La invasión de América. Antonio Espino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Espino
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418741395
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lo cual fueron sentenciados a muerte» (Las Casas, 1981, II: 239). Para Fernández de Oviedo, «el castigo, que se dijo de suso, de Anacaona e sus secuaces fué tan espantable cosa para los indios, que de ahí adelante asentaron el pie llano e no se rebelaron más». Años después, el cronista Antonio de Herrera recoge fielmente el rechazo que produjo en la Corte la quema de los caciques de Jaraguá y el ahorcamiento de Anacaona, pero mantiene en pie la teoría de la conspiración, la traición y la búsqueda de una alianza para destruir a los españoles (Herrera, 1601, I, VI: 192). Si todo ello era cierto, ¿por qué se enojaron con Ovando la reina Isabel I o don Álvaro de Portugal, presidente del consejo de Justicia?

      Tras la masacre de Jaraguá no es de extrañar que las provincias vecinas de Guahaba y Hanyguayaba se alzaran en armas, donde los capitanes Diego Velázquez (1465-1524) y Rodrigo Mejía castigaron a sus gentes de la forma ya descrita. Velázquez, futuro conquistador de Cuba, se fue fogueando en tan particulares técnicas bélicas aplicadas en La Española. Mientras, los indios del Higüey volvieron a alzarse en armas, designando otra vez Ovando a Juan de Esquivel como capitán general de la expedición de castigo. Esta contó con unos trescientos o cuatrocientos hombres, que parece ser el número máximo de efectivos que Ovando podía permitir sacar de los diversos asentamientos para ir a combatir, solo que entonces, señala el padre Las Casas, incluso recibieron la ayuda de los aborígenes de la provincia de Ycayagua, indios de guerra, «los cuales en los de Higüey alzados no hicieron poco guerra ni poco daño». Las Casas siempre se muestra muy crítico con la desigualdad entre las armas hispanas y las de los aborígenes, no dando las primeras opción alguna de victoria a los segundos. Y eso que en aquellos años apenas si había espingardas, pero con los perros, los caballos, las espadas y las ballestas había suficiente. Así, los indios de Higüey se perdieron por los bosques para salvar la vida ante el empuje militar hispano, siendo perseguidos por cuadrillas de españoles, quienes se hacían guiar por algunos indios atrapados, a los que se torturaba para lograr su cooperación. Y como se ha dicho antes, cuando se hallaba un grupo de indios escondido en la maleza no se solía dar cuartel, para dar ejemplo, menudeando entre los que se salvaban el corte de sus manos. Una vez más, asegura Bartolomé de las Casas cómo a muchos de estos:

      les hacían poner sobre un palo la una mano, y con el espada se la cortaban, y luego la otra, a cercén o que en algún pellejo quedaba colgando, y decíanles: «Andad, llevad a los demás esas cartas»[…], íbanse los desventurados, gimiendo y llorando, de los cuales pocos o ningunos, según iban, escapaban, desangrándose y no teniendo por los montes, ni sabiendo dónde ir a hallar alguno de los suyos, que les tomase la sangre ni curase; y así, desde a poca tierra que andaban, caían sin algún remedio ni amparo (Las Casas, 1981, II: 257-260).

      Por cierto que, una vez iniciadas estas prácticas de amputación de manos, no tenían por qué ser de uso exclusivo de los castellanos: años más tarde, relata Gonzalo Fernández de Oviedo que un lugarteniente del cacique Enrique, rebelado en La Española, mandó cortar la mano derecha a un preso español (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. V, cap. V). En su guerra, el cacique Enrique solía despojar a los caídos hispanos de sus armas y algunos de sus hombres llevaban hasta dos espadas. También aprendió de las tácticas ajenas de combate (Mira, 1997: 322). Llegaría a disponer de una fuerza de seiscientos seguidores, de modo que la Real Audiencia se vio obligada a formar varias cuadrillas especializadas en el rastreo de los sublevados, asistidas por indios auxiliares motivados por recompensas si se lograban los objetivos. Tras varios años de sublevación, ya que se inició en 1519, en 1527 se consiguieron reunir noventa hispanos, además de los ayudantes aborígenes, para intentar capturarlo, pero fue en vano. El peligro, además, estuvo en que, con su ejemplo, nuevos sublevados se sumaban a la causa general rebelde, incluyendo antiguos esclavos africanos escapados a las montañas, es decir cimarrones. En 1533, tras la idea de movilizar un contingente de trescientos soldados en la propia Península para remitirlos a La Española al mando de Francisco de Barrionuevo, con quien el cacique Enrique pactó el abandono de su actividad rebelde a cambio de la libertad de su grupo. Ello llevaría a la ruptura con los grupos de resistentes cimarrones, quienes pasaron a ser perseguidos incluso por antiguos seguidores del cacique Enrique. Uno de los grupos mejor organizados de cimarrones, el de Sebastián Lembá, en la segunda mitad de la década de 1540, llegó a destruir un poblado de antiguos seguidores de Enrique y masacraron a su población. También en Cuba hubo grupos de insurrectos que, desde el inicio de la década de 1520, se mantuvieron largos años en rebeldía. En 1542, el cabildo de Santiago llegó a formar algunas cuadrillas de indios asalariados que se dedicaban en exclusiva a la caza de los aborígenes rebeldes (Cassá, 1992: 243-247, 252-253).

