La invasión de América. Antonio Espino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Espino
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418741395
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y pseudo-religiones, asevera:

      En la cultura popular son muchas las personas incapaces de distinguir las pruebas válidas de las inválidas, o la argumentación empírica y lógica de la retórica de apariencia impresionante, pero en última instancia vacía. Tristemente, la educación formal ha descuidado el desarrollo del pensamiento crítico. Es algo difícil, lento, infravalorado, y hasta peligroso de enseñar para los educadores. Así pues, muchos no lo enseñan, y otros muchos no son capaces de enseñarlo. Esto deja libre el camino para que los pseudohistoriadores y pseudocientíficos vendan libros y conquisten seguidores entre los ingenuos, los desinformados y aquellos que simplemente quieren creer en alguna cosa sin importarles las abrumadoras evidencias en su contra (Fritze, 2010: 267).

      Como se ha anotado antes, se ha recurrido a diversos argumentos para intentar evidenciar las bondades del imperialismo hispano en las Indias. Uno de los más populares es mencionar toda una nómina de leyes pensadas para favorecer los niveles de vida de los aborígenes. Es un entramado argumental fácil de desmontar. Si bien es indudable que existieron las leyes de Burgos y Valladolid de 1512-1513, no debieron funcionar muy bien cuando en 1526 volvía a legislarse con las Ordenanzas de Granada. Pero es que en 1542 la Monarquía se vio obligada a tomar de nuevo cartas en el asunto con las llamadas Leyes Nuevas, otro cuerpo legislativo cuya intención última, más que indigenista, era establecer nuevas barreras al poderío económico, el prestigio social y el incipiente poder político de los conquistadores y los encomenderos. Grosso modo, en lo que respecta al bienestar de los aborígenes, todas ellas fueron papel mojado. Y eso es lo que cuenta. Así, el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, reaccionó ante «estas conquistas, que son oprobiosas injurias de nuestra Cristiandad y fe católica, y, en toda esta tierra no han [sido] sino carnicerías cuantas conquistas se han hecho» (Carrillo Cázares, 2000, II: 422). Es decir, que las Ordenanzas de 1526 que preveían mejorar la manera de plantear los descubrimientos, poblaciones y rescates en las Indias o, lo que es lo mismo, la colonización y asentamientos, además del primer comercio desigual, poco o nada habían legislado con relación a la brutalidad de la guerra. No obstante, y eso es harina de otro costal, el propio Zumárraga cambiaría un tanto su parecer cuando la resistencia de los aborígenes aumentase. Pero, con todo, en sus conocidas Relectio de Indis (1539), Francisco de Vitoria señalaba lo siguiente:

      No escuchamos hablar más que de matanzas de seres humanos, de expoliaciones de hombres inofensivos, de soberanos destituidos y privados de sus bienes y posesiones: tenemos demasiadas razones para dudar de la justicia de todos esos actos y para creer en su iniquidad (Vitoria, 1946: 24, 108-109).

      Apenas nada se había mejorado, por lo tanto, a pesar de los esfuerzos legislativos desplegados. Y con respecto a las Leyes Nuevas de 1542 —derogadas de forma parcial por Carlos I pocos años más tarde—, ya en un memorial de 1543 el padre Bartolomé de las Casas, insatisfecho, rogaba que todas las guerras y conquistas fueran proscritas de una vez y para siempre, dado que «en todas las ordenanzas que V. M. ahora ha mandado hacer no hay ninguna en que expresamente prohíba que no se haga de aquí adelante guerra ni conquista alguna» (Pereña, 1992a: 163-177. Bataillon y Saint-Lu, 1974: 228-229). En definitiva, si se había legislado a favor de los indios desde 1512, cómo es posible que en 1542, en las Cortes de Valladolid reunidas dicho año, los propios procuradores castellanos le recomendasen a Carlos I lo siguiente: «Suplicamos a V. M. mande remediar las crueldades que se hacen en las Indias contra los indios, porque dello será Dios muy servido y las Indias se conservarán y no se despoblarán, como se van despoblando» (cita en Manzano, 1948: 103).

