Por último, se ha usado hasta la extenuación el argumento de la imposibilidad de evaluar y criticar desde nuestro presente los comportamientos violentos del pasado, propios de aquellas centurias, además de hacer mención a la crueldad extrema de las civilizaciones aborígenes. Son dos cuestiones muy distintas. Ya en su momento, Tzvetan Todorov distinguió entre el homicidio religioso (o sacrificio) del homicidio ateo, es decir, el cometido por los conquistadores cuando se producía una matanza, entre otros (Todorov, 2000: 156). Los aborígenes eran crueles y los europeos también lo eran. Eso es algo indiscutible. Lo que debato en este libro es que no se quiera reconocer e, incluso, que se desee negar la utilización de la crueldad sistemática, el terror y la violencia extrema en la invasión y conquista de las Indias. El fenómeno de la violencia es consustancial a cualquier colonialismo de dominación, dado que a la fase inicial de brutalidad conquistadora ejercida por la hueste indiana, mejor o peor controlada por caudillos sin escrúpulos movidos fundamentalmente por la codicia, le siguió la violencia que de manera regulada ejerció la metrópoli. La fórmula que podemos aplicar a esta cuestión para analizarla desde la historiografía fue sugerida por Lauro Martines: cuando se desvincula la historia social de la guerra de la política y la diplomacia caen las barreras que nos impedían plantearnos cuestiones de tipo ético. Por consiguiente, cuando los historiadores quedan liberados «por la necesidad de formular preguntas morales, pueden al fin proyectarlas contra la política […]», y es entonces cuando se pueden poner en tela de juicio las acciones de los grandes caudillos conquistadores, analizar sus victorias y sus fracasos desde una óptica crítica y, quizás lo más importante, podremos «someter a juicio sus acciones» (Martines, 2013: 267). Las de ellos y las de la Monarquía Hispánica.
Es más, aquellos que han negado la posibilidad de que desde nuestro presente se evalúe moralmente el pasado, en este caso el colonial hispano en su fase inicial de invasión y conquista, no muestran reparo alguno en valorar las acciones bélicas emprendidas por los conquistadores, en especial los grandes nombres como Núñez de Balboa, Cortés, Alvarado, Olid, Pizarro, Almagro, Belalcázar, De Soto o Valdivia, como si de gestas heroicas se tratase, cuando dicha consideración igualmente posee una carga de presentismo incuestionable. Y, al mismo tiempo, han negado la evidencia de que los aborígenes, en todo caso, tenían el derecho legítimo a defenderse. Como señaló el padre Tello, si los indios respondían fue a causa de ser siempre «ocasionados, maltratados y aperreados, y no les quedaba otro recurso para su defensa, que procurar la muerte de los que tan grandes daños les haçian» (Tello, 1968, II: 75-76).
Sea como fuere, mi intención con esta obra, que ahora podemos recuperar, revisada y aumentada, merced al buen hacer de la editorial Arpa, siempre fue recordar y hacer llegar a todos los ciudadanos en estos tiempos revueltos las palabras del conde de Lemos, virrey del Perú, dirigidas al monarca hispano, Carlos II, cuando en 1670 visitó la gran mina de Potosí y descubrió que sus trabajadores aborígenes ni siquiera veían la luz del sol, puesto que permanecían sepultados en las galerías jornada tras jornada de agotador trabajo: «No hay nación en el mundo tan fatigada. Yo descargo mi conciencia con informar a Vuestra Majestad con esta claridad; no es plata lo que se lleva España, sino sangre y sudor de indios» (citado en Lohmann, 1946). Y yo descargo la mía como historiador haciendo llegar al gran público la dimensión más trágica de la invasión hispana de las Indias.
