J. se acerca al hombre y le dice algo al oído.
Me levanto en puntas de pie porque unos pasajeros no me dejan ver que J. le esté diciendo eso realmente al policía.
Intento leer sus labios desde quince metros de distancia.
No logro ver si le habla de las placas de titanio.
Veo que el policía le indica a J. que se meta al escáner.
Voy a gritar.
J. se saca los zapatos y se dirige al escáner.
Voy a correr y pasarme las barreras.
Quiero gritar.
Si corro demasiado puede que también me maten y escondan mi cuerpo.
J. se mete al escáner.
Camino apresurada.
Primero un brazo. Luego completo. Ya no busca mi mirada.
Entra completamente al escáner.
Me da la espalda.
Se abre como una flor frente al escáner.
Levanta las manos y abre su pecho para que le vean el interior del cuerpo.
Me acerco rápido a la línea de controles.
J. abre su pecho entero hacia el escáner.
Alguien le ve las placas de titanio de su corazón.
Alguien le ve su corazón.
Voy a cruzar las barreras.
Alguien le ve completo su corazón.
No sé qué pensarán de sus placas.
Alguien ve sus placas antes que yo.
Baja sus brazos lentamente.
Sale del escáner.
Ahora camina apurado hacia la sala de embarque.
Ya no cruzamos la mirada.
Ni siquiera se devuelve para decirme chao con la mano.
Desaparece.
Dejo de sudar.
Tomo el camino de regreso.
jfk
Air Train
Metro
Sutphin Blvd.
121 St.
111 St.
104 St.
Woodhaven
Llevo el casco de fútbol americano en mis manos.
Vuelven las imágenes de la infancia de J. en un hospital.
Que alguien le incrusta esas placas.
Recibo un mensaje de texto. Ya estoy arriba del avión.
En la sexta estación de metro me acuerdo de mi infancia. Que corría y si me caía me recuperaba pronto.
En la séptima estación intento conectarme a la red del metro.
En la octava estación del metro ya me siento tranquila.
En la novena estación ya me siento feliz.
La vida parasitaria
david miklos
méxico
Llevaba días sin decir una palabra y el corazón
me estallaba de gritos y de rebeldías contenidas.
Albert Camus, «Con el alma transida»
en El revés y el derecho
Tal forma de crítica, al desconocer lo negativo
que está en el corazón de su mundo,
no hace más que insistir en la descripción de una especie
de excrecencia negativa que parece inundar
desagradablemente la superficie,
como una proliferación irracional de parásitos.
Guy Debord, La sociedad del espectáculo
La voz de los cerros
Antes que nada, la ciudad, allí, desparramada en el valle, al pie de los cerros, trepada en sus faldas, imparable en su desbocado crecimiento: una evidente ausencia de trazo urbano, la ciudad desbordada tras su fundación.
De día, una mancha gris, uniforme, con escasos asomos de verde y edificios altos salpimentados aquí y allá, su centro chato como una provincia interior, tumor y accidente.
De noche, las demasiadas y titilantes luces, el alumbrado público fluorescente, focos de baja intensidad, amarillentos, como estrellas de una constelación sin atributos, millares de faros en perenne movimiento, automóviles que se desplazan sin tregua por calles y avenidas, vías rápidas y alguno que otro bulevar.
Desde aquí arriba, postrados en la cima de uno de tantos cerros, la ciudad parece un organismo inerte, una especie de circuito de iluminaciones intermitentes, su función siempre un misterio.
Imposible ver a sus habitantes, distinguirlos desde la distancia: si existen, observados desde aquí no son más que microorganismos, amibas acaso, el virus que todo allí abajo lo anima.
De noche y de día se ven los aviones aterrizar y despegar, allá en el oriente; gente llega y gente se va de la ciudad, más allá de los que allí permanecen, inmóviles, atados a su estático devenir cotidiano, integrados al mundanal ruido, prisioneros todos del lugar común que es vivir en una urbe capital.
Nosotros, marginados en nuestro cerro, no.
Suburbanos, no pertenecemos a la ciudad salvo cuando cruzamos su umbral y nos sumamos a su vorágine: imposible regresar indemnes de la ciudad.
Imposible, también, contener el deseo de volver a ella.
Pero no bajemos a la ciudad, aún no.
Permanezcamos en la cima de nuestro cerro, hipnotizados por el murmullo urbano que, si se escucha con atención, jamás cede.
Sigamos con la vista el avión que viene del norte, el par de luces que se acerca a nosotros y, posado su haz sobre la mancha y sus destellos intermitentes, gira hacia el oeste, desciende: aterriza.
Nosotros siempre hemos estado aquí, nunca hemos viajado en avión, el aeropuerto de la ciudad no es más que terra ignota, una incógnita.
De pronto, sí y como ya se dijo, bajamos del cerro, nos hacemos evidentes en la ciudad, buscamos ser parte de ella.
La ciudad no expulsa a nadie, al contrario: cautiva y engaña, seduce con un falaz canto de sirena fuera del agua, las tetas al aire.
Muchos ceden y allí se quedan: somos cada vez menos, nosotros, aquí en la cima de los cerros, falsos semidioses, envidiosos testigos, en realidad, de lo que allá abajo se gesta.
Algunos bajan, ven, vencen y regresan victoriosos a mostrarnos sus trofeos, la rebaba urbana por ellos conquistada; otros, simplemente nos dan la espalda y, una vez allá abajo, nos olvidan, como si pensarnos amenazara con transformarlos en efímeras estatuas de sal.
Atardece.
Vigilantes de la ciudad, los volcanes lo miran todo, cada vez menos nieve en sus alturas: uno humea mientras la otra duerme.
El sol se posa a nuestras espaldas y creemos ver nuestra inmensa sombra cubrir la ciudad, nuestra propia mancha sobre la mancha urbana, mancha eclipsada por nuestra fugaz, efímera grandeza de sombra.
No vemos regresar a nuestro hijo, nosotros, concentrados en el ocaso.
Mañana será otro día.
Y él,