen en nombre de la Corona tras la firma de una capitulación, intentaré demostrar cómo el uso de la violencia extrema, la crueldad y el terror15, no solo estuvo más extendido de lo que de forma habitual, salvo honrosas excepciones16, se ha dicho y reconocido, sino que el hecho de enfrentarse a unas poblaciones racialmente distintas17, en algunos casos muy numerosas, en otros muy difíciles de domeñar, y no a ejércitos convencionales, en un ámbito geográfico tan diferente con respecto al Viejo Mundo, llevó a los grupos conquistadores, a la llamada hueste indiana o compañía, a la utilización de unas prácticas militares que sin ser desconocidas ni mucho menos en Europa, sí fueron una práctica común, sistemática, en las operaciones que condujeron a la invasión y ocupación de América.
Lo que trataré de demostrar en este libro es cómo la aplicación de la crueldad, del terror y de la violencia extrema fue directamente proporcional a la cantidad de personas que hubo que dominar en un territorio determinado debido a la expectativa de obtención de oro y otras riquezas —incluyendo los esclavos— tras el control militar —y político— de dicho territorio, o bien a las dificultades halladas en el proceso de conquista, el cual no fue, en ningún caso, un proceso fácil. Porque,