La melodía del abismo. Diego Soto Gómez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Diego Soto Gómez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788419092281
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en el suelo. Aquella magia poseía un nivel que escapaba de la imaginación de Alissa.

      Trató de acompasar su respiración, de que el aire penetrase con normalidad en sus pulmones, atravesando la barrera de sus dientes. Cuando alzó la vista, vio que ella seguía en la misma posición. Sus labios se movieron para decir:

      —Mentir es un acto que encierra gran peligro, al crear una senda nueva que elimina la ya recorrida.

      —No era mi intención ofenderos, señora —dijo tratando de reprimir un estremecimiento que comenzaba en su cuello y se extendía por cada ápice de su poder, haciendo que ondeara errático como una bandera en medio de una tormenta.

      —No lo hagas, pues, hija del Lobo Astado. ¿Qué buscas en mi bosque?

      Alissa dudó. Estaba convencida de que el centauro podía ver a través de sus palabras, de su mente. No era consciente de los medios que empleaba para navegar por su ser, pero lo hacía. Aquella advertencia que le había lanzado había sido clara y no sabía si aquel ser alcanzaba a comprender el concepto de clemencia.

      —Su collar… —admitió por fin—, las Lunas.

      La criatura movió imperceptiblemente la cabeza antes de volver a alzar la voz.

      —El Emisario Blanco me lo regaló hace algunos años. Y parece —continuó, levantando la vista y deslizándola por encima del hombro de la bruja—, que ha sido él quien te ha conducido hasta mí.

      Alissa no se atrevió a mirar atrás, pero tenía la certeza de que la atención de su interlocutora se había desplazado hasta aquellos grandes e insomnes ojos. Se mantuvo en silencio, considerando aquellas expresiones que le dedicaba, dedicaba, sin embargo, no tenía ni idea de a qué o a quién se refería con ellas. Criatura lacustre, Lobo Astado, Emisario Blanco… No era algo que hubiera escuchado con anterioridad.

      —Tenéis motivaciones diferentes. Eso está claro —prosiguió Torlwan—. Así que dime, ¿qué es lo que te impele a ti, humana?

      «Ya lo sabes», pensó ella, y en la boca del centauro brilló el amago de una sonrisa.

      —La venganza, mi señora —admitió casi sin reflexionar—. La venganza por una traición.

      —Si quieres algo de lo que poseo, vas a tener que ofrecerme más. ¿Qué clase de traición es la responsable de tal deseo de venganza, Alissa Triefar?

      Aquellas dos últimas palabras hicieron que la joven tragara con fuerza. Conocer su nombre le daba cierta autoridad sobre ella, sobre la situación. Como si yo tuviera algún dominio sobre esto, meditó antes de hablar.

      —Mi maestro Galian, el que me introdujo en las artes del mentalismo, era en realidad un ser oscuro que nos engañó y traicionó a todos. Era practicante de rituales prohibidos. Asesinó a dos compañeros y humilló al gremio, a sus amigos, a su familia… Y a mí.

      Sabía que eso no iba a ser suficiente, pero guardó unos segundos de silencio para considerar sus opciones antes de proseguir:

      —Y quiero venganza porque fue mi primer amor. Me hizo creer que me quería como yo le quise…

      Una nueva nota surcó el aire y el éter de Alissa se desintegró. El poder le fue arrebatado en un chasquido, eliminado sin esfuerzo. A pesar de ser una de las maestras mentalistas más reputadas, a pesar de albergar en su seno la brujería de veintinueve Lunas y de un ritual de nigromancia involuntario, su quintaesencia murió sin más, antes de que el aire y la vida comenzaran a abandonar su carne. No era capaz de tomar aliento. Había una mano invisible oprimiendo su pecho, retorciendo su garganta, tratando de asfixiarla. Tomando su aura.

      —Yo… —trató de decir, pero solo consiguió lanzar un graznido.