      Y cuando no era el corte de las manos era el fuego o el ahorcamiento. El acoso al cacique Cotubanamá, quien acabó ajusticiado en Santo Domingo tras su captura en la isla de Saona, sirve al padre Las Casas para realizar una especie de resumen del horror, siempre con la idea final de «meter miedo por toda la tierra y viniesen a darse». Los dominicos de La Española, en un informe sombrío de 1519 al señor de Chièvres, consejero flamenco de Carlos I, corroboraron todos los crímenes y atrocidades cometidos en las personas de los aborígenes por los colonos —«comenzaron a romper e destruir la tierra por tales e tantas maneras, que no decimos pluma, pero lengua no basta a las contar»—, quienes, por un lado, creían que asesinar, torturar o violar a gentes sin fe no era ningún delito, y, en segundo lugar, se aprovecharon de «ser ellos gentes tan mansas e pacíficas e sin armas» (Bataillon/Saint-Lu, 1974: 73-74).

      Testigo de vista de la conquista de Cuba a partir de 1511, su primer gobernador, Diego Velázquez, hubo de sortear un escollo inicial en la persona del cacique Hatuey, quien, huido de La Española e instalado en la isla vecina, más que ofrecer resistencia, si bien durante algunas semanas organizó cierto número de emboscadas, optó por escapar con su gente a los montes, siendo consciente de que la resistencia militar no tenía futuro; Hatuey pagó su osadía, y las molestias ocasionadas, muriendo en la hoguera. Antes de su captura, diversos aborígenes fueron torturados para que dijesen dónde se escondía. Como en otras ínsulas, la cacería de esclavos estuvo a la orden del día. La reacción de los indios, que fue muy similar en otros lugares, iba desde la huida hacia delante, nunca mejor dicho, a las provincias contiguas, donde daban cuenta de sus males a otros hasta la entrega voluntaria al invasor hispano, pasando por la resistencia a ultranza. Tras dominar la zona oriental de la isla, Diego Velázquez fundó la localidad de Bayamo (San Salvador), desde donde procedería un tiempo más tarde a controlar el centro de la isla. Pero todavía quedaron focos de resistencia rebelde en la zona oriental, tan duramente reprimidos por Francisco de Morales, quien ordenó una masacre en la región de Maniabón, hoy en día Holguín, que hasta el propio Velázquez se sintió obligado a enviar preso a Santo Domingo a Morales (Cassá, 1992: 233-234).

      Uno de los capitanes de Velázquez, Pánfilo de Narváez (1470-1528), a quien más tarde nos encontraremos en Nueva España y en Florida, protagonizó una terrible masacre en la provincia de Camagüey en 1513. Alcanzando sus tropas la localidad de Caonao tras una marcha agotadora por la falta de agua, fueron atendidos por una multitud de unos dos mil indios, si bien en un gran bohío calcula el padre Las Casas que se hallaba otro medio centenar de ellos; la multitud quedó sorprendida al ver la hueste hispana, en especial los caballos, aunque solo eran cuatro. A la tropa hispana la acompañaban, como era habitual, indios de apoyo, en este caso unos mil. Sin mediar razón alguna, en principio, los españoles desenvainaron sus espadas —que, en presagio funesto, habían afilado aquel mismo día en unas piedras apropiadas dejadas al aire por la sequía del río que atravesaron; a la sequedad del río seguiría, claro, la mucha sangre derramada después, una imagen muy cara a Las Casas— y mataron a una gran cantidad de personas sin que su capitán, Pánfilo de Narváez, hiciese nada por impedirlo. Más adelante cundió la sospecha, o bien se buscó el atenuante justificador, de que algunos indios bien pudieran estar tramando una traición para matar al grupo hispano. El padre Las Casas, aunque es una opinión muy particular, típica de su pluma, aseguraba que el motivo no fue otro que el gusto por el derramamiento de sangre humana. Tzvetan Todorov se ha referido a este episodio como «si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de la capacidad de dar la muerte» (Todorov, 2000: 155). En cualquier caso, y esa sí era una lección repetida en otras muchas ocasiones, el pavor se apoderó de los habitantes de la zona al conocer la masacre