Por su parte, Heydrich permanecía absorto en sus pensamientos. De haber estado él ahí, no le habría permitido llevársela. Habría esgrimido cualquier excusa para impedirlo. Una mujer como ella debía encontrarse bajo la custodia del Servicio Secreto alemán, pero ya no había marcha atrás. El mismísimo Hitler había consentido la solicitud de Ardelean y no podía contrariar a sus superiores. Suspiró anhelando, deseando y maldiciendo la suerte del conde.
—Conde, me retiro seguro de que esta joven le servirá, satisfactoriamente —afirmó haciendo énfasis en la última palabra—. En cuanto a usted jovencita, espero sepa agradecer que Ardelean le haya salvado la vida, con el permiso de nuestro líder, por su puesto.
Leena respiraba agitadamente. Sentía cómo las palabras del alemán le hervían la sangre. Habría querido matarlo con sus propias manos, pero sólo pudo contemplarle con rabia mientras se retiraba de la estancia. Una vez a solas con el conde, con sus ojos llenos de lágrimas, ya no de dolor pero si de furia, explotó.
—¿Por qué? ¿Por qué no me dejó en aquel cementerio? ¿Para qué me perdonó la vida? ¿Para satisfacerle? ¡Pues habría preferido la muerte! —gritó, mientras escapaba de su mirada.
Ya en la habitación, Leena sollozó de miedo, angustia y rabia. Se arrancó el vestido buscando sus ropas, pero no estaban. Rebuscó en el armario tratando de hallar algo más modesto, que no la hiciera sentir como un simple objeto. Encontró una blusa blanca de delicada y suave tela y una larga falda oscura, se vistió y arropó con su chal, quedándose dormida mientras transcurrían las horas. Despertó al escuchar la puerta abrirse; era la señora Schmidt con una bandeja de comida, la cual depositó en el escritorio junto al amplio ventanal. La noche había caído y tenía dolor de cabeza, quizá por la falta de alimento.
—Su señoría me pidió que le trajera algo de comer. Aunque sinceramente, no sé qué ve él en usted —prosiguió—, una muchachita más inteligente, se daría cuenta que parece interesado en su bienestar, algo que nadie hace por otros hoy en día.
—¡Pero yo no quiero estar aquí! No sé quién es él, o qué quiere —respondió ella molesta.
—Sí, ya sé que preferiría estar muerta con su familia. Pero déjeme decirle que en esta situación, todos debemos perder algo…—habló como en un susurro, su rostro se tornó sombrío, parecía que algún recuerdo doloroso venía a su mente—. Acepte las cosas como son o terminará muerta en vida.
Desde la cama, miraba el fuego consumirse lentamente en la chimenea. En su mente se confundían las imágenes la muerte de su padre, con la sonrisa triste de su madre y sus hermanas. Los sonidos de los disparos y el rostro serio del conde en el auto, diciéndole que le había salvado la vida. ¿Para qué? —se preguntó. Era un desconocido, jamás lo había visto y tenía miedo de que quisiera hacerle daño. Entonces, recordó las palabras del ama de llaves, ella parecía querer ayudarla ¿O sería cómplice de ese hombre para causarle algún mal?
La joven reconoció que él no había intentado propasarse, hasta ahora. Era distante, como si tuviera miedo de estar en su presencia. Leena empezó a darle vueltas al asunto, tratando de encontrarle lógica. Sintió escalofríos al recordar las palabras del alemán y su mirada atrevida le revolvió el estómago. ¿Cómo o por qué, él la tendría cerca y no trataría de satisfacerse con ella? Estaba sola, pero no indefensa, tenía sus manos, uñas y dientes y podía causarle daño si entraba a su habitación. Ahora entendía las palabras de su madre y su petición de mantenerse con vida, esperaba, con todo su ser, poder cumplir esa promesa.
Cerró los ojos buscando recuerdos alegres en su memoria. La calidez del fuego y el sonido de las palmas al son de los acordes de una guitarra; risas, su cuerpo dando vueltas en un vestido rojo entallado, con vuelos que caían graciosamente desde sus rodillas dejando ver sus piernas firmes mientras zapateaba y cantaba. Su padre estaba ahí mirándola, aplaudiendo y sonriendo. Su madre y sus hermanas también se divertían, todas vestían sus mejores ropas y bailaban mientras la música inundaba el ambiente.