Mollet del Vallès, octubre de 2021
INTRODUCCIÓN
No es ninguna casualidad que se dotase la invasión de las Indias de una «dimensión clásica» otorgada por su comparación con las guerras de Roma. El propio Hernán Cortés llegó a comparar el asedio de México-Tenochtitlan con el de Jerusalén, ya que era de su gusto, según Bernal Díaz del Castillo, recordar los hechos heroicos de los romanos. El impresor Juan Cromberger apostillaba al final de su edición sevillana de la Segunda carta de relación cortesiana dirigida a Carlos I: «[En el sitio de Tenochtitlan] murieron más indios que en Jerusalén judíos en la destrucción que hizo Vespasiano», aunque equivocándose de emperador (Cortés, 1522). Gonzalo Fernández de Oviedo también utilizó dicha comparación, señalando cómo en el sitio de México «no murieron menos indios que judíos en Jherusalem, quando Tito Vespasiano, emperador, la ganó e destruyó», aunque, incluso alegaría que el cerco de Tenochtitlan no tenía comparación «con ejército ni cerco alguno de aquellos que por muy famosos están escriptos de los pasados» (Fernández de Oviedo, 1959, IV: lib. XIV, caps. XXIX-XXX).
En realidad, comparar el imperialismo romano, y sus crueldades, con la actuación hispana en las Indias era algo muy peligroso. Melchor Cano ya hizo notar, en 1546, que las guerras imperialistas de Roma eran, básicamente, guerras injustas. Y el padre Bartolomé de las Casas usaría en la controversia de Valladolid el ejemplo romano (de Pompeyo, en concreto, en su lucha contra el rey Tigranes de Armenia y la conquista romana de Judea) para atacar las acciones, muy parecidas, de Hernán Cortés en su conquista (Lupher, 2006: 190-194). Para el padre José de Acosta, en su De procuranda indorum salute, la crueldad hispana en las Indias fue superior a la de griegos y romanos —«Jamás ha habido tanta crueldad en invasión alguna de griegos y bárbaros. No son hechos desconocidos o exagerados por la fantasía de los historiadores»— (citado en López Lomelí, 2002: 66). El padre Acosta aseguraría que el maltrato dado a los indios era fruto de la falta de información o de conocimientos de aquellos que los subyugaron, «sirviéndose dellos poco menos que de animales, y despreciando cualquier género de respeto que se les tenga». Así, el lamentable resultado fue que «entramos [en las Indias] por la espada, sin oyrles, ni entendeles, no nos parece que merecen reputación las cosas de los indios, sino como de caça avida en el monte, y trayda para nuestro servicio y antojo» (Acosta, 1590: 395-396).
El caso es que la crueldad exhibida por los españoles en las Indias no puede ser puesta en duda. Apenas diez años después del inicio del segundo viaje colombino, verdadero comienzo de la conquista cruenta, en el testamento de Isabel I de Castilla, fallecida en 1504, se puede leer cómo se debería evitar hacer la guerra a los pacíficos y humildes indios para que se les quite «el temor que tienen de ver los españoles tan fieros, y de tener experiencia de sus crueldades […]» (Carriscondo, 2014: 296).
Hasta cierto punto, la opinión (favorable) que ha merecido la invasión y conquista hispana de las Indias —un ejemplo podría ser Pedro Pérez Herrero3, quien alude a una interpretación de «corte hispanista» que entiende «la conquista como un acontecimiento benefactor al haber introducido la lengua castellana, la religión católica y los valores hispánicos» (Pérez Herrero, 2002: 57)— casi siempre pareció estar exenta de cualquier comentario profundo sobre los excesos que acarrea la guerra —y la forma de practicar esta4—, salvo algunas excepciones5. Unos excesos que, como sabemos, también se cometían en la Europa de la Época Moderna y que, además, se seguirían cometiendo hasta los conflictos del siglo XX. Porque, aunque se haya argumentado que «la atrocidad no compensa, que el uso selectivo de la brutalidad llevó al éxito a corto plazo, pero que a largo plazo fue un desastre», lo cierto es que en el caso de la invasión y conquista de las Indias, la atrocidad sí compensó, quizás porque la brutalidad empleada fue menos selectiva que generalizada6. Joanna Bourke señala que «las atrocidades fueron una característica del combate tanto en las dos guerras mundiales como en Vietnam». Es más, según esta autora, lo que ella llama un comportamiento de combate eficaz «sí exigía que los hombres actuaran de forma brutal y sangrienta. Durante la batalla, era normal que los hombres perdieran su capacidad para sentirse conmovidos o perturbados» al principio, pero más tarde lo habitual era acostumbrarse de alguna forma a la matanza, que «pasaba a ser algo común». De hecho, según Joanna Bourke, «aunque la asociación del placer con el acto de matar y la crueldad puede resultar