Sombras. Victoria Vilac. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Vilac
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789942884688
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hombres y mujeres que vencen a la muerte y deambulan como lobos o vampiros, no eran más que eso; mitos.

      Lejos de encontrarse con un mundo “avanzado”, las casualidades del destino le obligaron a cruzarse en el camino de uno de los hombres más perversos de la historia moderna en la Sociedad Thule, amalgama de sociedades secretas con integrantes que se hacían llamar a sí mismos brujos, maestros o magos y se interesaban en las prácticas ocultistas.

      La Sociedad Thule era una orden esotérica fundada por el barón Rudolf von Sebottendorf. Su sede estaba en Munich y su nombre hacía referencia al reino de Thule, o Atlantis, del que se suponía provenía la raza aria, para ellos, “la raza primigenia de la humanidad”. Su ideal era hacer renacer a esta desaparecida civilización. Además, estaban inmersos en la búsqueda del Santo Grial y las fuerzas del Vril, un extraño rayo que poseerían los pobladores de Atlantis y que permitiría dominar el mundo, en consecuencia posibilitaría el dominio sobre la inmortalidad o la vida eterna.

      Por su parte, Ardelean era un vasto conocedor de la historia antigua; aquellos que lo habían escuchado hablar se maravillaban de su memoria prodigiosa. Podía citar con asombrosa exactitud, fechas, nombres y lugares y más inexplicable resultaba su capacidad para narrar hechos del pasado como si hubiera sido protagonista de los mismos.

      Esa característica excepcional, había llamado la atención de la condesa Heyla Von Westrap, una mujer de la nobleza alemana que formaba parte de la Sociedad Thule y que compartía con Adolfo Hitler su interés por las ciencias ocultas y la historia antigua. Ella los había presentado y en poco tiempo, el jefe supremo del gobierno alemán, le había comentado al conde Ardelean su deseo de fundar un milenario imperio, bajo el auspicio y el apoyo de la Sociedad Thule así como de otras sociedades secretas.

      Si bien, en los documentos oficiales nunca se filtró su nombre, estaba presente en casi todas las reuniones a las que también asistía Adolfo Hitler y su mano derecha Heinrich Himmler. Hitler lo admiraba, puesto que reconocía en él no únicamente a un profundo conocedor de la historia del Imperio Austrohúngaro —el que Hitler anhelaba con delirio— sino al descendiente directo de un príncipe soberano o voivoda de las antiguas tierras rumanas, perteneciente a la Orden del Dragón.

      Amante del esoterismo y ocultismo, Hitler se había interesado en el noble rumano, cuya figura le recordaba a los guerreros de las óperas de Wagner. No se sintió ofendido cuando Ardelean le solicitó una joven gitana a cambio de cierta información que poseía, sobre el futuro de su plan expansionista, al contrario, le había parecido una petición humilde frente a todo el conocimiento que su nuevo “amigo” le había compartido.

      Pero si bien Hitler lo admiraba, muchas voces dentro de su gobierno le advertían de los peligros de aquel círculo de charlatanes y adivinos, frente a su inminente victoria sobre Europa. Los acusaban de espías y conspiradores. Muchos confiaban en que la suerte estaba echada a favor de Alemania; con la caída de Francia y el bombardeo a Inglaterra, las posibilidades de que algo saliera mal, eran casi nulas, pero Hitler quería estar seguro y para eso necesitaba al conde.

      Habían descubierto los planes de los americanos de realizar un desembarco en las costas de Francia y su “amigo” debía revelar el lugar exacto, así como lo había hecho antes. La meta prácticamente estaba alcanzada. Solo necesitaba ese último favor, antes de terminar con todos ellos.

      Cuando los últimos rayos de sol se desvanecían, Ardelean paseaba por el jardín y pudo ver a Leena sentada en una fuente de piedra. Sus ojos estaban cerrados y parecía sumergida en una especie de trance, su cabello se agitaba graciosamente a merced del viento. Podría adivinar lo que pensaba pero no quiso perturbar sus pensamientos.

      Se veía tranquila, en paz. Su semblante era sereno y deseó acercarse a ella y hablar. Debía comunicarle lo que había decidido lo antes posible, sin embargo, permaneció observándola en silencio. Transcurrió mucho tiempo y no pudo evitar su deseo de tocarla; estaba a escasos centímetros de ella cuando su mano rozó un mechón de su cabello. Leena abrió los ojos y miró a su alrededor pero no había nadie. Al percatarse de que la noche empezaba a caer, la joven sintió miedo de los lobos y regresó a la mansión.

