La melodía del abismo. Diego Soto Gómez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diego Soto Gómez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788419092281
Скачать книгу
estaba la sombra queAlissa no había sido capaz de percibir. Esa figura era como una palabra en la punta de la lengua. La mentalista siempre había considerado que esa facilidad para pasar desapercibido tenía que ser fruto de algún tipo de magia muy poderosa, como si el propio soberano del desierto se valiera de algún sortilegio que hiciera que todo el mundo se olvidara de él.

      —Además —prosiguió Ardah—, Asvar Ontium, el propio rey, teme que se produzca una batalla entre los fieles a la vieja sangre y los ejércitos de los duques, una réplica de la guerra de los Infortunados —Pensó un par de segundos antes de alzar de nuevo la voz—. Dentro de unos días será la ceremonia de toma de posesión del nuevo duque de Thaubonia y Bayta Tray, la duquesa de Cahia, es amiga personal. Le escribiré para que te invite a la ceremonia.

      3. Layaba, junto al lago

      Hacía dos días que había dejado Sklaciatos y atravesado la frontera. Atrás habían quedado los Siervos y las deidades de las florestas. Había cabalgado con calma, pero sin descanso, atravesando los verdes bosques de higueras y helechos que abundaban en aquella región, acompañada en todo momento por su alado guía. Se había desviado del camino real, pues los habitantes de Hai LiTai habían mencionado que se llegaba más rápido a Layaba por las antiguas sendas que bordeaban el Nithuyen por el sur.

      Había pasado la noche anterior en una posada que se levantaba a orillas de aquel lago cercado por algarrobos, higueras, laureles y juncos. Por la noche había dado un paseo por la orilla del vibrante espejo y, en la distancia, había dejado que sus ojos volasen a través de las volutas de humo que abandonaban la ciudad: blancas plumas de contornos difusos sobre un lienzo negro. Su éter había rastreado el lago, surcándolo, impregnándose de su pura humedad, buceando en ella. A los psaiks no les gustaba el agua, les resultaba muy difícil hacer que su poder se moviera a través de ella y Alissa no era una excepción. Había dejado aquella poco fructífera tarea a medias para rasgar su lira y regalarles a las criaturas de piel brillante su versión de El primer vuelo de Ateros.

      Ahora Isola avanzaba levantando polvo hacia la puerta oeste de la capital de Lithai Hoa, detrás del carromato de un comerciante de ánforas. Alissa vio un par de granjas por el camino, cercadas por campos de trigo de invierno, pero no eran lo suficientemente grandes como para alimentar a la población de más de diez mil habitantes de Layaba. Según le habían comentado unos viajeros aquella misma mañana, la ciudad tenía dos puertas: la de la Enredadera al oeste, más pequeña y menos transitada, y la de Rocavieja al sureste, por la que llegaban los viajeros del camino real a través de la zona más fértil de la provincia, allí donde se extendían la mayor parte de las tierras de cultivo y los olivares más famosos de Ilargia.

      Algunas casas de nueva facción con una sola planta se apiñaban contra la muralla, entre ellas una pequeña, de piedra, justo al lado del camino. En la puerta, entre dos torres de vigilancia, había tres centinelas vestidos con armaduras de cuero, de hermosa hechura y tono apagado, que contaban con unas hombreras con forma de hoja acorazonada de las que caían láminas en cuatro capas hasta la cintura y se anudaban al torso por cuatro hebillas. Los vigías trataban de ocultar la clara piel de sus brazos bajo brazaletes enroscados que se anudaban debajo del pulgar. Sus escarcelas les abrazaban las piernas, continuando las formas vegetales del resto de la armadura, y remataban en punta cerca de las rodillas. Llevaban pantalones de un tono amarillo oscuro, el color de la bandera de los Dec, pero no vestían grebas de ningún tipo. Aquellos guerreros li-men-ti tampoco llevaban el casco, pero sí armas colgadas de un cinto que se perdía entre las grietas de sus rígidas vestiduras.

      Apenas la miraron al pasar, pues estaban demasiado ocupados riendo de sus propias ocurrencias como para vigilar a los viandantes, que entraban a ritmo irregular en los penetrantes olores de Layaba. La ciudad vieja se abrió ante la psaik y su montura. Avanzó por una calle que tenía el tono de la parte más oriental del desierto, allí donde los volcanes viejos se descomponían y emponzoñaban la palidez de la arena pura con sus oscuros detritos. Las casas eran de ladrillos de adobe, altas, sombrías, y entre ellas discurrían caminos estrechos que huían del calor del sol, pero no conseguían escapar de los efluvios de la vida.

