Tras la caída de Granada, Beatriz Alonso Acero señala, con respecto a la presencia hispana en Berbería desde la conquista de Melilla en 1497, cómo el tipo de ocupación restringida de determinados espacios —«territorios costeros situados en zonas de especial interés para el adversario»—, es decir, de presidios —no olvidemos las conquistas de Mazalquivir (1505), Peñón de Vélez de la Gomera (1508), Orán (1509) y en 1510 de Bujía y Trípoli—, fue consecuencia de la forma
en la que se llevó a cabo la conquista del reino granadino. Razzias, jornadas, cabalgadas, acuerdos con el adversario, habían definido el modo de ir avanzando por el territorio peninsular dominado por el islam. La guerra de Granada estuvo basada en correrías sobre el territorio enemigo, rápidas incursiones en las que se obtenía un fácil y abundante botín que obligaba al adversario a sentar las bases de una capitulación (Alonso Acero, 2006: 226).
A su vez, en Chile y Florida, según Amy Turner, se utilizaría «el sistema de presidios perfeccionado en el norte de África, con cada presidio subvencionado por el virreinato más cercano» (Turner en Chang-Rodríguez, 2006: 89).
El anónimo autor del informe sobre la manera de hacer la guerra en el norte de África a caballo de los siglos XV y XVI, rescatado por el bibliófilo Marcos Jiménez de la Espada, quien lo tituló con escasa inspiración «La guerra del moro a fines del siglo XV», reconocía, en concreto, que esas incursiones norteafricanas no dejaban de ser preventivas, pues los habitantes de la zona «cuando los guerrean, dejan de guerrear y ponen su cuidado en guardarse, y aun esto no saben bien hacer, guardarse, que todavía los toman como á ganados». Describe en su breve escrito nada menos que nueve entradas en Berbería, algunas protagonizadas por los castellanos, dirigidos por Pedro de Vargas, Pedro de Vera o Lorenzo de Padilla, entre otros, o bien por los portugueses, como la liderada por don Diego de Almeida, prior de Crato, en la que se obtuvieron cuatrocientos prisioneros y mucho ganado, amén de degollar a cerca de un millar de personas. La cabalgada encabezada por el jerezano Lorenzo de Padilla, compuesta por cincuenta caballeros y seiscientos peones, duró once días y se atacó La Mámora, con un resultado de varios cientos de prisioneros y dejando tras de sí numerosos muertos. El anónimo autor fue testigo de vista de todas ellas, pero «sin otras muchas cabalgadas que se han hecho sin yo ser en ellas», dejando entrever «que se puede hacer muy fácilmente la guerra en aliende» por depender, de forma básica, de la iniciativa privada y el ansia de obtener un botín (Jiménez de la Espada, 1894: 171-181).
Según Eduardo Aznar Vallejo, a estas cabalgadas realizadas desde el sur de la Península, que eleva a trece entre las conocidas de 1461 a 1498, sin dudar que debieron producirse varias más, se les sumarían las promocionadas desde las propias islas Canarias. Entre 1484 y 1486 las fuentes archivísticas solo permiten hablar de una cabalgada, seguramente por encontrarse todavía varias islas en proceso de conquista y ser más interesante volcarse en su total control, pero con las construcciones de las factorías fortificadas en la costa de Berbería —Santa Cruz de la Mar Pequeña, situada al norte de Tarfaya y en activo entre 1478 y 1527, y San Miguel de Asaca, levantada en 1500, situada al sur de Ifni—, sin duda hubieron de producirse nuevas cabalgadas, además de utilizarse estos emplazamientos fortificados para el intercambio de prisioneros (Aznar Vallejo, 1997: 407-419).
Ya fuese en la zona atlántica o en la mediterránea de Berbería, los beneficios de las cabalgadas eran varios, y no solo crematísticos: en primer lugar, se trataba de hostigar a los musulmanes en su propio territorio para evitar que, a su vez, organizasen ataques a la costa cristiana. En segundo lugar, permitía a los participantes adquirir un óptimo conocimiento sobre el territorio enemigo y planificar mejor futuras campañas y, en tercer lugar, formar militarmente a los nuevos miembros de las huestes que se incorporaban a un servicio activo, de esa manera su pericia en futuros combates estaría garantizada. Sea como fuere, las analogías con las posteriores operaciones de conquista en las Indias son muchas: entre otras, el objetivo de las cabalgadas no eran las ciudades, sino pequeños núcleos de población, y siempre que los beneficios obtenidos por la venta de esclavos fueran los adecuados, habría voluntarios suficientes para incorporarse a las nuevas expediciones que se organizasen. Ahora bien, fueron aquellos que se habían formado en las cabalgadas de los años previos quienes concurrieron a un objetivo mayor, como fue la conquista de Melilla en 1497, si bien el pacto con los aborígenes también se cuidó (Ruiz Pilares, 2019: 207-215). En el caso de las Indias, las entradas, como se denominaban en la época, en diversos territorios, ya fuesen insulares o no, caracterizados por una reducida densidad poblacional urbana, se irían compaginando con otras operaciones de mayor envergadura, como serían las conquistas de los imperios mexica o inca.
Según Anthony Pagden, la invasión y conquista de América puede asimilarse de manera más fácil con las guerras libradas por la Monarquía Hispánica en Italia que con la guerra contra los musulmanes en la Península, al menos en sus vertientes económica, política y militar (afirmación que se me antoja discutible), si bien, a nivel ideológico, «la lucha contra el islam ofrecía un lenguaje descriptivo que permitía revestir las por lo general lamentables campañas de América de un significado de similares tonos escatológicos». Así, la literatura hispana de conquista, señala Pagden, sirvió «para resaltar ese sentimiento de continuidad, redescribiendo las acciones de los más celebrados conquistadores con el lenguaje de los romances fronterizos españoles». Una observación que queda un tanto desvirtuada cuando el autor insiste en que el providencialismo hispano en las Indias, representado, entre otras, con las apariciones del apóstol Santiago, el «Matamoros» transformado en «Mataindios», en plenos combates contra los amerindios, fue recogido por la pluma de Bernal Díaz del Castillo, a quien tacha de «viejo soldado mentiroso». Cualquier lector atento de Díaz del Castillo sabe que, justamente, él fue de los pocos cronistas que, de forma sutil, no creyó en dicha aparición (Pagden, 1997: 100-101). Las apariciones apostólicas en estos lances se las debemos, más bien, a la pluma de Francisco López de Gómara, quien no solo pudo asegurar la presencia del apóstol en la conquista de Nueva España, sino también la de su caballo, el que «mataba tantos [indios] con la boca y con los pies y manos como el caballero [Santiago] con la espada». Tampoco creía del todo o, más bien, se tomó el asunto marcando algo más las distancias Pedro Mariño de Lobera, quien, sin negar las apariciones del apóstol Santiago en las primeras batallas chilenas, tras más de cuarenta años de guerras, a inicios de 1580, aseguraba, después de un nuevo encuentro militar con los araucanos, que las cosas ya habían cambiado:
dijeron después los indios que había sido mucho más eficaz la fuerza que los había rendido afirmando que el glorioso Santiago había peleado en la batalla con un sombrero de oro y una espada muy resplandeciente. Y aunque esto es verosímil y no se debe echar por alto, pues es cierto que este glorioso santo ha favorecido en otras ocasiones a los conquistadores de este reino, con todo eso se debe proceder con mucho tiento en dar crédito a indios ladinos, que son por extremo amigos de novelas y cuentos semejantes. Mayormente sabiendo muy bien todos estos lo que se lee en las historias