      No podía articular palabra porque el aire no atravesaba sus cuerdas vocales. Cayó sobre la hierba, de rodillas, enterró los dedos en el suelo notando como la cabeza se le iba y una arcada crecía en su pecho. Era consciente de que se moría, de que había ofendido de alguna manera a aquel ser. Sin embargo, no podía pensar, no sabía cómo arreglarlo, qué decir. Las lágrimas brotaban de sus ojos. No había mentido. No lo había hecho. Era la verdad. Ella lo había querido. El calor de la asfixia nublaba su juicio, sus pensamientos. La sangre pugnaba por romper la piel de su rostro. Toda su mente era un torbellino en el que giraban los miembros del gremio, Isola, Loan, Veanir, Hoya, el búho, reyes, caballeros, las Lunas y, en el centro, Galian, acunando entre sus brazos a una pequeña sombra. Extendiendo la mano para rozarle el rostro.

      Antes de besar el suelo con la frente, unas palabras sin alien-to, surgidas de un pozo tapiado, y arrastradas por una mente en llamas, volaron desde sus labios:

      —Le quiero. Yo…

      2. Conversaciones con Ardah, Señor de la Mente

      No volvió a ver aquel ojo sobre las plumas durante el resto de la jornada. Prosiguió por el camino real, a lomos de Isola, rozando de vez en cuando las cicatrices que habían dejado las Lunas al colarse bajo su piel. Aún le escocían las seis incisiones. Y dolerían durante unas semanas. Lo sabía por experiencia. Al igual que en ocasiones anteriores, había notado como su poder se fortalecía, como aumentaba su éter, pero no se sintió de forma diferente. Aquel talento llevaba asociada una maldición, pero no se trataba de un fenómeno instantáneo. La magia del metal limaría sus sentimientos, su humanidad, como el agua abriendo un cauce, con estoicismo y una firmeza sutil. Casi con cariño.

      Acarició el pelaje de Isola y sonrió con tristeza. El amor que sentía por aquel animal era algo que sí le gustaría conservar, aunque sabía que era imposible. No era la primera portadora de aquel embrujo, pero sí la que más cantidad que de él había bebido.

      A unas tres leguas de Sklaciatos, cuando llegó a la bifurcación del sendero que llevaba a Kuli, se topó con un viejo refugio, levantado por los ciegos de Fos en uno de los bordes del camino. El culto Doishcalhara no se extendía tan al sur, se practicaba sobre todo al oeste de la región Akaria, pero no era infrecuente encontrar esos sencillos de refugios con la espiga, el símbolo del Dios de la luz, grabada en las vigas de madera. Al fin y al cabo, los nocturnos, al igual que los hosas sutsu, se pasaban la vida en el camino.

      Alissa aminoró el paso y estiró su bruma personal para abrazar la escena desde una perspectiva más amplia. Un escalofrío de placer le recorrió la espinilla. Después del encuentro conTorlwan se sentía humillada. Había vomitado el contenido de su estómago, aquel desayuno caldoso y grasiento que le había proporcionado la posadera de Pothi, a los pies de aquella venerada ninfa, cuando el aliento había retornado a su pecho. Recibió el regalo temblando, sabiendo que con un solo pensamiento de la dama centauro su piel volaría libre y sus huesos se convertirían en arena pálida. Pero ahora, sintiendo como aquellos tres bandidos escondidos tras la parte trasera del albergue se agarraban con fuerza a sus armas, el placer amortiguado por las Lunas le inundó la sangre.

      Comenzó a salivar.

      Saboreó la venganza debajo de la lengua cuando uno de ellos, espada en mano, saltó desde el lateral derecho de la construcción y trató de derribarla de la yegua. En el momento en el que alzó sus pies del suelo, el éter de la joven ya lo tenía amarrado a una pulgada de la pulverulenta tierra, sujeto por millares de cuerdas invisibles que imposibilitan cualquier movimiento, congelado en un aire que había adquirido la consistencia del acero.

      El hombre era de tez olivácea, con una pequeña joroba nasal, ojos negros de pestañas largas, y un cabello oscuro que le caía en bucles hasta las orejas. Se trataba de un enesos de pura raza, con unos rasgos que compartían la mayoría de los traileños. Alissa fue consciente en ese instante de que le faltaba muy poco camino para la frontera, y más pronto que tarde esos ojos grandes serían sustituidos por finas rendijas y modales ceremoniosos.

      El siguiente individuo, con unas facciones similares a las del primer asaltante, pero con una menor estatura, como si alguien los hubiera copiado sin el material suficiente para terminar la réplica, surgió de la parte trasera del fasshar de los Doishcalhara e intentó arrojarle un hacha de mano, antes de que un brazo incorpóreo barriera la escena