      Subió a la recámara, pero con el estómago vacío, el sueño sería difícil de conciliar. Salió en busca de algún alimento que le permitiera reconfortarse, sabía en donde estaba la cocina y estaba segura de poder llegar a ella sin importunar a nadie.

      Se percató de que la chimenea en el gran salón estaba encendida. La oscuridad abrazaba la mansión, mas la luz que provenía del fuego, dibujaba sombras tenebrosas en el antiguo edificio. La joven quiso entrar y sentarse frente a él, pero al percatarse de la presencia del conde, se contuvo. Se aprestaba a subir las escaleras cuando una fuerza desconocida le impulsó a regresar. Era tarde y los sirvientes se habían marchado a sus habitaciones. Se escondió en una esquina y lo observó. Él tenía su mirada fija en el fuego y ella permaneció contemplándolo en silencio.

      —No somos diferentes, tú y yo —exclamó él, mientras la gitana trataba de disimular su turbación—. No tenemos hogar, ni familia. Yo dejé mi tierra mucho tiempo atrás, cansado de guerras y muerte, y hoy nuevamente, es lo único que tengo aquí —su voz, como un lamento, estaba cargada de melancolía y resignación.

      Leena no sabía si escapar o quedarse, había sido descubierta, y no podía echarse para atrás. Caminó al interior de la sala, escasamente alumbrada y tratando de controlar su miedo se acercó a Ardelean.

      —Eres amigo de los nazis —dijo ella con enojo. No era una pregunta, sino más bien una acusación.

      Él permaneció en silencio, estático, aparentemente ajeno al comentario de aquella extraña.

      Poco a poco la gitana tomó fuerza y le increpó indignada:

      —¿Cómo puedes ayudarlos? ¡Están matando personas, a familias enteras, a niños…, nos tratan peor que a animales! ¿Y tú los ayudas? ¡No entiendo! —exclamó con rabia— sintiendo como las palabras brotaban de su garganta dolorosamente.

      La miró. La jovencita tenía razón pero, ¿cómo explicarle que todo debía suceder así?

      —Hitler es solo un peón en el tablero del destino —respondió lentamente, sin retirar sus ojos del fuego.

      —¡No! ¡Hay gente como tú detrás de él, ayudándolo, dándole poder, creyendo sus mentiras sobre los judíos y otros a quienes llaman inferiores!

      Leena se había alejado para admirar su sombría figura, tan solo su rostro se iluminaba frente al fuego chispeante, naranja y azul.

      —¡No entiendes, esto es más de lo que aparenta! ¡Ellos ostentan un poder que no comprenderías! —respondió finalmente, cruzando sus manos y acercándolas a su rostro para ocultar su molestia.

      —¿Y cómo sabes eso? ¿Cuál es tu papel en esta pesadilla? —Le enfrentó Leena, perdiendo el miedo de a poco.

      —Conocí a alguien como él hace mucho tiempo…

      Su mirada estaba perdida en épocas pasadas; en guerras, en muerte, sangre, dolor, amor.

      Pero la joven no entendía de qué hablaba. Quiso encontrar una respuesta más satisfactoria en sus ojos, pero él no los apartaba del fuego, parecía perdido en la fuerza que ejerce el más poderoso de los elementos de la naturaleza. Aquella luz le confería un aspecto grotesco a su rostro, pero a la vez dejaba ver que era, en esencia, un hombre atormentado.

      Se acercó a él muy despacio, siempre manteniendo un espacio prudente entre los dos.

      —¿Por qué no salvaste a mi madre y hermanas? —le cuestionó con melancolía.

      —Sólo podía salvar a una y te salvé a ti… porque me recuerdas a mi hogar —concluyó después de permanecer unos minutos en silencio sin atreverse a mirarla, con una voz tan profunda que parecía introducirse en los tímpanos de la joven y se esparcía por todo su ser.

      Pero para la gitana, la respuesta no era satisfactoria, simplemente no la comprendía. Primero le había hablado de sus ancestros y ahora de su hogar. Era como si se burlara de