      Se apeó de la yegua para maniobrar con mayor facilidad y tomó las riendas para guiar a su montura a través del camino más ancho que encontró. Se topó de frente con un callejón y viró a la izquierda para desembocar en una amplia plaza. A su espalda dejó una construcción grande y alargada con la bandera del duque sobre la puerta que debía ser el cuartel de la guardia y, de frente, al otro lado de la plaza, atisbó entre la gente cuatro torres picudas. No era la primera vez que veía un templo La-gi-hos, pues Nghya Ki, primera y última encarnación de la Justicia, era adorada por doquier. Aunque se suponía que era la región de los lagos en la que se encontraba la psaik la que la había visto nacer.

      Se movió por entre aquellas personas de ojos rasgados y escasos ropajes hasta llegar a la estatua que presidía el centro: Kaek Puño Dorado Dec, padre de Viat Dec. El antiguo duque de Lithai Hoa ofrecía un abrazo desde su pedestal, con los brazos abiertos para recibir a la gente, embebiéndose del poderoso sol que lo alumbraba. Aquel hombre, junto con los otros nueve duques y sus ejércitos, había provocado la caída del rey Jinan Galmal, último soberano de Ire. Diez hombres y una hambruna habían arrancado la corona y la cabeza al rey y a toda su prole. Había leyendas, sobre todo entre los rebeldes de Valtian, acerca de la huida de dos nietos del rey. Muchos afirmaban que ahora se escondían en Oyomu, en una de las Olvidadas. Pero Alissa sabía que aquello no era verdad. La dinastía Galmal había seguido el camino del rey hacia el reino submarino de Wa y ahora degustaban sabrosos pescados en salones construidos entre costillares de bestias abisales.

      A partir de la estatua, la plaza adquiría cierta pendiente hacia el norte, en dirección al distrito lacustre. Alissa localizó al sureste la loma sobre la que se asentaba la fortaleza del duque, una construcción amurallada de una sola torre, un edificio basto de planta cuadrada, de piedra en lugar de adobe. De los merlones colgaban cuatro grandes banderas de color amarillo con una pequeña barriga allí donde sobresalían los matacanes y, sobre estos, como hecho a propósito, sacaba pecho el puño dorado de los Dec.

      Hacia allí se dirigió la bruja.

      A pesar de que aquella zona de la ciudad se llamaba Colina Turbia, era la parte más rica de Layaba y las construcciones no estaban tan apiñadas, sino que se habían establecido ciertas nor-mas de cortesía al levantar unas y otras, con respeto, como dentro de una bandada de patos en plena migración. La concurrencia de gente era menor, pero aun así había un goteo constante de individuos que se movían por la calle que llevaba a la torre.

      —… pero yo quise venir hoy —le decía una mujer a otra, mientras avanzaban, unos pasos por delante de la bruja—. Ya le dije, se lo dije dos veces, que en unos días saldría para la Extraviada, y yo quería… quería amarrarlo ya.

      La Extraviada era como se conocía en el sur a la ciudad de Ireón, capital de Ire, en la provincia de Cahia. Con suerte, Ardah arreglaría las cosas para que Alissa pudiera visitarla en los próximos días.

      —¿Se retrasa o no el nombramiento? —dijo la otra con aspereza.

      —No, no. Al final no. Eso decía también mi marido, pero no. Al final no… —Y se quedó callada sin saber qué decir a continuación.

      Alissa las adelantó tirando de su montura y el sonido de sus voces se fue perdiendo. Antes de entrar en la torre que había visto desde la plaza, se fijó en una figura que la observaba desde el tejado de las caballerizas con una mirada amplia y anaranjada. Su buen augurio, o su escolta, seguía acompañándola.

      La torre solo era una parte de la residencia ducal y quizás la construcción más tosca. Frente a la chica se alzaba una casa nobiliaria más baja, de dos pisos, levantada en mármol azulado de Chytheron, con la entrada principal flanqueada por columnas acanaladas rematadas en capiteles de estilo dórico, una hechura heredada del imperio de Valakis cuya procedencia original no estaba del todo clara. A los pies de los pilares había dos guardias vestidos con aquellas armaduras de cuero de estilo vegetal y, frente a ellos, un grupo de lugareños congregados.

      Alissa no tuvo que acercarse mucho para enterarse