La invasión de América. Antonio Espino. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Antonio Espino
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418741395
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de las primeras campañas italianas del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, quien salió en 1510 de La Española para socorrer a Nicuesa y los suyos, tuvo cuarenta y tres muertos —o bien cuarenta y siete— por flecha envenenada en un enfrentamiento con indios en la zona de Paria (Mártir de Anglería, 1989: 110-111. López de Gómara, 1991: cap. LIX). Ojeda y Nicuesa, con cuatrocientos hombres, quienes atacaron por tres lugares a la vez, destruyeron Turbaco a sangre y fuego como represalia, no perdonando a ningún habitante. El cronista Francisco López de Gómara señaló cómo los indios cayeron víctimas del fuego o del «cuchillo de los nuestros, que no perdonaron sino a seis muchachos». Según Gonzalo Fernández de Oviedo, Diego de Nicuesa, la noche anterior al asalto, dio órdenes rigurosas a sus hombres de no hacer prisioneros, prohibiéndoles también que perdiesen el tiempo intentando procurarse un botín: solo anhelaba ver el asentamiento arrasado. Poco después, siendo ya conocido por todos los indios cómo las gastaban los españoles, aquellos apenas se dejaban ver, jugando con sus flechas envenenadas contra estos, quienes irían muriendo lentamente de hambre, cansancio y enfermedades en el territorio más inhóspito que hasta entonces habían hollado sus pies. Según el padre Las Casas, de los setecientos ochenta y cinco hombres de la expedición de Diego de Nicuesa —quinientos ochenta para el teniente de Nicuesa, Rodrigo de Colmenares— apenas si cuarenta y tres restaron en el territorio en los años en activo de Vasco Núñez de Balboa (1475-1519). Mientras que de los trescientos comandados por Alonso de Ojeda —o bien doscientos veinte, según Colmenares—, solo treinta o cuarenta sobrevivieron, entre ellos Francisco Pizarro. Más tarde, con el refuerzo que llevó consigo Rodrigo de Colmenares, unos sesenta hombres, el número de españoles a disposición de Balboa subiría a ciento cincuenta27.

      Sobre la conquista del Darién a partir de 1511 —Balboa sería designado gobernador interino del territorio por Fernando el Católico el 23 de diciembre de dicho año—, el padre Las Casas reseñó cómo

      la costumbre de Vasco Núñez y compañía era dar tormentos a los indios que prendían, para que descubriesen los pueblos de los señores que más oro tenían y mayor abundancia de comida; iban de noche a dar sobre ellos a fuego y sangre, si no estaban proveídos de espías y sobre aviso.

      Pero es asimismo interesante constatar cómo, en su caso, la falta de efectivos hispanos obligaba a endurecer la política de uso del terror indiscriminado por imperativo militar. Para la historiadora Bethany Aram, la política indígena de Núñez de Balboa fue «una mezcla de cooperación, intimidación y brutalidad», en la que este no dudó en torturar, ahorcar o echar a los perros a todos aquellos nativos que se negasen a proporcionar oro. Y de forma inteligente señala: «Tales acciones, aunque crueles, reforzaban la lealtad de sus aliados nativos y españoles. Es posible que incluso hubieran aumentado el interés por conservar su amistad» (Aram, 2008: 51-55). Lógico, era justamente eso lo que se pretendía. Asimismo, Carmen Mena reconoce cómo el método de actuación habitual de Núñez de Balboa consistía, una vez habían sido convenientemente aterrorizados los caciques invadidos «con un gran despliegue de fuerzas y con prácticas muy crueles», en ofrecerles su amistad y protección, que podía alcanzar hasta la cooperación militar para enfrentarse a otros caciques enemigos de los primeros (Mena, 2011: 155-157). Así, mientras Núñez de Balboa se veía obligado a operar con ciento treinta hombres contra Chima, el cacique de Careta —aunque Francisco Pizarro y seis de los suyos se enfrentaron a cuatrocientos indios, matando ciento cincuenta, según el padre Las Casas, circunstancia muy poco creíble—, y con ochenta para hacer lo propio contra el cacique de Ponca, lo cierto es que demandaría a Diego Colón hijo (c. 1482-1526), por entonces virrey y gobernador de las Indias, hasta mil efectivos para proseguir su conquista. Sin ningún rubor, Núñez de Balboa le señaló a este cómo había ahorcado ya a treinta caciques y habría de ejecutar de la misma manera «cuantos prendiese, alegando que porque eran pocos no tenían otro remedio hasta que les enviase mucho socorro de gente» (Las Casas, 1981, II: 576). En la provincia de Dabaibe, por ejemplo, tras llegar a oídos de Núñez de Balboa la existencia de un complot para acabar con todos ellos, consiguió adelantárseles y, dividiendo a sus hombres en dos grupos, tras hacer prisioneros a numerosos caciques, mandó colgarlos sin excepción

      delante [de] todos los captivos, porque esta fue y es regla general de todos los españoles en estas Indias, observantísima, que nunca dan vida a ningún señor o cacique o principal que a las manos les venga, por quedar, sin sospecha, señores de la gente y de la tierra (Las Casas, 1981, II: 584).

