Se sintió volar, y caer, descender por entre los bosques de pinos que coronaban las fauces del Abismo.
Al abrir los ojos se encontró a dos hombres frente a ella. El soñador, quien había establecido el vínculo, no se hallaba en la estancia, pero tendría que estar cerca, casi dormido, soportando la tensión del conjuro. Loan, que sonreía ligeramente y la observaba con el ojo de su mente, fue quien arrojó un poco de ceniza, dando forma a sus rasgos y evitando que los dos mentalistas del gremio tuvieran que hablarle al aire. Alissa casi pudo oler el dulce incienso que siempre impregnaba el aire de aquella estancia.
—Bienvenida —dijo sonriendo mientras aplaudía suavemente para limpiar los restos que cubrían su mano.
Aquel hombre era de su misma raza, un rasbach, pero la mezcla de sangre había teñido de bronce un cabello que, con aquellas facciones, debería haber sido rubio como el de Alissa. Se lo había cortado mucho desde la última vez que habían conversado y su nuevo aspecto le daba un aire más juvenil.
El otro individuo, Turaif Ardah, Señor de la Mente y Guardián de Trescúpulas, era un ghizlan en cuerpo y espíritu. Moreno, de ojos negros y penetrantes, siempre vestía con ropajes demasiado holgados de colores vivos y amplias mangas, con pulseras y abalorios colgados de muñecas, cuello y orejas. Se había dejado crecer la barba hasta el ombligo y la llevaba aceitada y trenzada, como dictaba su fe. A diferencia de Loan y Alissa, que habían sido criados bajo la sempiterna mirada de Everión, Ardah pertenecía a la cultura chamán de los ghizlan, que presentaba ciertos paralelismos con el culto de los Siervos, como el respeto a la naturaleza y a la magia arcana. Sin embargo, a diferencia de estos, los ghizlan no veneraban a ningún dios. Sus comunidades rendían culto al agua por encima de todo y por ella emprendían las cruzadas más terribles.
Ardah había llegado a los veinte años al palacio del gremio, al Abismo, huyendo de un aqzier que había prendido fuego a su pueblo, localizado en un oasis pequeño cerca de Shantiyah. Al parecer, una de las hermanas del mentalista había rechazado la propuesta de matrimonio de uno de los vástagos del cacique y este había incendiado todas y cada una de las casas del poblado. Los estudiantes de Trescúpulas conocían aquella historia en sus primeros años de formación y así había llegado a oídos de Alissa. Era como una especie de ritual que les ayudaba a entender la personalidad esquiva de aquel hombre, su frialdad, el profundo odio que sentía por su patria y su poca fe en la bondad intrínseca de su propia raza. Esto último estaba quizás determinado por su fe chamana: para los ghizlan el hombre era el escalón más bajo de la naturaleza, la perversión más absoluta de su espíritu. Había ciertos cultos de los Siervos y de veneración vernácula que compartían esa visión.
—Buenas noches —dijo Ardah acariciándose la oreja hacia delante. Con aquel gesto tan característico de los hombres del desierto lanzaba una cuestión: ¿me escuchas?
—Buenas noches —contestó ella—, me alegro de veros.
—Y nosotros a ti —respondió Loan por los dos, incapaz de contenerse.
Los ojos de la chica se fijaron en los del ghizlan. Muy en el fondo, Alissa culpaba a aquella falta de sensibilidad que mostraba Ardah de todos sus males. El gremio de mentalistas no es como el de los magos guerreros o el de los alquimistas. En Trescúpulas no vivían más de veinticinco personas entre maestros, alumnos y siervos. Y cuando ella había llegado eran aún menos. Nunca lo admitiría, pero en lo más profundo de su ser creía que si aquel hombre se hubiera mostrado algo menos reservado, más abierto, más paternal, ella jamás habría caído tan profundamente enamorada de su mentor. De aquel que siempre tenía una sonrisa o una palabra hermosa para ella.
