si en el real había algún español que era buen rancheador y cruel y mataba muchos indios, teníanle por buen hombre y en gran reputación […] He apuntado esto que ví con mis ojos y en que por mis pecados anduve, porque entiendan los que esto leyeren que de la manera que aquí digo y con mayores crueldades harto se hizo esta jornada y descubrimiento y que de la misma manera se han hecho y hacen todas las jornadas y descubrimientos destos reinos, para que entiendan qué gran destrucción es esto de estas conquistas de indios por la mala costumbre que tienen ya de hacerlas todas (Molina, 1968: 85).
No deberíamos dejar de lado otro factor. Esteban Mira dedica estremecedoras páginas en su obra Conquista y destrucción de las Indias al uso y abuso de las indias por la mayor parte de los conquistadores. El milanés Girolamo Benzoni explicaba que en la zona de Maracapana, en la costa oriental de Venezuela, el capitán Pedro de Cádiz regresó con cuatro mil esclavos tras recorrer setecientas millas. Y un detalle que pocos cronistas cuentan: «No había jovencita que no hubiera sido forzada por sus captores, por lo que con tanto fornicar había españoles que enfermaban gravemente» (Benzoni, 1989: 71-72). En Yucatán, el oidor de la Audiencia de México, Francisco Herrera, fue acusado, cuando había ido a cursar el juicio de residencia contra Francisco de Montejo, principal conquistador del área, de no castigar a ciertos españoles que tomaron a «las hijas y mujeres de algunos naturales por fuerza», y a pesar de que fueron denunciados ante él en persona (Bolio, 2018: 201). Por lo tanto, muchos crímenes hubieron de quedar impunes. Fray Pedro Simón, cronista de Nueva Granada, escribió que una de las razones del alzamiento de los indios cuicas en 1556 fue el abuso sobre sus mujeres protagonizado por algunos jóvenes soldados del retén de la recién fundada ciudad de Trujillo: «[…] y aprovechándose de sus mujeres é hijas tan desvergonzadamente, que no se recataban de poner en ejecución sus torpes deseos dentro de las mismas casas de sus padres y maridos, y aun á su vista […]» (Simón, 1627, V: cap. XXIII). Las indias como botín de guerra; el abuso de sus mujeres para hundir psicológicamente al enemigo amerindio (Mira, 2009: 231 y ss.).
Algunos, por algún escrúpulo, pretendían actuar de manera más adecuada siguiendo los preceptos marcados por la Corona y por la Iglesia. Es el caso de Pedro de Heredia, gobernador de Cartagena de Indias, a quien, en la entrada que perpetró en el Cenú en la década de 1530, se le acusó de lo siguiente: «Todas las indias que se tomaban [y] eran de razonable gesto, las tomaba para sí para se echar con ellas; y para tener mejor color las bautizaba y daba agua del Espíritu Santo». Heredia hubo de ser un sanguinario personaje, ya que se le culparía de dejar morir de hambre a unos trescientos de sus hombres, mientras alimentaba mucho mejor a los esclavos africanos de su propiedad, o permitía que sus indias concubinas se lavasen con la escasa agua disponible mientras la hueste se moría de sed (DIHC, III, 1955: 230 y ss.).
Cristóbal de Molina explicaba en su crónica cómo, tras el avance de las tropas hispanas por Perú, los indios se percataron de que lo más seguro era servirles «por las grandes muertes que en ellos habían hecho». Pero ¿qué ocurría con sus mujeres?:
y la india más acepta a los españoles, aquella pensaba que era la mejor, aunque entre estos indios era cosa aborrecible andar las mujeres públicamente en torpes y sucios actos, y desde aquí se vino a usar entre ellos de haber malas mujeres públicas, y perdían el uso y costumbre que antes tenían de tomar maridos, porque ninguna que tuviese buen parescer estaba segura con su marido, porque de los españoles o de sus yanaconas era maravilla si se escapaba (Molina, 1968: 62).