      Pedro Mártir de Anglería asegura que Rodrigo de Colmenares, al mando del segundo grupo, actuó de forma parecida: tras atrapar a algunos caciques, ahorcó al principal de un árbol y lo hizo asaetear a la vista de los indios de su pueblo, mientras terminaba por colgar al resto tras fabricar un patíbulo. El resultado fue el esperado: «Impuesta esta pena a los conjurados, infundió tanto miedo en toda la provincia, que ya no hay uno que se atreva ni siquiera a levantar el dedo contra el torrente de ira de los nuestros» (Mártir de Anglería, 1989: 130). Antonio de Herrera repite casi las mismas palabras, pero introduce, una vez aprovechadas las operaciones narradas, la idea de la sagacidad militar, en la que como es obvio destacaba Balboa, siendo este promocionado a excelente soldado: entre otras cosas, dirá Herrera de él que «siempre peleó más con el consejo y buen gobierno, que con las armas, y fortaleza», y, al mismo tiempo, «en todos los trabajos llevaba la delantera, como imitador de los antiguos Capitanes Romanos» (Herrera, 1601, I, X: 304 y Herrera, 1601, II, II: 49). Francisco López de Gómara relata cómo un soldado de Núñez de Balboa, herido en una reyerta con indios del cacique Abenamaque, una vez cautivo este «le cortó un brazo después de preso, sin que nadie lo pudiera estorbar: cosa fea y no de español» (López de Gómara, 1991: cap. LXI).

      Otra de las técnicas coactivas consistía en tomar rehenes entre los caciques y sus familias para terminar de domeñar la resistencia de un territorio. Como nos recuerda Carmen Mena, «los españoles lo habían practicado con los musulmanes durante los siglos de la Reconquista. No inventaban nada nuevo» (Mena, 2011: 158).

      Siguiendo el relato del padre Bartolomé de las Casas, el uso de los perros de presa —que también fueron muy importantes en la conquista de Puerto Rico y previa a ella en La Española y Canarias— lo asocia en especial con la expedición que culminaría con el hallazgo del Mar del Sur en septiembre de 1513. Portando consigo unos ciento noventa hispanos y ochocientos indios de apoyo, Núñez de Balboa sojuzgó al cacique Quareca, en cuya tierra murieron en batalla unos seiscientos indios, siendo otros ajusticiados mediante aperreamiento: los famosos cuarenta sodomitas, aunque la justificación de dicha crueldad, sin duda, estuvo mediatizada por los prejuicios de la época; casi cincuenta sodomitas ejecutados señala Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, como sabemos, alaba en especial la trayectoria como caudillo de Núñez de Balboa: «Y de aquella escuela de Vasco Núñez salieron señalados hombres y capitanes […]», para otras conquistas (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. V). Pedro Mártir de Anglería añade que la batalla duró poco rato, habida cuenta de la diferencia del armamento, si bien la matanza se extendió, al dar pronto la espalda los indios, un buen trecho de terreno. «Como en los mataderos cortan a pedazos las carnes de buey o de carnero, así los nuestros de un golpe quitaban a este las nalgas, o a aquel el muslo, a otros los hombros; como animales brutos perecieron seiscientos de ellos, junto con el cacique» (Mártir de Anglería, 1989: 165).

      Desde entonces, tanto en la tierra del señor de Chiapes como en la de Pacra, se aterrorizaba a los indios con la perspectiva de ser ejecutados de manera tan terrible. La fama les precedía, a decir del padre Las Casas. De esta forma, los indios huidos para evitar tener que servir al amo hispano eran obligados a ponerse a su disposición. La negativa del cacique Pacra en señalar las fuentes del oro, escaso, que poseía su gente se saldó con su ajusticiamiento y el de otros tres indios principales mediante aperreamiento —«Hízolo, en fin, echar a los perros con los otros tres señores que habían venido a acompañallo, que los hicieron pedazos, y después de muertos por los perros, hízolos quemar»— (Las Casas, 1981, II: 602). En la versión de estos hechos de Francisco López de Gómara, el cacique Pacra fue aperreado no solo por su negativa a ceder información sobre el oro, sino por algunas acusaciones de tiranía vertidas contra él por sus súbditos. Así, Balboa se transforma en fuente de justicia para los aborígenes (López de Gómara, 1991: cap. LXIV). Como nos recuerda Carmen Mena,