Sintió que alguien la sostenía fuertemente de su talle por detrás, acariciando fugazmente su busto, su vientre y sus caderas. No podía ver su rostro, pero era una voz masculina que sensual y sutilmente le susurraba al oído su nombre: Leena, Leena, Leena. Su corazón latía rápidamente y una serie de extrañas sensaciones inundaban su cuerpo. Ella trataba de huir de su abrazo, pero se sentía impotente frente a esa presencia desconocida. Sintió cómo su mano acariciaba su rostro, luego su cuello y finalmente depositaba un cálido y húmedo beso cerca de su garganta.
La música se había detenido, no había nadie más que ella y sus latidos acelerados, su respiración exaltada, su cuerpo tembloroso, cuando un dolor agudo, como el de un puñal hundiéndose en su carne, la invadió por unos breves segundos, incorporándose enseguida. Estaba en la habitación, sola. Aún adormecida se levantó y se dirigió a la peinadora, para ver qué le había causado tanto dolor. Su mano apretaba su garganta cuando descubrió horrorizada que no tenía ninguna herida o laceración.
—¡Imposible! ¡Lo sentí tan real! ¡Cómo si una daga me hubiera atravesado! —Exclamó en voz alta, mirándose al espejo— ¡Me estoy volviendo loca! ¿Y mi familia? ¡Se veían tan contentos! ¿Qué está sucediendo? —se preguntaba una y otra vez.
Una fina capa de sudor cubría su cuerpo, mientras en su rostro un color rojo encendido coloreaba sus mejillas y se extendía en todo su pecho. Cruzó sus brazos sobre su torso tratando de confortarse, de entender qué había sucedido. Los primeros rayos de luz iluminaban la mañana. Atravesó la habitación y se percató de que la puerta que conducía al balcón, estaba entreabierta.
En su oficina, Ardelean ojeaba varios mapas y preparaba documentos. Repasó en su mente, todo lo que debía hacer para que a último momento no le faltara nada. La estancia estaba ubicada en el sótano de la vieja morada. La había adecuado de tal manera que era a la vez habitación y su área de trabajo. Como era noble, no necesitaba trabajar para ganarse la vida; recibía rentas de su familia que gobernaba en una remota región ubicada al este de Europa, por lo menos era lo que él argumentaba en las reuniones de la Sociedad Thule, en donde había conocido a Adolfo Hitler y a Heinrich Himmler, las cabezas del Tercer Imperio Alemán, en los albores de la guerra.
Sin embargo, Andrei Ardelean, no era un noble cualquiera. El enigmático caballero guardaba celosamente varios secretos que debían ver la luz en algún momento. Aparentaba tener unos 30 años. Sobre su frente surcaban varias líneas de expresión y su faz era casi siempre, sombría, triste, dura. Sin embargo, su sonrisa infrecuente, era franca e iluminaba su rostro. Sus ojos azul pálido eran pequeños pero sumamente expresivos, capaces de alentar o disminuir a una persona solo con su mirada.
Su nariz era larga y delgada. Cejas pobladas de color miel y una hilera de negras pestañas complementaban su faz. Una gruesa barba, perfectamente arreglada y pulcra que acariciaba cuando algún pensamiento no lo abandonaba, le hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era. Su presencia era imponente; alto y corpulento, su cabello largo y algo rizado, le daban un aspecto de guerrero de tiempos antiguos. Procedía de la enigmática región de los Cárpatos, cuna de mitos y leyendas sobre licántropos y no muertos. Las guerras habían azotado a su pueblo durante muchos siglos, dejando estelas de dolor y destrucción pero sobre todo inconformidad y deseos de venganza.
En el siglo XV, cuando Valaquia —actual Rumania— país ubicado al este de Europa, estaba amenazada por los turcos, el Rey de Hungría, Segismundo de Luxemburgo, quien controlaba el territorio, cedió bastas tierras a las familias de nobles valacos como los Báthory, Bocskai, Bethlen, Basarab, Draculea y otros, quienes habían defendido sus intereses. Todos ellos estaban emparentados entre sí por lazos de sangre y eran los posibles herederos al trono del Principado de Transilvania. Ese era el linaje del que Ardelean presumía descender.
Pero, en aquel entonces como ahora, la codicia de los hombres salía a relucir más temprano que tarde y los acuerdos de paz eran tan fugaces que pocos