      En cualquier caso, como consecuencia de la Junta de Valladolid de 1550-1551 (Hanke 1988: 346 y ss.), se abandonó oficialmente en 1556 el sistema de conquistas armadas para someter, cristianizar y explotar los territorios, siendo sustituidas por la población pacífica y el gobierno colonial en los territorios no sometidos. La instrucción de 1556 fue revalidada en la Junta de Madrid de 1568, pero sería, por último, en 1573 cuando llegasen las Nuevas Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias. Felipe II ordenaba de forma severa que no se concedieran permisos para realizar nuevas conquistas sin consultárselo a él y sus consejeros previamente. Y si bien el monarca legislaba en el sentido de que «Los descubridores por mar o tierra no se empachen en guerra ni conquista en ninguna manera, ni ayudar a unos indios contra otros, ni se revuelven en cuestiones ni contiendas con los de la tierra, por ninguna causa ni razón que sea, ni les hagan daño, ni mal alguno», no obstante, en los siguientes decenios las excepciones fueron tantas que, una vez más, lo legislado cayó en saco roto. Y no hubo que esperar mucho: ya en 1574, tanto en Perú como en Chile, a causa de la guerra contra los indios rebeldes, las Nuevas Ordenanzas quedaron derogadas de facto. Es más, el propio Consejo de Indias reconocía ese último año que «mientras dura la guerra, los tribunales, los magistrados y oficiales del rey no son necesarios […] y los asuntos deben llevarse más bien según lo que requiere la necesidad que según la letra de la ley». Sin ánimo de ser prolijo, tanto en Nueva España como en Chile o Filipinas se continuó esclavizando indios amparándose en las viejas leyes de la guerra hasta bien entrado el siglo XVII (Hanke, 1988: 307-330. Hanke, 1968: 152-158). Ese fue el verdadero alcance legislador con respecto a dicha cuestión.

      Una de las mayores estulticias escritas en los últimos años, autoría de Roca Barea, es considerar que al no ser técnicamente colonias2 no existió en las Indias explotación o expoliación como tales. Si bien es cierto que a partir de las Leyes Nuevas de 1542 las tierras americanas recibieron el estatus jurídico de Reinos de Indias y se asimilaron al resto de los reinos que conformaban la Corona de Castilla, de entrada fueron unos reinos sin representación en Cortes y, por otro lado, en la práctica, y desde el primer momento, se instauró en las mismas el régimen de la encomienda que, si bien varió de naturaleza a finales de la década de 1540 en los territorios nucleares americanos, en otras palabras, aquellos que conformaban los núcleos iniciales de los virreinatos de Nueva España y el Perú, en las nuevas tierras que se iban conquistando, incluso a finales del siglo XVII, como partes del Yucatán, la encomienda se aplicó como en los tiempos del gobernador de La Española: Nicolás de Ovando (1502-1509). De hecho, la encomienda como institución no sería abolida hasta 1791. Y todo el mundo medianamente informado sabe que, al fin y al cabo, la encomienda fue un sistema de esclavitud encubierto. De explotación salvaje en muchos casos. Como escriben Juan Carlos Garavaglia y Juan Marchena en su excelente manual: «La explotación intensiva del indígena como recurso fundamental del régimen colonial fue la más mortífera de las epidemias» (Garavaglia y Marchena 2005: 408). Porque, y ese es otro lugar común, los aborígenes no solo fueron víctimas de las enfermedades portadas por los europeos —y los esclavos africanos— (una causalidad de muerte indirecta y muy apropiada si lo que se quiere es acallar moralmente las conciencias), sino por una triple circunstancia en la que estuvieron presentes los abusos de un sistema colonial de dominación terrible, las guerras y, por último sí: las enfermedades que cursaron en forma de epidemia. Querer justificar la terrible hecatombe poblacional ocurrida en América acusando en exclusiva a las enfermedades solo es un recurso más para aquellos que desean negar la intervención directa de la voluntad colonialista de la Monarquía Hispánica en la destrucción de las Indias.

      A nivel social la extensión del mestizaje, la expansión de una lengua europea que sirviese como vehículo de comunicación a lo largo y ancho de los virreinatos o la creación de universidades han sido otros de los argumentos usados hasta la saciedad para justificar las bondades del régimen hispánico en ultramar. Pero casi nadie quiere preguntarse por el origen de ese mestizaje, porque referirse a los reiterados abusos sobre la población femenina americana es un tema tabú. Apenas lo tratamos, luego no existió. La lengua fue un vehículo no solo de comunicación, sino de dominación. La Monarquía se mostró favorable a que las élites aborígenes colaboradoras aprendieran el castellano para facilitarle la labor de dominación a la metrópoli. Pero el indio pechero, el indio vasallo de la Corona, en la práctica un semiesclavo, no hizo falta ni siquiera que aprendiera la lengua del invasor. No era necesario. A decir verdad, incluso se promocionaron algunas lenguas aborígenes para facilitarle las cosas a los nuevos señores; se apostó por algunas lenguas francas nativas en detrimento de otras: el náhuatl, el quechua, el guaraní. Muchísimas otras lenguas se perdieron, junto con sus poblaciones