—¿Hacia dónde la han guiado sus pasos, señorita Triefar? —le preguntó Ardah.
Y con aquella mirada completamente opaca, tampoco podía estar segura de que el ghizlan no la culpara a ella por lo que había ocurrido con Galian.
—Ahora mismo me encuentro en una fonda en Sklaciatos, en el borde oriental del bosque. En pocos días llegaré a Layaba, pero necesitaba hablar con vos sobre algunos asuntos —carraspeó antes de proseguir, aprovechando para poner en orden sus pensamientos—. El ave que lleva a mi lado desde Alqeed me ha… guiado hasta el corazón del bosque. Y allí he conseguido seis Lunas más —confesó.
—Sigue sin gustarme que ese ser te observe. No conocemos su intención —soltó Loan.
—A mí tampoco me hace demasiada gracia —le respondió directamente—, pero me mantengo alerta. Y… no sé —se calló su opinión—. Me guio hasta una criatura. Hasta Torlwan.
Loan abrió mucho los ojos. El rostro de Ardah también se transformó ligeramente. No lo había visto fruncir el entrecejo en muchas ocasiones, aunque fuera levemente.
—¿La ninfa centauro? —preguntó al fin.
Alissa asintió.
—Es un ser con… Su presencia es arrolladora. No había sentido nada así jamás —confesó.
—Un vernáculo. Un dios —dijo Loan con un hilillo de voz.
Con un giro de muñeca se abrió un abanico de silencio y se extendió entre los presentes la sensación de que había una espada pendiendo sobre sus cabezas, sujeta por una hebra arrancada de la crin de un caballo. No era una sensación que le resultara extraña a ninguno. Existía sobre Ilargia una suerte de maldición que azotaba el continente cada cierto tiempo en forma de behemoths. Aquellas bestias, adoradas al igual que los vernáculos, como dioses, por ciertos cultos menores, sentían la llamada del hambre después de hibernar durante años y se saciaban en Ilargia. Además, ellos eran psaiks, estaban ahechos a enfrentarse con criaturas de las que el resto del mundo solo sabía a través de las leyendas.
Después de unos segundos, la chica aprovechó la mudez de sus interlocutores para relatarles los pormenores del encuentro.
—Según la secta goresviana, el emisario blanco es Everión —concluyó Ardah—. Un shiro.
—Eso es una herejía sin sentido —intervino Loan, con un fervor religioso que había desarrollado en los últimos años.
Alissa también había oído hablar de la interpretación que los herejes goresvianos hacían de las sagradas escrituras, pero no se le había ocurrido que tuviera nada que ver con las palabras de la ninfa.
—Encaja —dijo al fin—. Pero no podemos concluir nada con la información de la que disponemos. ¿Qué me dices —se dirigió directamente hacia el ghizlan— del Lobo Astado?
Negó con la cabeza.
—No tengo ni idea.
—Bueno, creo que deberíamos ponerlo por escrito —concluyó Loan—. Yo mismo lo incluiré en nuestra biblioteca y tú puedes completarlo cuando vuelvas.
Ella asintió, preparada para continuar con su relato.
—Hay algo más. Poco después de nuestra última comunicación estuve en la ciudad de Kimnos. Como sabéis, está a unas seis leguas de la villa portuaria de Ephyroupac y tanto comercio como información fluyen bastante bien entre ambas urbes. Por la Ruta de la Sal se escuchan rumores acerca de una conjura. Los fanáticos de Gnije están preparándose para algo, puede que para derrocar el Decavirato —dijo antes de tomar aliento—. Y hoy he leído rumores similares en un salteador de caminos que intentó emboscarme. Hay gentes en el sur que pretenden iniciar un conflicto y extenderlo por toda Ilargia.
Loan tensó la mandíbula. Sabía que no debía preguntar, por respeto a Ardah y, sobre todo, para no ofenderla a ella, pero su rostro se había convertido en un rictus de desasosiego.
—A mí me han informado de algo similar