En plena guerra civil el asunto no mejoró en Perú. Según el cronista Pedro Cieza de León, tras su victoria en la batalla de Las Salinas (1538), elementos del bando pizarrista se desmandaron «por las provincias de Condesuyo y Chinchaysuyu, e robaban a los indios todo lo que podían […] e las mujeres de los señores e las indias hermosas eran llevadas en cadena para tenerlas por mancebas, e si sus maridos quejándose las pedían los mataban» (Cieza de León, 1985, I: 144-146).
En el caso de Paraguay, desde 1545 menudearon los asaltos a los pueblos en busca de mujeres jóvenes y adultas, en edad de reproducir y, sobre todo, trabajar en los campos. El motivo principal aducido es que no se habían repartido los indios en encomienda. Para 1556, Juan Muñoz Carvajal escribió a Carlos I cómo
desde el día de la prisión del governador Cabeça de Vaca hasta el día de la fecha desta […] [los españoles] traen manadas de destas mugeres para sus serviçios, como quien va a una feria y trae una manada de ovejas, lo qual a sido cabsa de poblar los çimenterios de las yglesias desta çibdad y aver peresçido en la tierra mas de veynte mill animas y averse despoblado gran parte de la tierra (Roulet, 1993: 62).
Además, no solo sufrían las mujeres, también lo hacían sus hijos. Sin abandonar Paraguay, el sacerdote Martín González explicaba, en la década de 1570, por qué abundaban los casos de aborto e infanticidio entre las indias: las guaraníes debían salir a trabajar en los campos con sus bebés a cuestas
y tráenlos metidos en sacos porque no lloren y no los coman moxquitos que a temporadas [h]ay muchos […] y cuando están cansadas de traerlos hazen hoyos en tierra y los meten en ellos y los cubren con la tierra hasta la cabeça, y allí están llorando y la madre trabajando y por no ver esto los matan en los vientres y a los naçidos no les quieren dar de mamar porque se mueran.
En otras ocasiones, si dejaban a los niños en sus chozas mientras se iban a trabajar, estos permanecían todo el día solos, sin comer y llorando. Entonces algunos españoles, molestos por el llanto ininterrumpido, «danles porque callen, y ansí los hallan sus madres perdidos y maltratados y por ver esto los matan» (Roulet, 1993: 256).
Y en Tucumán en 1588, el gobernador Ramírez de Velasco condenó a un tal García de Jara por «haber corrompido ocho muchachas [de una encomienda], doncellas, que causó la muerte de dos de ellas por ser de tierna edad […] haber mandado cortar los dedos pulgares a cinco indios […] cortar a dos indios las lenguas […] desjarretar dos indios» (Rodríguez Molas, 1985: 57-58). Vergüenza y desolación.
Y no solo eso. Como señala Francisco de Solano, «los remordimientos por los excesos de la guerra podían remediarse espiritualmente mediante el pago de unas bulas de composición ante el pontífice: en 1505 se lograba una para las Antillas, en 1528 para Nueva España» (Solano, 1988: 35). Bernal Díaz del Castillo así lo explica: envió Hernán Cortés a Juan de Herrada a Roma con un rico presente para tratar dicho negocio con el papa Clemente VII, el cual «entonces nos envió bulas para nos absolver á culpa y á pena de todos nuestros pecados, é otras indulgencias para los hospitales é iglesias, con grandes perdones; y dio por muy bueno todo lo que Cortés había hecho en la Nueva España»11. Y, como es lógico, solo puede haber remordimientos cuando se sabe que se ha cometido una mala acción. Aunque, para muchos era lícito despreciar a los indios por ser gentes «sin Dios, sin ley y sin rey». Con esos términos describía el dominico fray Reginaldo de Lizárraga la opinión que tenían los suyos sobre los chiriguanos, si bien era una idea bastante común (Lizárraga, 1987: 350). En efecto, tampoco debemos olvidar una observación de fray Pedro Aguado, cronista de la conquista de Nueva Granada, quien aseveró cómo «los (soldados) que hoy son vivos de aquel tiempo dicen que era tanta su ignorancia en esto de matar indios, que les parecía que [no] solo no se cometía pecado en ello, pero que eran dignos de galardón […]» (citado en Córdoba Ochoa, 2013: 268, n. 381).
Es más, otros miembros del clero, incluso enfrentados al padre Las Casas, como el franciscano Toribio de Benavente (Motolinía),